Era niña cuando oyó por primera vez un nombre: El comunista. Era 1980 y pronto sucedería el golpe de Luis García Meza en el que su padre participó. Poco después, éste decidió rebelarse contra esa dictadura hasta lograr su derrota. Treinta y cinco años después ella decidió buscar al Comunista para reconstruir esta historia. ¿Es posible matar a un padre amado?
“Si como habitantes de la Tierra sólo nos queda estar con otros, o volver a estar donde estuvieron otros,
entonces la tarea más básica, la más honesta, la más difícil, consiste en identificar las huellas que nos acogen.
Este es el momento ético de toda escritura y, más aún, de toda experiencia”.
(Cristina Rivera Garza – La autobiografía del algodón)
Las huelas que nos acogen
Tomo de Cristina ese compromiso: reconocer que el camino que hoy transitamos ya fue antes recorrido por otros; reconocer que las huellas que hoy pisamos nos anteceden. Me pregunto, como Cristina, ¿qué otros zapatos, qué otros pies, qué otros cuerpos han pasado por aquí antes que nosotros? Porque “nada surge desprendido de una memoria anterior”, de seres que nos antecedieron.
Es un compromiso que siento casi urgente, ahora que nuestra memoria parece devaluarse (se desconoce, se tuerce), ahora que nuestro sentido de pertenencia se diluye (en ambos sentidos: como pérdida y como expansión infinita), como si el mundo –o el país, este país- existiese sólo a partir de nuestra propia existencia. Ahora que demasiada juventud ignora, subestima la memoria.
Ese desarraigo no sólo es ingrato sino soberbio y además riesgoso, y la historia así lo ha probado.
Porque ciertamente venimos de un antes, de un tronco que es necesario no solo reconocer, sino abrazar por mucho que aquello que miremos nos espante. Por eso, mirar atrás es un gesto amoroso y a la vez valiente. No es retroceso, no es atadura, no es nostalgia. Mirar atrás implica siempre una preocupación por el presente; por comprender el presente. (“Todo libro que va al pasado se origina en preguntas sobre el presente”).
Mirar atrás sana. Porque re-conocer lo antes hecho por otros implica de nuestra parte cuestionar, des-armar y re-construir esos eventos con profundo sentido crítico, encarando las verdades “asumidas”, las cosas dadas por hecho. Se trata, por tanto, del enorme desafío de mirar la complejidad del bosque y no ahogarnos en la cotidianidad del árbol.
Este viaje a la memoria tiene además la enorme ventaja -esa que extrañamente nos negamos a aprovechar-, de aprender qué no nos conviene repetir, y qué sí hay que valorar; por ejemplo, nuestros logros y victorias sociales y democráticas, para protegerlas y defenderlas.
El color de las ovejas negras. Crónica de un parricidio
La historia que cuenta este libro es, para varios de nosotros, familiar. Quiero decir, conocida. Porque –debido a mi evidente interés en reconocer esas huellas de las que hablo- durante estos largos años desde 1981, me he ocupado de que esta historia no sea o no acabe siendo una anécdota como a menudo sucede con las historias pequeñas.
Creo que la Historia, con mayúscula, está hecha de esas-estas pequeñas historias con minúscula, y que estas pequeñas historias pasadas por el escáner de nuestra mirada crítica, pueden no solo enriquecer la historia oficial sino incluso modificarla. De ahí la importancia de escribirlas, registrarlas, para que no acaben condenadas a ese olvido que seremos.
Por eso “mi experiencia” –quiero decir esta historia personal, familiar que cuento en el libro- no es suficiente. La experiencia personal –cualquiera- tendrá sentido si logramos tejerla en el contexto mayor de la historia. Porque todo legado –igual que éste- acaban en algo, y si es en los libros, tanto mejor.
Algunas veces se trata de experiencias quizás incómodas para vivir –no es mi caso- pero importantes para escribir. Lo que sí es mi caso es que esta historia ha implicado muchas veces el desafío de cómo contarla: quiero decir que hay cosas que no se pueden contar pero que no es posible dejar de contar.
Y si en la escritura no encaramos un desafío, mejor no escribir.
En este libro lo he hecho y quizá esa sea la razón de su largo proceso –la dificultad de hacer frente a un tema que me toca tan hondamente: la dificultad de un inminente parricidio. Y aquí hay cuando menos dos:
El más importante: el nuestro como ciudadanos, el parricidio colectivo.
Porque si todavía no les he contado esta historia cuenta cómo los bolivianos logramos, en octubre de 1981, librarnos, por fin, del tutelaje militar.
No, no es poca cosa. No lo habíamos hecho a lo largo de toda, toda, nuestra historia. Porque aun durante los varios periodos de gobiernos civiles desde nuestra Independencia, el poder militar nunca fue ajeno ni distante al gobierno, y la posibilidad de su retorno estuvo siempre latente, vigilante, tutelante. De ese paternalismo de los “padres de la patria” nos libramos para asumir nuestro destino democrático en libertad. Quizás todavía no hayamos superado a los caudillos y esa será, es, nuestra tarea.
Y esa fue una tarea cumplida por toda la sociedad y sus distintos actores, incluidas -y este es el aporte- las propias Fuerzas Armadas: porque la derrota de una dictadura que pretendía quedarse 20 años en el poder, sólo podía/sólo pudo ser posible a través del parricidio. La derrota de un gobierno criminal rodeado de paramilitares y sostenido por el poder del narcotráfico, como fue el gobierno de Luis García Meza, no habría sido posible sino desde adentro, con el remezón de su propia estructura. Un acto, -si alguna redundancia cabe-, valiente.
El 11 de mayo de 1981 en Cochabamba, el teniente coronel Emilio Lanza, que había participado de ese golpe en julio de 1980 en tanto miembro las Fuerzas Armadas, harto ya de la corrupción del régimen y tras el crimen de los jóvenes de la calle Harrington, decidió rebelarse y decirle al dictador “¡Que se vaya, carajo!”. Estaba al mando del Centro de Instrucción de Tropas Especiales (CITE), y a él se sumaron los oficiales de la Escuela de Comando y Estado Mayor. Fracasaron. Lanza fue tomado preso, huyó, días después retomó el control de su cuartel, fue apresado nuevamente, y junto a los suyos acabó en el exilio desde donde los rebeldes regresaron al país para terminar lo que habían comenzado: la derrota de esa dictadura, que sucedió, finalmente, en Santa Cruz de la Sierra, en agosto de 1981, liderada por los generales Lucio Áñez y Alberto Natusch y el Dr. Luis Aldolfo Siles Salinas.
Pero esa no fue una capitulación cualquiera. Porque no obstante el “fracaso” de los rebeldes de mayo en Cochabamba, el haber mostrado a la sociedad el rechazo de los propios uniformados al régimen dictatorial y no haber lavado los trapitos en privado, entre ellos; aún lentamente, aún si hubo que esperar una Junta Militar más, ese gesto público, honesto, comprometido, hizo posible el traspaso final del gobierno al poder civil aquel 10 de octubre inolvidable. Nunca más las Fuerzas Armadas, pese a su permanente relación –promiscua, hay que decir- con el poder civil, nunca más osaron tutelar esta patria democrática. Nunca más.
Ese es, creo, el aporte de esta historia y de las propias Fuerzas Armadas, en cuyo caso será sobre todo un gesto de profunda madurez.
Por nuestra parte habrá que reconocer la responsabilidad (o irresponsabilidad) de los líderes políticos en cada naufragio de nuestra democracia, cuando primaron los intereses sectoriales, personales, antes que el país y su horizonte.
-“¡Nosotros somos los autores de los gobiernos de corte militar y fascista en el cono sur… compañerita…!”, se lamentaba Filipo, Filemón Escóbar, cómo olvidarlo.
Porque así llevaron a Barrientos al poder, así crearon la Asamblea Popular que “sopló” a Torres y terminó “soplada” por Banzer. Y bajo la consigna de “ni reformismo ni fascismo”, con la COB a la cabeza, ahogaron a la señora Gueiler y, una vez, más abrieron las puertas a la dictadura militar. Esa (i)responsabilidad debemos reconocerla hoy y, ciertamente, no repetirla.
Por eso cabe ahora mi reparo sobre las huellas del camino andado. (Y me permito un brevísimo paréntesis para recordar al general David Padilla que tras la salida de la larga dictadura de Banzer y el inmediato fraude inaceptable que llevó a Pereda al gobierno queriendo perpetuar al militarismo en el poder, Padilla quiso genuinamente devolver la democracia a la sociedad civil y ésta, testarudamente “empantanada”, no comprendió las circunstancias históricas).
El otro parricidio –de varios que ustedes encontrarán en el libro- es evidentemente el mío.
Hace casi tres décadas escribí esta historia por primera vez, aunque de manera parcial. Y fue Rafael Archondo quien prologó aquel libro primerizo, quien también prologa éste, el que aquella vez me propuso el desafío de ir más allá. Porque por supuesto que se había escrito sobre la dictadura de Luis García Meza pero igualmente de manera parcial y dispersa. Por tanto, lograr un texto que abarcara ese periodo concreto, corto pero intenso, sería tan necesario como ciertamente absolutamente ambicioso, con el añadido de que nunca antes se había contado la debacle de esa dictadura desde sus propias entrañas.
Por si fuera poco, Rafael Archondo había escrito que esa historia, ésta, parecía una historia de película. De modo que el nuevo proyecto comenzó siendo uno cinematográfico que lo llevé de taller en taller. No acabó en el cine pero fue en esos talleres donde finalmente pude asumir el enorme reparo que tenía de contar esta historia en primerísima persona, desde la cronista que soy y, más aún, asumir “sin pena”, sin sonrojos, el amor de una hija a un padre al modo en que lo hace el colombiano Héctor Abad Faciolince con el suyo, en esa hermosa novela de nombre El olvido que seremos, que todos quienes leían mi texto, me recomendaban leer.
Y es que mi segundo reparo era aún más complejo: ser públicamente –a pesar de la valiente epopeya- orgullosa hija de un militar en un país, en una América Latina, crecida “a golpes” del militarismo. Complejo pero no difícil porque desde mi memoria de niña que narra esta historia, mi papá fue siempre y hasta el final mi mago. Un Papa Noel caído del cielo en paracaídas para alegría de los niños del barrio, un cómico en el escenario del comedor familiar, el mejor cuenta chistes del mundo, un arreglacositas preciso, maestro del disfraz, dibujante, arquitecto, pintor, carpintero, coreógrafo, bailarín, cantante en el karoaoke de los jueves, escenógrafo sin igual, actor, piloto, mago, mi mago. ¿Cómo matar a un mago así?
De ninguna manera. Porque su huella nos enseñó el camino correcto y porque los magos nunca mueren.