¿Qué es el mar para quien no lo tiene? ¿Puede alguien aburrirse con esa masa inquietante, bella, atemorizante? Para un boliviano, ¿puede ser algo distinto a un deseo de redención?
Recuerdo estar viajando solo por México y ver el mar. Ver esa línea horizontal me fascinaba de sobremanera. Cómo si fuera un alien, un disco volador aterrizando para extinguir a la raza humana.
Los demás, los de Puerto Vallarta y el resto del mundo, no lo ven así, sino como algo que siempre ha estado, algo aburrido.
Cuando bajo del taxi, estoy rodeado de estadounidenses y de cosas que se pagan en dólares. La brisa caliente me limpia la cara como un paño húmedo, me llena los pulmones y siento que voy flotando. Me dirijo a la playa y toco ese magma azul, lo escucho frotarse con la tierra, me saco una foto con él y se la mando a mamá para que sepa que estoy bien.
El apartamento que alquilé está lleno de cucarachas y gusanos que se comen un libro. Una chica en la farmacia en la que compro insecticida reconoce mi acento y me dice que ama La Paz. Esa noche concreto dos ideas sobre los bolivianos: que tenemos acento, aunque no queramos admitirlo, y que nunca podremos enfrentar cucarachas de ese tamaño.
Huyo del departamento después de pelear con el dueño y exigir que me reembolse el dinero. La aplicación me pide fotografías que no tomé porque huí como si las cucarachas tuvieran un AK-47. Así que espero que basten las fotos de las sábanas sucias y mi palabra.
Después de buscar en varios hoteles y aterrarme por el precio, encuentro habitación en un hostal que puedo pagar y que compartiré con ocho extraños.
Al día siguiente voy a la playa en un tour carísimo que pagué porque estaba harto de estar solo y para eso trabajo, o trabajaba. Debo ir con dos gringos simpáticos de Alaska y una pareja colombiana, pero me retraso, así que se cansan de esperar y se van sin mí. El cambio de horario en México me marea porque nosotros sólo usamos uno.Llego en un taxi que me cuesta aún más dinero, pero el tour ha sido tan caro, que no puedo permitirme perderlo. Me encuentro con el guía casi por milagro: un chico moreno, delgado y con una sonrisa melancólica, que parece estar feliz por estar triste.
Nos lleva por las montañas verdes a distintas playas cerca de Puerto Vallarta y me quedo absorto con los paisajes. Hace semanas que estoy enfermo por haber sido permeado por una lluvia torrencial en el Estadio Azteca y los pulmones me aniquilan. Aunque el aire caliente amortigua el dolor, tengo que retrasarme cada tanto para expulsar las flemas que me atraviesan la garganta como un alambre. Cuando llegamos a la primera playa me parece que estoy ante una postal de esas que te muestran en las agencias de viajes increíblemente costosas. Arena, chozas de palmas y el alienígena azul. El que nos quitaron los chilenos y no conocí sino a los veinte años; aunque la gente con mar me dirá que lo conoció incluso después. Es que se puede ir a verlo en cualquier momento porque siempre se puede atrasar una cita segura.
Siento que el oleaje mueve la arena áspera en la que me paro y me invita a flotar. Nado hacia el horizonte hasta que no toco el fondo y me siento en la boca de algo que no entiendo y me aterroriza.
En la playa hay muchas extranjeras lindas, aunque no pienso en eso porque estoy en la peor forma de mi vida y sé que no tengo chance. También hay un perro corriendo, yates y, cuando entro al agua, no puedo creer que ese mar sea el mismo que conocí en Chile. Ése tan frío, tan apático y doloroso, y tan tibio y arropador ahora. Tan coqueto.
Siento que el oleaje mueve la arena áspera en la que me paro y me invita a flotar. Nado hacia el horizonte hasta que no toco el fondo y me siento en la boca de algo que no entiendo y me aterroriza. Vuelvo la vista a la playa y veo al guía apoyado en una piedra mientras revisa el celular y esporádicamente dirige su mirada al mar; se nota que lo conoce y lo ama, aunque antes me haya dicho que ama más a los gringos y al “money”. Me dijo también que nunca antes había conocido a un boliviano, mientras se reía sin maldad de mi acento. El acento que ya convení que tenemos y marca la erres: rratón, rratero, rremate.
Sumerjo la cara en el agua y veo miles de brillos suspendidos, puntos de oro iluminados por el sol. Siento que soy rico y que estoy en una bañera gigante llena de tesoros. Aprendo que el mar puede ser un lugar de ocio y no de redención, no de dolor por no tenerlo y por haber fallado en nuestros intentos de recuperarlo.
El asunto del mar en Bolivia es una cuestión sociológica: lo queremos y no lo conocemos, hasta que lo conocemos y no estamos seguros de quererlo. Es tan igual y tan diferente en cada parte del mundo.
Cuando salgo del agua y seguimos el viaje, hay otras playas más, pero las olas son fuertes y siento que podrían tumbarme si entro. “Entraré en la siguiente”, le digo al guía. Pero no hubo siguiente porque en la última playa entramos a un restaurante y se nos hizo tarde. Huimos de la luna en un bote que iba dando saltos en el agua y no volví a mirar el mar.
Critiqué tanto a los que normalizan al alienígena y terminé haciéndolo también. Lo dejé para después, cuando lo único que soñaba de niño, dentro de esa aula blanca con pizarrón y piso rumiante, era conocerlo y recuperarlo con un fusil al hombro. Todo lo nuevo deja de ser nuevo en cuanto lo descubres, ésa es nuestra condena y nuestro motor como especie.