Crítica
Juan Wallparrimachi y Juana Azurduy de Padilla lucharon juntos en la guerra de guerrillas del siglo XIX. El teatro los recupera para bien y no tan bien. La poesía, por si se dudase, sale ganando sobre la retórica.
La casualidad ha hecho que dos obras teatrales, sobre sendas figuras de la Guerra de la Independencia estrechamente conectadas, se presenten en La Paz con una diferencia de días. Esto hace que la comparación sea inevitable.
Una de esas obras llegó de Argentina. Se trata de ¡Juana vive!, adaptación que hizo Rosa Celentano (hoy fallecida) del texto de los años 70, Proceso de Juana Azurduy, de Andrés Lizarraga. Este autor, su drama y otro de los años 60 titulado Santa Juana de América tienen una connotación especial en Bolivia, pues en el siglo pasado fueron base de puestas en escena, para teatro y televisión, con actrices enormes como Norma Merlo, Beatriz de la Parra y Morayma Ibáñez, entre otras.
La segunda obra es la boliviana Willaku, la suerte del indio poeta, de Teatro La Cueva y Teatro para el camino, que luego de su estreno en Sucre, en septiembre de 2021, arribó a La Paz este 2023 y se fue rumbo a Chile.
Juana, el fetiche
¡Juana vive! llegó para una única presentación propiciada por la Embajada de Argentina como una forma de resaltar el 12 de julio, día del nacimiento de Juana Azurduy y declarado como el de la hermandad entre ambos países. Hubo himnos y discursos políticos previos a la representación, lo que para nada puede separarse de la misma, pues en teatro todo crea ambiente: todo, de tal forma que las palabras del embajador sobre el comandante Chávez y sobre el golpe de Estado de 2019 en Bolivia –son sus palabras—crearon la cortina detrás de la cual asomó la obra.
No es que el texto sea añejo, sino que resulta teatralmente anacrónico porque el discurso se come a la estética. La Juana de Celentano, que encarna la actriz Luisa Kuliok –en un tour de force y secundada por Roberto Romano como un nervioso abogado–, resulta así una máquina de consignas que difícilmente da paso a un personaje complejo y contradictorio como debió ser Juana Azurduy. Esto, por un lado, responde a una puesta convencionalísima y monótona, que termina con una Juana al borde del proscenio y con la espada en alto. Y, por otro, tiene que ver con la figura de la heroína librando lucha en solitario, tan parecida a los héroes unidimensionales de los textos de historia para colegiales.
Lo dicho alienta, por supuesto, a que los políticos se apropien del discurso y para sospecharlo está la forma en que se publicita ¡Juana vive!: “Juana Azurduy, hija flor y animal de la América Latina, luchadora ardiente por el Derecho esencial de la Soberanía de los Pueblos y de los cuerpos mancillados a lo largo de la historia”.
Las figuras históricas tienen mucho que decir. La clave es facilitarles el lenguaje desde una existencia, para el caso teatral, que no sea retórica, sino imaginativa.
Un fetiche distinto del ser de carne y hueso que imaginó Danielle Caillet para su video Los fantasmas de Juana, por ejemplo. Una presencia, además, difícil de vincular, pese al texto que lo intenta, con las mujeres que, como resalta Kuliok, vinieron después de Juana y que siguen luchando contra la pobreza y otros abusos del poder.
Juan, el rebelde
Juan Wallparimachi, el huérfano que Manuel Ascencio Padilla y su esposa Juana cobijaron y que se unió a la guerra de guerrillas con su onda como toda arma, motiva la imaginación del dramaturgo y director Darío Torres. Así surge Willaku, la suerte del indio poeta.
La primera revolución que libra el personaje es su voz en quechua resonando cuando todavía las luces del escenario están apagadas. Eso es acentuar, mostrar sin explicar. La segunda revolución es la presencia multiplicada de Willaku: son tres actores los que le dan vida –Fernando Zambrana, Julio Guzmán y Luis Aduviri–, como múltiples son los ajayus de una persona y como distintos son los planos de existencia también desde la concepción indígena. Y la tercera y más desafiante es la rebelión ontológica del personaje: no quiere ser millones, la consigna, sino vencer el olvido como la persona que amó, que soñó y que, muerto a los 20 años, quisiera trascender a través de sus versos en quechua.
Willaku es, pues, multidimensional y reclama ser recuperado de esa mirada que se suele echar sobre “los aymaras” o “los quechuas” o “los indígenas”, como si fueran una masa homogénea e invariable en el tiempo.
La voz del poeta se alza así desde un espacio hecho de paja que se transforma, se cierra o se abre e invita a emprender vuelo. Y que nos deja a los espectadores, los que en Bolivia no entendemos quechua y nos asimos al castellano –la obra es bilingüe–, como unos perdedores de oportunidades.
Las figuras históricas tienen mucho que decir. La clave es facilitarles el lenguaje desde una existencia, para el caso teatral, que no sea retórica, sino imaginativa.