PRÓLOGO al libro El color de las ovejas negras. Crónica de un parricidio
El color de las ovejas negras es un libro detallista que rearma los tableros de ajedrez que subieron y tumbaron a García Meza. Recupera la memoria paterna para desandar el escalafón militar —la familia del poder— y las acciones de quienes tuvieron significado en los momentos agrios y sanos de la existencia personal, escribe Diego Fonseca, en el prólogo al libro de Cecilia Lanza.
Bolivia es un familiar lejano.
Para quienes vivimos en Sudamérica —argentinos, chilenos, colombianos, brasileños y más—, ese país que semeja una bota de vino viene a nuestra cabeza cuando ocurre una anomalía. Como esos tíos distantes que un día golpean a la puerta de casa y nos hacen recordar —caramba, pero claro— que había una familia más allá de los que nos vemos la cara a diario.
Cecilia Lanza nos recuerda a ese familiar lejano con la historia de uno muy cercano: su padre.
El teniente coronel Emilio Lanza —el papá de Cecilia— fue comandante del Regimiento Chichas en Tupiza, en el sur del país. Un tipo que gusta de la amistad, dice su hija. Simpático, hacedor de bromas. Un hombre con el padrenuestro colgado en las paredes de la casa. Milico —que en nuestros países es una categoría especial de persona—, pero entrador.
Lanza —Emilio, el protagonista y padre— sintetiza una porción de aquella Bolivia rancia. Militar de alguna prosapia familiar en una sociedad conservadora, de quien se espera que se case bien con una chica de familia selecta. Un hombre que la hija descubre complejo, que “se acerca al pueblo próximo a él por interés, convicción o vaya uno a saber por qué”.
Pero Lanza —como lo llama Cecilia— fue también un hombre con singularidad política: él y otros pocos militares entraron un día a la comandancia de la Escuela de Armas de Cochabamba para decirle al general Luis García Meza que hasta ahí llegaba. Que era hora de que él, dictador muy de suyo, renunciase y dejase asumir a un militar serio. Lanza y los suyos, dice Cecilia, estaban hasta el cuello de ver cómo un milico jodía a los mismos milicos. Así que durante un tiempo complotaron y finalmente golpearon la puerta. Fueron el tío inesperado de García Meza.
El golpe al golpe fracasó. La caída de García Meza tomaría un tiempo más, pero la suerte, como dicen en las pelis, ya estaba echada. A Lanza padre lo apretaron, le enviaron un batallón a rodear su regimiento y lo rindieron —él pidió que no toquen a los suyos, soldados, esposa e hijos: la familia. Luego se fugaría de una cárcel militar escondido en un barril para evitar que lo maten y volvería a levantarse otra vez, sólo para tener que escapar al exilio. A García Meza, los acelerones de Lanza y otros oficiales debieron alertarle que las papas quemaban, pero mucho no consiguió. Un tiempo después, desgastado por su corruptela veloz, renunciaría y se fugaría a Brasil antes de ser extraditado, juzgado y enviado a la misma prisión donde encerraba a sus enemigos. Lo reemplazó otro dictador —y todo quedó en familia.
Lanza —Cecilia, la autora e hija— regresa varias décadas para reconstruir la historia de su padre enhebrada con la turbulencia de la Bolivia de los 70s y 80s, tiempos de militares criminales y guerrillas desaforadas. La familia y la vida personal son una excusa para zambullirse en los tiempos recios, desde los prolegómenos del golpe contra el gobierno de Lydia Gueiler a las fiestas con whisky, taba y mujeres del dictador.
El color de las ovejas negras examina el detrás de escena de esa brutalidad. El teniente coronel Lanza comanda su regimiento de paracaidistas mientras ve los escándalos bordar el lamento boliviano. Su estallido moral —semi spoiler— llega viendo en un Betamax cómo la prensa de Estados Unidos relata los vínculos entre el gobierno de García Meza y el narcotráfico. El desplante contra el dictador —semi spoiler, again— comienza, cómo no, como una conspiración en familia, cuñados y hermanas traduciendo del inglés las acusaciones de la prensa en la sala de la casa y distribuyéndolas en fotocopias a quien quisiera.
Lanza hija retrata de la mano de Lanza padre el entretejido de la vida cotidiana con la Historia, un guiso donde nunca se sabe bien cuándo lo privado define lo público o cuándo la vida social y política toca hasta el hueso la existencia de padres e hijos. En el diminuto círculo social del teniente coronel Lanza y su familia, en Tupiza, un poblado pequeño más cerca de Argentina que de Bolivia, se juegan todas las tensiones del país entre vecinos. Quien vive a una cuadra puede ser adversario; el que pasa en la bici, un enemigo. Esa Bolivia reconocible de pueblo chico e infierno grande —lo familiar— permea toda la historia de Lanza padre y Lanza hija. En los salones del Rotary Club podían tomar café los burgueses de la zona y los milicos, los amigos de los guerrilleros y los extraviados. En la escuela y las fiestas se veían madres y críos de unos y otros.
El color de las ovejas negras es un libro detallista que rearma los tableros de ajedrez que subieron y tumbaron a García Meza. Recupera la memoria paterna para desandar el escalafón militar —la familia del poder— y las acciones de quienes tuvieron significado en los momentos agrios y sanos de la existencia personal. En el libro conviven un editor comunista con decenas de militares viejos y caídos hasta la familia de un militante de derechos humanos. Klaus Barbie, Pablo Escobar y el narco mexicano Rodríguez Gacha. La sombra omnisciente y omnipresente del zorro Hugo Banzer. El hermano e hijo gay, exiliado por la intolerancia de todos, incluido el silencio de Lanza padre. Los mineros de Lechín. El Plan Cóndor y los milicos argentinos asesorando a sus pares bolivianos. La Paz, Cochabamba, Quito, Buenos Aires, Lima y Washington. El terrorismo de Estado y la llamada guerra sucia. Ronald Reagan. Una masacre. Espionajes y traiciones.
Poco después de la caída de García Meza, Emilio Lanza regresaría a Bolivia de su exilio en Ecuador y Argentina. Llegaría a general pero ya no tendría acción en el país: sus camaradas lo enviarían a destinos distantes para evitarse problemas. En uno de sus retornos, los mismos milicos de sus adoradas Fuerzas Armadas volverían a enviarlo a prisión, ahora acusándolo de ladrón. Lanza padre ya estaba mayor y cansado. Eso terminó por debilitar su corazón, dice Cecilia.
“Deshacerse de la gruesa piel que nos dejaron tantos años de dictaduras militares fue para todos una tarea larga y difícil”, escribe Lanza, la hija y autora. “Bolivia vivió todavía muchos años sobre aquellos cimientos y costumbres, arrastrando dolores, traumas, recelos que incluso cuatro décadas después se reavivan de vez en cuando”.
El hijo gay, aquel a quien Lanza no había aceptado, demostraría que siempre es posible superar los tiempos agrios: después de años, regresaría de Francia a Bolivia para acompañar a su padre en sus días finales. Lanza murió en familia.