Crítica
El tercer premio del Concurso de Crítica Amateur de Teatro, convocado por el Festival Internacional de Teatro de Santa Cruz 2023 y la Revista Rascacielos, es para Ayda Marian Ayala (Mar). El jurado destacó la capacidad de la autora para introducir al lector en la trama de la obra apelando a lo humano, a lo comunitario del teatro.

Fotografías de Souza e Infantas
Voy poniendo en orden las primeras letras y palabras que van a confabular un instante que viví y que, como alguna vez escribí en Facebook, es muy difícil de explicar. Citándome a mí misma: “Encuentras algo en el teatro, te vas a casa con una vibra deliciosa. Tratas de contarle lo vivido a alguien y entonces reentiendes qué es intransferible e indocumentable. Saboreas mil veces el recuerdo en tu cabeza y duele que las palabras no alcancen. Lo guardas en el lugar donde pones lo intangible: algún amanecer, un desayuno, unos besos clandestinos, un momento en el teatro…”. En este entendido, entonces, asumo este reto, esta convocatoria, este deseo de comunicar sabiendo que ya perdí.
Decidí que el 2023 sería el año de transitar el Festival Internacional de Teatro “Santa Cruz de la Sierra” como público, desde bambalinas. Ver las calles de esta ciudad que visité tantas veces convertidas en un libro de cuentos fue de una emoción que me hizo derramar café de la plaza sobre mis vestiduras y así, con la blusa manchada, fui a la que sería mi primera obra de este viaje. Empezar con La última horquilla fue una de las confabulaciones más mágicas de los dioses del teatro para esta mi experiencia con el arte escénico. Convencí a mi familia de ir, siempre en la contradicción de ser tentados por el teatro o reacios a la insistencia voraz de la Mar.

En las nubes
Una vez en la sala, nos recibe una disposición de luces entre azules y blancas que pretenden de manera muy gráfica y sin temor ocultar un montón de lo que parece ser una fibra blanca a una altura de aproximadamente 50 centímetros, con un perímetro que deja al descubierto el escenario. Me parece muy arriesgado mostrar sin nada de pudor el artificio para la convención, como si un mago dejara un poco adrede algunos cabos sueltos de sus trucos antes de empezar su espectáculo. Situación que, lejos de alejarme de la promesa escénica, hace que yo aumente las apuestas. ¿Quién es este mago que confía tanto en su trabajo, que deja sensualmente al descubierto su maquinaria?
Se apagan las luces y el ritual empieza. De la fibra salen dos niñas vestidas de camisas floreadas y shorts, como si quien las vistiera quisiese que se vean lindas, femeninas, pero que eso no impida en ninguna medida que se diviertan. Conversaciones sobre horquillas, cocodrilos y verdades, un diálogo que lleva una sonoridad infantil paceña, que de ser tan inocente las conduce a las preguntas filosóficas que los niños no saben que se hacen y ante las que los adultos del público nos reímos en una complicidad familiar al escucharlas charlar. Así será siempre, así se sentirá siempre el hablar de Cicí y Lelé.
De pronto, el montón de fibra deja de verse y medirse, y se convierte en este cielo en donde habitan Cicí y Lelé; este lugar blanco e infinito que acoge de tal manera a las actrices, que hace que los perímetros se cancelen, que la promesa del mago se cumpla, que el artificio se dé. Una puesta en escena de un carácter poético tal que funciona como dispositivo para el diálogo, el ritmo, el conflicto, las tensiones y narrativas de la obra. Cici tiene la necesidad de atar, de enganchar un recuerdo con otro, está en busca de la verdad; un conflicto infantil digno de Arístides Vargas. Lelé, como antagonista, parece que interrumpe de maneras muy creativas el objetivo de Cicí, y como excusa entre interrupción e interrupción nos hace viajar por la vida de la protagonista.
Descubrimos de esa manera el contexto histórico, cultural y nuestro en el que se sitúa la obra. Los derrumbes de las casas en los cerros de La Paz. Dicho así, como titular, es otra noticia fatal. Verlas jugar entre los vestigios del desastre es una suerte de un humor negro que te hace llorar riendo, como sólo el teatro bien hecho puede lograr; te pone en los zapatos de quien busca los restos de su casa y los restos de sus recuerdos jugando entre la mazamorra.

El aterrizaje
Lelé y Cicí cayendo. Momento de la obra en la que el dispositivo se luce, en el que el cuerpo lúdico de las actrices también lo hace. La tensión dramática y el conflicto están presentes, pero todos estamos cayendo, sabiendo que después de una caída normalmente o aterrizas o “¡pun!” y “¡auch!”. Entonces llega el hastío. La tensión dramática llega a un punto climático en donde el público está tan conectado al objetivo de Cicí que se cansa. Las preguntas de la protagonista y su necesidad de atar se han convertido en nuestras preguntas, en nuestra necesidad de atar y no vamos, por ningún motivo, a aguantar otra interrupción por más divertida que sea.
“Para recordar hay que preguntar”, es un texto que recuerdo de la puesta en escena y es el principio del aterrizaje. La obra en busca de desenvolverse y nosotros, público, junto a la protagonista y frente a la posibilidad de la verdad. El objetivo de Cicí se logra, el público festeja y llora con la protagonista, la tensión se aplaca, aterrizamos. Vuelven a aparecer los perímetros, descubro a mis familiares con lágrimas y avergonzados porque el teatro es un ritual en comunidad. Vuelvo a casa, lo vivido sobrevuela la cena y todas las presentaciones que vi en el Festival; sobrevuela mis desayunos de mayo y mi trabajo en teatro. Queda decir gracias.