Gabriela Orozco Ruíz
La esposa de Ulises tiene tanto por decir en este siglo XXI. Para empezar, que es mucho más que sólo eso. Una propuesta boliviana, Experiencia Ítaca, lleva a la autora de este texto a señalar algunas otras que muestran cuán seductora resulta esta figura 28 siglos después.
Leí La Odisea cuando tendría unos 16 años. Varias décadas después, una puesta en escena de teatro escolar en la que mi hija Valentina actuaba de la ninfa Calipso refrescó mi memoria sobre el clásico poema épico de Homero.
Con apenas 10 años y enfundada en un traje de lentejuelas color calipso, que le confeccionó su abuela, la niña tenía el papel de la mujer que debe seducir a Ulises, el Rey de Ítaca, a quien secuestra por 7 años. Como Calipso, que era uno de los espíritus femeninos asociados con la naturaleza y la fertilidad, en La Odisea aparecen otras mujeres pérfidamente cautivadoras, tal el caso de la hechicera Circe, quien no logró encantar a Ulises con su magia transformadora de hombres en animales, pero sí recibirlo en su lecho. Las sirenas que atraen con su canto seductor también son, en la obra original, semimujeres fatales que “embrujan a los hombres” hasta llevarlos a la muerte. En la representación escolar se escuchó incluso la melodía seductora de las bellas y malvadas sirenas, aporte musical de Ramiro, el papá de Valentina, pero ni así sucumbió Ulises a esos cantos.
En una obra escolar, recuerdo a Penélope como la mujer abnegada y casera, muy distinta de las seductoras Calipso, Circe o las sirenas.
En contraste, aparecía en el pequeño escenario del colegio la imagen abnegada y casera, casi doméstica, de la protagonista femenina, Penélope, la esposa de Ulises, quien tiene la misión de esperar a su amado por 20 años en Ítaca, tejiendo y destejiendo ovillos interminables.
Como dice Francisca Noguerol Jiménez, “en el caso de los mitos, la ideología patriarcal ha dado lugar a una serie de personajes femeninos, separados en dos categorías: las mujeres fatales, fagocitadoras de la masculinidad por su insoportable libertad, tanto en el terreno intelectual como en el sexual, y las mujeres angelicales, pasivas y dependientes del varón, a las que se atribuyeron las convencionales virtudes femeninas de fidelidad y castidad”. Esta percepción de la literatura clásica occidental, que vincula y fomenta una visión radicalmente masculina del mundo, se ha reproducido mayormente en esa misma línea. Sin embargo, existen otras versiones literarias contemporáneas que, a partir de la idea original de Homero, y con solvente talento poético, dramatúrgico o narrativo, dan vida a los personajes femeninos con un giro reivindicativo alejado de ese encasillamiento contrapuesto y estereotipado.
Los contrarrelatos de lo épico
El año pasado, un grupo de creadoras de diferentes prácticas escénicas presentó en México un contrarrelato de La Ilíada, el otro poema homérico, interpelando la visión patriarcal de los textos clásicos griegos. La Contra Ilíada consta de cantos del texto original, pero esta vez presentados con los nombres de las mujeres que aparecen en el relato: Casandra, Hécuba, Andrómaca, Briseida y Pentesilea. La puesta en escena cuestiona todo aquello que simbolizan estas mujeres, proponiendo una contranarrativa a la representación de idea generalizada y repetitiva que se hacía de ellas en la antigüedad y que se sigue perpetuando hasta nuestros días: la madre abnegada, la mujer cuya palabra es desacreditada, la mujer casta y fiel, la mujer-objeto, la mujer esclava. El montaje se vale de herramientas multimedia y atmósferas sonoras que se activan con acciones performativas.
Y aquí, más cerca, en La Paz, entra en escena Experiencia Ítaca, basada en el poemario Ítaca de Blanca Wiethüchter, una de las poetas, ensayistas, docentes y críticas literarias más relevantes del siglo XX en Bolivia. La primera reacción antes de ver la obra es de mucha curiosidad, más aun si no leíste el texto y la referencia que tienes de la poeta es más periodística: la entrevisté a inicios de los noventa sobre su vinculación literaria con Jaime Saenz.
La antesala de la representación teatral te prepara con una exposición sensorial. Se perciben objetos como la máquina de coser textos y el bordado de un fragmento del poemario, fotografías, libros y objetos de la autora, la urdimbre de un telar, palabras escritas en papelitos para que los visitantes “tejamos” unas al lado de otras las frases poéticas. En otra mesa una caracola te permite escuchar el rítmico sonido del mar imaginando estar en la isla griega a la que ingresarás luego, en el escenario. Una especie de tambor mueve en su interior miles de granos de quinua recreando una mayor resonancia del vaivén de las olas del mar. En una grabación de video varias decenas de mujeres cercanas y queridas, repiten con convicción y afabilidad una de las frases importantes del poema: “Hoy, Penélope me estoy en tu nombre”, la expresión inicial que te deja pensando.
El estímulo a los sentidos incluye el olfato con hierbas como lavanda y romero, como anticipando la frescura de lo que vendrá. Y, estás lista para entrar en ese universo que aún es un misterio pero que anuncia una propuesta que promete ser diferente.
La Penélope de Blanca hila y deshila su personalidad, su yo íntimo, he ahí el mérito mayor de la autora boliviana.
Se abre el telón. Cristina Wayar es Penélope. La palabra hablada transcurre natural y serena pero también expresiva. Se crea empatía con el público. Penélope está en su espacio íntimo, propio, arropada por telares que se tejen y destejen y con objetos que evocan el sonido del mar del exterior, en medio de una luz cálida que genera una escenografía muy alejada de la pseudo prisión de la espera eterna que se podría advertir en la obra original.
A través del monólogo poético de Wiethüchter, esta Penélope comienza un viaje introspectivo en su habitación. Lo hace amorosamente, sin renunciar a Ulises, al contrario, pensando en él y en lo que le gustaba “Tendí el lecho sin una arruga, como a él le complacía”. Poco a poco ese “pensar sólo en él” se va transformando en “pensar también en mí”, en quien está, en quien habita ese lugar. Aparece una Penélope amorosa con ella misma, amorosa con quien habita ese lugar. Se mima con un aromático baño relajante. “Al secarme, dí con mi cuerpo en el espejo. No es que sea precisamente recelosa, pero ¿podrá ese cuerpo, que interroga desde el espejo, nutrir la flama, enardecer las mañanas con fulgores más intensos que el ardor de las llamas?”. Y elige un vestido rojo sedoso ceñido al cuerpo, se acicala con piedras brillantes en el cuello y mucha esencia de jacinto, sin dejar de ser la amante de Ulises ni pensar en algún nuevo pretendiente.
Y sigue la espera, y con ella la incertidumbre y la ansiedad en soledad, tan bellamente escritas: “Esperar es padecer la mirada de las cosas que disimulan muertes intensas… Y nada responde, ni una piedra soleada por mi amor, ni una flor que respira en la sombra, ninguna esperanza que llueva sobre las tinieblas de la espera”.
Entonces el tiempo acecha con su paso lento y aparece la desazón, natural sentimiento por la tristeza, que luego da paso a la indiferencia. Se descubre así una Penélope humana, que se deprime, que reacciona con vehemencia, que se desmotiva, que hila y deshila como en una especie de trance para proteger su emocionalidad. Y así, llega la duda de su amor por Ulises: “Vienes del mar y aún no sé si mis riberas se extienden para tus alas… nada me obliga a creer que existes todavía… vigilante desvelada, vela que no vela, ¿a quién estoy esperando?”.
Y vuelve a tejer, a escribir y a tener celos en los sueños invadidos por escenas de Ulises amando a la bella Circe, la hechicera. Y luego, se produce primero el quiebre y después el cambio, “Veo otra trama: una hebra que se tuerce, un hilo que se muerde, un verbo que hace falta, y comprendo por qué no llega nunca aquel que espero. El conjuro, el conjuro convoca el gesto inverso… el hilo se desata, el sueño se desueña… soy un cuento que ya no cuenta el regreso de Ulises a Ítaca”.
Y llega la quietud y la redención con el baño de las olas saladas del mar: “Extendida sobre la arena, a orillas de las aguas transparentes, las olas espumosas se alargan sobre mi cuerpo, le arrebatan la mortaja, lo lavan, lo curan, lo guardan… soy siendo Penélope que ya no espera”.
Mujeres
Wiethüchter con su poema, Wayar con su actuación, Roswitha Grisi Huber en la dirección general, Camila Molina Wiethüchter con su impulso decisivo, Canela Palacios en la composición y el sonido, Amina Rojas con el vestuario, Mabel Franco con su solvente gestión cultural y todo el equipo de Experiencia Ítaca, entregan una versión creativa en la que la protagonista es una mujer enorme, fuerte, que desde su estado de espera prolongada logra revertir la contemplación a través de viajes imaginativos de introspección que finalmente encallan en el puerto de una identidad propia poderosa.
Penélope ha sido vilipendiada o alabada a lo largo de la historia. Pero, en el siglo XX la visión de este personaje cambia sustancialmente cuando se destaca la fortaleza de su figura. Escritoras, principalmente poetisas, como la estadounidense Dorothy Parker en 1961, resaltan que ella es la verdadera valiente por su capacidad de espera. Tesis doctorales, poemarios, novelas, lecturas, obras teatrales y otros dan cuenta de “la gran impronta ejercida por la esposa de Ulises en las artes y letras del siglo XX” en tonalidades diversas, unas más serenas y otras más contestatarias.
Blanca Wiethüchter, en esa línea, y en el límite entre dos siglos (año 2000), crea una Penélope que teje y desteje, no como un ardid para despistar y alejar a los pretendientes, como plantea Homero otorgándole una inteligencia vivaz, sino como acción esencial de una inteligencia serena y sensata para desentrañar su identidad. La Penélope de Blanca hila y deshila su personalidad, su yo íntimo, he ahí el mérito mayor de la autora boliviana.