El ingreso de miles de españoles a tierra de los chichas causó revuelo, sí, pero ¿acaso más que la figura de Margarita, la africana que acompañaba a Diego de Almagro?
Día soleado de octubre de 1535. Un ejército de miles de hombres arriba a Tupiza (Jupiza), donde pululan unas 2.000 almas. Es el flamante Adelantado Diego de Almagro, condecorado con un parche negro en el ojo y los cráteres de la viruela loca; le siguen sus capitanes en potentes corceles y una llamativa figura montada en una yegua blanca.
Al verla, una viejita vestida con el viejo poncho chicha (acksu) exclama en su idioma, el kunza:
– ¡No puedo creer! ¿Qué es, pues, esto? Sólo puede ser un castigo de los dioses. Algo va a pasar…
Es la primera vez. Los pobladores chichas jamás habían visto una persona de raza negra.
Hay emoción, expectación, inquietud, alteración, agitación, perturbación, conmoción, convulsión, excitación; un orgasmo colectivo.
La figura es el centro de las miradas; los niños corren tras ella sin importarles ni las hoscas miradas de los seres metálicos que marchan al redoble de los tambores, ni los ladridos de los perros de presa.
–¡Thinchebala (murciélago), latchiratchi (pájaro negro, zorzal), artchi (negra), liq’ cau (mujer)!–, gritan los niños alborozados al ver relampaguear los grandes aretes circulares.
De repente, la mañana resplandeciente se oscurece, atrás hay ciento cincuenta negros encepados por el cuello y que arrastran los pies a plan de látigo. Los bozales estremecen Tupiza. Los niños se han kisado (les ha entrado el miedo).
Hay otro negro sobre un alazán con aires de libertador y liberado. Es Juan Valiente, el capataz de indios, un negro que cabalga a sus anchas por servicios prestados a los españoles.
Ya no sorprende la blanca-blancura de los seres bajados de otro mundo, salidos del mar en unas extrañas naves, con barba y fatigoso ropaje, caballos, mastines y rayos que salen de sus largos brazos metálicos.
Ahora, más que los hombres de metal, los mandingos o kunta kintes son el centro de atención de los chichas.
La mujer de generosas caderas sigue a Almagro por donde él va y ahora es rumbo a Chile. Ella será la primera extranjera en pisar esa tierra, antes que la española Inés del Alma Mía (Inés Suárez), quien llegará en 1540 con la expedición de Pedro de Valdivia.
La africana y el español
La mujer que causa revuelo es Margarita, llamada por el tuerto cariñosamente “la Malgarida”, la africana, un monumento de pañoleta color rojo chillón con motas blancas. Vestida de modo extravagante para Tupiza, una enagua atraviesa su espalda y llega a la cabeza a manera de manto con el que esconde el negro rostro; luce misteriosa, hasta diabólica.
La deslumbrante negra cercana a los 50 años y algo rolliza le roba el espectáculo a Diego, aunque él no lo siente, perdido como está en sus adentros pensando en cómo han cambiado las cosas para él.
De don nadie a mariscal de campo, a gobernador de la Nueva Toledo sin saber leer ni escribir; dueño de una ínsula, en pos de ella va: Tranquilo Sancho, que también de envidia se muere.
Quedó atrás el pasado de niño sin padre y largado de la mano maternal que lo abandonó cuando más la necesitaba. A esa mujer ha buscado antes de cruzar el charco para despedirse; cuando por fin la encuentra en una hidalga casa, es despachado con un portazo en la nariz, panecillos y algunos maravedís.
¿A qué viniste, Diego?
Veinte años buceando en las Antillas y Panamá, dando vueltas como carcancho. Perdiste un ojo y tres dedos de la diestra en aquel pueblo de indios al que arrasaron tus compatriotas y que después llamaron Pueblo Quemado. Debes admitir que tus heridas son efecto de un acto de reacción y defensa de los indios de Puerto de la Cruz, cansados de los abusos de la incursión anterior. Es que los llegados son de lo peorcito que chapaleó el charco de Unamuno.
Lo extraño es que fuiste salvado por un hombre negro. Algunos esclavos están en el momento menos pensado para sacar las castañas a sus verdugos.
Pero, para qué Diego preguntar si estás dispuesto a perder el otro ojo en la aventura de Chiri (así llamaban al sur los incas). Hoy, don Diego Montenegro y Gutiérrez, criado en Almagro, es el Gobernador de Nueva Toledo y va rumbo a Chile, donde le dijeron que brilla otro reino dorado.
Atrás quedaron la cebolla cruda, el pan duro, el queso y el caldo desabridos, este Diego no necesita ya de nadie. Se arropa en la negra y va perdiéndose entre sus pliegues oscuros.
Es en Panamá (1514) donde don Diego conoció la humedad caliente y desbordante de las caribeñas y del África oscura, excitante y salvaje; fueron años de amor secreto que despistó a los mismos cronistas, a los más sagaces que confundieron a la Margarita con la india panameña Ana Martínez, y así la diluyeron entre otras morenas tropicanas, esclavas de los conquistadores, esas que por ser las más oscuras se llevaron la peor parte, el maltrato y el desenfrenado abuso sexual.
Ecos lejanos
– Fui capturada todavía niña y metida a un barco por unos portugueses, en alguna costa africana, ahí pese a mis lágrimas y ruegos, fui forzada; ni contar lo que me hicieron. Total, los de mi color sólo somos objetos, cosas, según la ley. Nací allá por el 1488 en algún lugar del África. Embarazada me arrastraron al Nuevo Mundo, fui subastada por negreros en la isla de Haití. En Castilla de Oro, los amos portugueses estaban a punto de disparar el martillazo final del viernes negro.
– Un momento, parad, pago por ella lo que pidáis, la quiero para mi servicio.
Pero, Diego, ¿vale acaso tanto la negra?; ya está un tanto gastadita y percudida, no pasa de una vieja yegua. Dejó de valer los 12.000 maravedíes que pagó un sevillano cuando compró a la negra preñada de 25 años o los 12 ducados que costó traerla cuando bordeaba los 38.
Margarita, morocha de dientes de marfil destellantes, vale más que el oro que buscaste, Diego. Fue la compañera de tu vida y la madre real que cuidó de tu bienamado hijo Dieguito (el Mozo).
Descansa tranquilo el mariscal fiero bajo la sombra del añejo churqui tupiceño, mientras ordena que las indias tejan prendas para sus hombres: las necesitarán para el cruce de la cordillera.
– Hay que ckoitur (tejer), si no ellos nos van a ckoitur–, dicen las más viejas. En el ckaitu, las lanas son hiladas en el huso, phusca o ruecas de las mujeres chichas.
Por seguridad, nadie puede acercarse al mariscal sino a metros a la redonda. Ella, Margarita, entra y sale de la carpa del conquistador como Pedro por su casa. Ella lo abanica y le presta consuelo.
Cuando sale del campamento, hay gente esperándola siempre: los niños revolotean como mariposas a su alrededor, los hombres y mujeres le piden que les lea la suerte y el destino, y ella, riendo, no se hace rogar.
Margarita no fue la única en llegar a Chichas desde lejos; con ella vino un centenar de mujeres yanaconas del Birú, cuzqueñas (que llegaron con Paullu), kollas y hasta yamparas enviadas por los caciques del Kollasuyo, de Charcas. Adosadas por el propio cacique yampara Francisco Aymoro, acompañaron a los conquistadores como cocineras y sirvientas, encargadas de los trabajos más humildes: lavar la ropa, cocinar el puchero y, por las noches, calentar a sus amos y cumplir con los menesteres más apremiantes.
A la sombra del churqui
Margarita, morocha de dientes de marfil destellantes, vale más que el oro que buscaste, Diego. Fue la compañera de tu vida y la madre real que cuidó de tu bienamado hijo Dieguito (el Mozo). Es quien te arropó en el Darién, Cajamarca, Cusco, Pari, Tupiza; la que te entregó el alma sin pedir nada a cambio, la que descongeló la nieve de tu carpa, la que fue tras de ti por media América, a la contagiaste de sífilis y que aun así te siguió fielmente.
Cuando sale del campamento, hay gente esperándola siempre: los niños revolotean como mariposas a su alrededor, los hombres y mujeres le piden que les lea la suerte y el destino, y ella, riendo, no se hace rogar.
El subconsciente traiciona, a veces de mala manera; la Malgarida, como la llamas, en realidad es la “mal querida”. Su color no puede eclipsar tus ansias de remontar la escarpada cumbre de la movilidad social y por eso está en el lugar que está. ¡No, pues!, ¿dónde se ha visto, un adelantado de su serenísima majestad, un mariscal, un gobernador, andando del brazo con una negra?
No supiste mostrarla con ropa fina, alguna camisa blanca, un rebozo, un faldellín de llamativo color, medias de seda blanca; acicalarla con algún rascamoño de oro, con perlas, o lucirla en las fiestas con un rosario de oro en la garganta.
La tenías ahí, oculta, guardada, mimetizada para que no levante sospechas. Y como la amabas, no podías prescindir de ella, y para tapar las cosas, le inventaste el cargo de custodia o guarda de Dieguito.
Cuando Almagro llegó a Tupiza se topó con un problema de logística: los chichas no tenían suficiente maíz para alimentar a semejante ejército, menos para facilitar provisiones con que seguir la travesía a Chile; por eso tuvieron que esperar la próxima cosecha, tú echado debajo del churqui por lo menos seis meses.
Miles de escupitajos y bolas de hojas de coca masticadas tiradas en el suelo (ckuta, dicen los chichas) cerca del churqui: es lo único queda del paso de Almagro y las huestes incas por Tupiza. ¡Ah!, si hablara el árbol.
Más allá, en el cielo del paso de la Cordillera de los Andes, cientos de chiwintos (buitres) vuelan en círculo como presagiando lo que le espera a la expedición.
Una narrativa exquisita de verdades históricas que no las aprendimos en la escuela tradicional.
Vladimir Arancibia, es lo que muchos de nosotros que buscamos verdades incómodas, llamaramos ” un paladín e investigador de acontecimientos históricos “.
Felicidades querido Vladimir….