Para ser valientes no hacen falta cojones. Porque dar la cara maquillada desafiando el orden milenario y labrar con paciencia infinita el lugar del Tercer Sexo merece mucho más que el reconocimiento legal, merece respeto y, a su modo, celebración perpetua.
Las musas del Tercer Sexo viven en manada. Su casa está, dicen que dicen, cerca al puente Abaroa en la Avenida Buenos Aires de la ciudad de La Paz donde este no es un secreto. Porque las travestis son por aquí parte del paisaje cotidiano, vecinas de la zona, amas de casa comunes y corrientes de no ser por el exceso: maquillaje, silicona y mucha carne.
Primero fue su comadre, luego Joana, luego Candy, Barbarella, Noelia y finalmente Joseline. “Los mil nombres de María Camaleón”. Así apareció Candy que bueno, que ya, que compartirá su historia por el bien de las compañeras –dice- para que la gente las conozca y deje de andar discriminando.
La cita es en esa calle del pecado de nombre Muñecas. Días después, cómo no, de vuelta en el puente Abaroa y, como toda Diva que se precie, ella llega tarde y acompañada.
Candy
El nombre que figura en su carnet de identidad no importa, hace rato que ella es Candy para siempre. Es fundadora de la primera Asociación de Travestis de La Paz. Toda una osadía que lidió no sólo con el septenio banzerista sino con las golpizas policiales y la terca homofobia de los hijitos de papá que montados en elefantes de lujo arrancaban el safari en cacería de maricas.
Candy pasó una buena parte de su vida haciendo pieza. Y es que la calle es el espacio casi natural de estas sirenas nocturnas que por un lado no caben en un empleo común que las mira con mala cara, y por otro lado, por el puro gusto de hacer pieza. “Para no perder la costumbre”, ríe Candy con el gusto entre las piernas aunque ella se casó hace 18 años de blanco con torta y fiesta, y ahora tiene un negocio en la zona norte de la ciudad. Es una señora que, sin embargo, alguna que otra noche se larga a la avenida Kennedy para visitar a sus amigas y de paso hacer pieza, como quien milita en la memoria de la resistencia. Ella sonríe como única arma y lo hace con cuidado, luego habla con esa voz femenina que de tanto practicarla ya es suya para siempre.
Se ha puesto falda larga, tacones altos, muchas joyas, las uñas largas, rojas, el cabello castaño, enrulado. Lleva lentes que atenúan en algo el exceso que convoca las miradas. “Me siento mujer plena, realizada, desde siempre”, asegura risueña y serena.
Su historia se multiplica por mil. Candy odiaba las clases de educación física porque odiaba el fútbol tanto como sus compañeros a él, tan delicado, tan femenino, tan marica. Su padre lo llamaba maricón, la gente murmuraba, sus conocidos también, hasta que decidió cortar el asunto de raíz y un buen día se marchó de la casa para preservar el buen nombre de su padre y para no dejarse morir. Se vistió como mujer para siempre y se puso a trabajar como empleada doméstica. Estudió secretariado, también peluquería y sobrevivió. Para entonces ya trabaja ofreciendo sus servicios sexuales en la Kennedy y esa escuela le templó el carácter. De modo que, valiente, volvió a su casa y esta vez los convenció: “Soy humana, soy normal”, les dijo. Y a su tono sereno y amoroso debe ser difícil resistirse. “He nacido en un cuerpo de hombre atrapado como mujer”, sentencia la Diva.
Candy repite lo que todas ellas decretan y habrá que creerle: “El travesti no se hace, nace”. Y ser homosexual en plenos años 70, en el auge de la dictadura banzerista, debió haber sido algo más que una osadía. Lo dice sonriendo pero lo que vivió no es ningún chiste. La risa es también un mecanismo de defensa. Nada más provocador para un milico que un maricón. De modo que las veces que aparecieron hordas uniformadas para cargarse a los maricas al cuartel son incontables. Candy vuelve a reír. Un reflejo para preservar la dignidad. Ese fue el precio. Porque para luchar por sus derechos el primer paso fue mostrarse, sacar pecho, maquillaje, pelucas y qué. Y mostrarse significó exponerse a todo. Todo. Candy lo hizo. Ellas lo hicieron.
“El travesti no se hace, nace”. Y ser homosexual en plenos años 70, en el auge de la dictadura banzerista, debió haber sido algo más que una osadía.

Barbarella
Barbarella era hermosa y demasiado alta no sólo por las botas de China Supay que calzaba sino porque la pareja a quien había osado besar en el palco oficial era diminuta. Pero cuando se tiene todo el poder, el tamaño es francamente irrelevante. Por eso, Hugo Banzer Suárez tardó en reparar en que aquella enorme hermosura era el travesti más cotizado de la festividad del Gran Poder.
“Ella se acercó y le dio un beso, yo estaba atrás”, cuenta Candy, sirena memoriosa. “En esas épocas hacíamos furor. Morenada sin China no era nada”, carcajea una vez más, domina la voz ronca, endulza el rostro maquillado.
Barbarella: el último suspiro libertino finalmente ahogado aquel otoño del setenta y tantos. Porque dicen por ahí que, enterado el Dictador, prohibió ese mariconaje tramposo contrabandeando democracia fuera de lugar.
Barbarella fue bautizada como Pedro Zoilo Alayza Luna el año 1945 en la ciudad de La Paz. De modales refinados, demasiado alta y bella, pronto se convirtió en el centro de atención de los jóvenes homosexuales que comenzaron a aglutinarse alrededor suyo. Se conformó entonces la primera agrupación gay del país llamada Mysterius Queens Club / El Club de las Reinas Misteriosas. De hecho, en 1971 Barbarella organizó en su casa la primera coronación gay, ya mítica en la historia no oficial boliviana, por sediciosa, porque el mariconaje en dictadura desquiciaba al extremo el orden oficial. Un evento cargado de significación política, porque más allá del Tercer Sexo o la mera rabiosa provocación, lo que en verdad se jugaba eran las libertades democráticas y al ruedo acudieron pandilleros y simpatizantes con la intención de proteger a las reinas maricas que, a pesar de todos los pesares, terminaron en las celdas policiales.
No hay mal que por bien no venga. Porque tras el escándalo llegó la notoriedad. Barbarella no paró en el afán provocador de mostrarse marica y qué, hasta que en 1987 se trasladó a Santa Cruz donde su trabajo como estilista fue ampliamente reconocido. Vivíamos ya en democracia: estética y política cruzaron y Barbarella ganó incontables concursos y obtuvo decenas de reconocimientos. Barbarella reinó varias veces, la última fue en 1996 como Señora Gay de Bolivia. Tres años después, la reina perpetua de los gays bolivianos murió y hoy descansa solitaria en el cementerio jardín de la ciudad de La Paz. Pero Barbarella no está sola. Su beso volvió para ser millones.
Sirenas
Una vez más en la Kennedy y la que se acerca es ella: esta sirena llamada Joseline, nombre cotizado en la poética del rebautismo gay. Más que un nombre, un espacio simbólico de identidades intercambiables en el que ellas se desean y son la quieran ser.
Joseline no vivió la intensidad de los años 70 porque ella vino después, directo a la calle donde trabaja hace 20 años. Joseline no oculta nada porque no hay nada que ocultar. Ella tiene claro que una cosa es su trabajo y otra su vida privada. En este proceso larvario, Joseline es de las pocas afortunadas que hoy es trans-sexual.
“Me operé entera”, cuenta radiante con un ademán que recorre sensual todo su cuerpo. “Se fueron todos mis ahorritos. Soy mujer”, sus ojos brillan.
Barbarella, Candy y Joseline son la dramatización de la denuncia ante la violencia cotidiana que vivió –dictadura y democracia- y que en muchos espacios todavía vive esa marginalidad genérica negada, invisibilizada por la intolerancia del sistema en el que una tercera opción sólo cabe en el desquicio.
Por eso, estas sirenas se tragan las lágrimas y el dolor del camino andando y nos prueban que no hacen falta cojones para ser valientes. Porque dar la cara maquillada desafiando el orden milenario y labrar con paciencia infinita el lugar del Tercer Sexo merece mucho más que el reconocimiento legal, merece respeto y, a su modo, celebración perpetua.