¿Tienen los muertos trabajo por hacer, como se pregunta la dramaturga Teresa Dal Pero en el libro “Adentro”, que reúne sus obras teatrales? No se sabe, pero lo que sí es cierto es que la artista fallecida en 2020 nos ha dejado tremendo trabajo para mirar, escuchar e ir por la vida armando diversos entramados humanos.
Ser fichas de rompecabezas. Suena mal si se piensa en figuras rígidas obligadas a acomodarse a un todo preconfigurado. Pero, ¿y si descubriésemos que podemos ser parte que fluye, piezas inteligentes y sensibles; de que no hay un todo sino muchos todos que se arman y desarman todo el tiempo y que tomar conciencia de ser en todo ello es un poder?
Semejante idea, más bien revelación, más bien instrumento, llega de la voz de Teresa Dal Pero plasmada en las obras teatrales que dejó escritas y que de manera póstuma están publicadas en el libro Adentro (edición de Soledad Ardaya y Marcelo Villena).
La palabra de la actriz y dramaturga italiana está, pues, impresa. Leerla es revivir a Tere y entender que fue dueña de esa voluntad de armar algo con los demás, en el escenario y en la vida, cualidad que seguramente tiene que ver con que ella sí supo jugar a armar puzzles y que lo hizo aun en contextos adversos: no todos los humanos son agradables, pero con un poco de esfuerzo se podría conectar con “sus lados luminosos”, como dicen los personajes de la obra Ceremonias.
Algo habrá tenido que ver la condición de migrante de Teresa; algo tuvo que mover en ella el hallarse en un lugar nuevo y tener que buscar a las personas desde, por ejemplo, una lengua distinta para convocarlas, conmoverlas, conmocionarlas. Y viceversa: para encontrarlas, comprenderlas y construir con ellas.
Sin preconceptos, sin bandos, sin definiciones, sin constructos parece difícil avanzar; no es cómodo ir siendo, fluyendo, abriéndose a los demás para formar entramados. Pero, la alternativa, muestra Dal Pero, es el odio, la discriminación, la desolación, la tristeza.
Qué importancia puede tener la conciencia de aquel poder. Pues la misma que tiene el dejar el plano de la individualidad para buscar el del entramado humano.
“Y tampoco me agrada porque es un término, sociedad, que parece no hablar de nosotros. Pobre palabra, no es su culpa, es la nuestra, claro, por cómo la utilizamos. Pero es como si no fuera un término incluyente, como si indicara algo que no nos incumbe. Entonces prefiero palabras como personas, seres humanos”. (Milena, Durante).
La sociedad de individuos celosos de su privacidad, de su mundito, parece haberla palpado Teresa, sobre todo a raíz de su enfermedad, y es la que muestra en Adentro. En la obra, que tuvo una versión virtual en tiempos de cuarentena, cinco mujeres viven una intimidad impensable fuera de una sala común de hospital. Son víctimas ciertamente de la indolencia del sistema de salud encarnado en enfermera, camilleros, las órdenes desde un altavoz y el confinamiento en una cama numerada. Cada una carga con sus dolencias, pero todo es peor por el peso de la soledad y el desamparo que las hace decir en coro: “Dejo de sonreír”.
En esa sociedad hospitalaria poblada por personas despojadas de dignidad y reducidas a su condición de cuerpos enfermos, Teresa, a través de Vargas, revela:
“He empezado a desaparecer. Desaparezco, antes que nada, ante mí misma… Luego finalmente desapareceré completamente… Me vuelvo hueco, me vuelvo olvido. Me siento borrosa y “se ha de ver”, pienso”.
Se ve, pero ninguna de las mujeres está lista para admitirlo por miedo a contagiarse de más soledad. Por eso, cuando Alarcón llora, “nadie va a consolarla” y entonces cobra fuerza lo que Franco siente: un hospital “no es la cura, es el lugar más pretencioso y más ineficaz contra la desolación que yo conozca”.
Como lector, como espectador, se piensa: Si tan solo estos personajes se reconocieran como aliados, también la enfermera que es tan infeliz, tal vez la “señora que nunca se mueve” sería alguien y ninguna de ellas sería desahuciada en silencio porque se quedó sin dinero. Estas enfermas sí son partes de un rompecabezas rígido y por ello no cabe la esperanza.
Ahora bien. El sentimiento de desolación puede no ser ajeno en una familia, como resiente Caperuchita, sólo que esta vez, en la obra Rojas, Teresa Dal Pero se permite vislumbrar el camino: la niña enviada a atravesar el bosque sola y a repetir una historia harto contada, va a descubrir que es parte de algo más grande, de algo que puede llamarse amor, herencia, abuela, madre, y, una vez consciente de ello, está lista para enfrentar su propio camino.
Hay más descubrimientos en las obras de Teresa. Ahí están la Señora Zamora y la Señora Vera, dos extrañas entre sí que, sin embargo, comparten la necesidad de acercarse y observar gente en ceremonias grupales tipo casamientos, bautizos y similares tan llenos de fórmulas y etiquetas. Estas señoras con placeres tan prosaicos resulta que intuyen eso que tiene fuerza de revelación en las obras teatrales de Teresa:
“Detrás de cada pieza hay tantos colores, detalles, muchas historias… que en su mayoría ignoramos, si bien todos juntos representamos y somos una porción de mundo”.
Es cuestión de aprender a mirar. De desarmarse y mirar, como pide el Huésped mudo de Mírame con otros ojos. Y de escuchar, aun a los muertos, como comprenden Toledo y Peredo en (Y aun así) Se mueven. Sin preconceptos, sin bandos, sin definiciones, sin constructos parece difícil vivir; no es cómodo ir siendo, fluyendo, abriéndose a los demás para formar entramados. Pero la alternativa, muestra Teresa, es el odio, la discriminación, la desolación, la tristeza.
“Sólo vale la pena aprender a caminar por la cuerda floja de la vida, con un cuerpo que vibra a cada movimiento interno y externo” (Mírame con otros ojos).