En la ruta de un padre médico, podría titular el relato de este viaje hasta Vallegrande, al hospital Nuestro Señor de Malta, hace tiempo desplazado por San Ernesto, el Che.

Fotografías de Ivar Méndez
Era mediados de los años cincuenta y mi padre acababa de terminar la carrera de medicina en La Paz. El próximo paso era hacer el Servicio Social Rural Obligatorio, que en esa época se llamaba “el año de provincias”. Este servicio era, y todavía lo es, un requisito para acceder al título en provisión nacional que autoriza el ejercicio de la medicina profesional en Bolivia. En esa época los médicos recién graduados eran a menudo los únicos que prestaban atención de salud a la mayoría de las poblaciones fuera de las ciudades capitales de Bolivia. El internado rural sigue siendo un pilar de la atención médica rural en Bolivia.
A mi padre le asignaron Vallegrande. Allí hizo su internado rural en un pequeño hospital dirigido por monjas misioneras alemanas, llamado Nuestro Señor de Malta en honor de un Cristo negro cuya imagen, según las tradiciones orales, llegó a Vallegrande desde la Isla de Malta en las turquesas aguas del Mediterráneo. Nunca habían asignado un médico para ese hospital y las monjas esperaban con impaciencia al primer interno destinado a Vallegrande.
El largo viaje desde La Paz era difícil, ya que las carreteras al interior del país eran escasas y estaban en muy mal estado. Aunque esta situación ha mejorado con los años, sigue siendo difícil viajar por la Bolivia rural. Mis padres se habían casado pocos meses antes y mi madre esperaba su primer bebé, mi hermano mayor Gustavo. El único medio de transporte disponible para ir a Vallegrande era un camión de ganado, así que mis padres compartieron la cabina con el camionero que llevaba una carga de vacas.
Mi padre recordaba con cariño su estancia en Vallegrande. Fue una época de sencillez, descubrimiento y servicio a los demás. Mis padres vivían en un pequeño apartamento dentro del recinto del hospital, al lado del convento de monjas. Éstas no sólo administraban el hospital, sino que atendían a los pacientes como enfermeras. También dirigían un orfanato para niñas. Con la ayuda de las niñas huérfanas, las monjas cosían toda la ropa blanca, lavaban la ropa y preparaban cada una de las comidas para los pacientes y el personal del hospital. Mi madre aún recuerda los deliciosos platos preparados por las manos de las monjas y la entrega de leche fresca y pan que cada mañana llevaba una de las niñas del orfanato. El talento para la cocina y la repostería despertó en mi madre durante su estancia en Vallegrande; aprendió de las monjas a preparar muchos platos europeos que deleitarían el paladar de nuestra familia en años venideros. Mientras escribo estas líneas, el aroma a canela de su strudel de manzana se genera en las conexiones neuronales de mi memoria olfativa.

Mis padres vivían en un pequeño apartamento dentro del recinto del hospital, al lado del convento de monjas. Éstas no sólo administraban el hospital, sino que atendían a los pacientes como enfermeras. También dirigían un orfanato para niñas.

Como único médico del pueblo, mi padre estaba muy ocupado y adquirió una enorme experiencia en el tratamiento de todo tipo de afecciones. Con la ayuda de las expertas monjas enfermeras, atendió innumerables partos, todas las urgencias y muchas intervenciones de cirugía general. Fue en Vallegrande donde tomó la decisión de convertirse en neurocirujano, ya que los pacientes con problemas neuroquirúrgicos no tenían adónde acudir; esta especialidad era casi inexistente en Bolivia en aquella época. Muchos años después, en una tierra lejana, seguí los pasos de mi padre.
Desandar el camino del padre
La oportunidad de visitar Vallegrande se me presentó, hace algunos años, durante un viaje a la ciudad de Santa Cruz. Vallegrande se encuentra a unos 250 kilómetros de esa capital y es un destino popular por el ahora famoso circuito turístico llamado la “Ruta del Che”, el mítico guerrillero Ernesto Che Guevara, que también era médico. El Che murió en esta zona durante su fallida campaña guerrillera boliviana en los años sesenta.
El 8 de octubre de 1967, el Che y sus exhaustos guerrilleros fueron emboscados por el Ejército boliviano en una hondonada de maleza llamada la Quebrada del Churo. El Che recibió un disparo en la pantorrilla izquierda y otra bala inutilizó su carabina M-2. Fue capturado y llevado a la pequeña aldea de La Higuera, a pocos kilómetros de la Quebrada del Churo, donde fue recluido en la escuelita de adobe de una sola habitación de la aldea. Fue interrogado y ejecutado al día siguiente. Su cuerpo fue trasladado en helicóptero a Vallegrande y expuesto en una lavandería de hormigón donde se lavaban las prendas blancas utilizadas en el hospital Nuestro Señor de Malta. Una procesión de gente del pueblo se reunió en el lavadero para ver el cuerpo. Parecía extrañamente vivo y rápidamente se extendió el rumor entre las monjas del hospital y los habitantes de Vallegrande de que el rostro del Che tenía un extraño parecido con Jesucristo.
Llovía fuerte cuando llegamos a Vallegrande tras ocho horas de viaje desde Santa Cruz. La plaza principal del pueblo revela sus orígenes coloniales; fundada por los españoles en 1619, la clásica configuración de la plaza está delineada por una prominente iglesia con torres de piedra y edificios con paseos arqueados. Las calles empedradas y húmedas y el cielo gris impartían a la plaza un aire melancólico.
Mi primera acción al llegar a Vallegrande fue visitar el hospital donde mi padre empezó su carrera de medicina hace más de setenta años y fue fácil encontrarlo, ya que se ha convertido en una atracción turística gracias al Che Guevara. El hospital no ha cambiado mucho desde la época en que mi padre hizo su “año de provincia”. La cubierta de tejas de cerámica roja y el patio interior del hospital, con un exuberante jardín en el centro, me ayudan a imaginar lo que mi padre habría visto cada día.
Un par de árboles de mango abrazan una de las esquinas del jardín y puedo oler su dulce fragancia. El patio está rodeado de pasillos cubiertos sostenidos por columnas blancas que conducen a los pabellones de los enfermos. Aunque algunas partes de la estructura están en mal estado, el hospital sigue funcionando. Las monjas alemanas hace tiempo que se fueron y en 2012, año de mi visita, el hospital estaba dirigido por un contingente de la Brigada Médica Cubana que prestaba servicios sanitarios a la población de Vallegrande desde hace una década. Esos médicos formaban parte de un programa establecido por el Gobierno cubano que exportó personal sanitario cubano por centenares a Bolivia (N.deE. En 2020, el gobierno de Jeanine Áñez los expulsó de Bolivia).

El hospital no ha cambiado mucho desde la época en que mi padre hizo su “año de provincia”. La cubierta de tejas de cerámica roja y el patio interior del hospital, con un exuberante jardín en el centro, me ayudan a imaginar lo que mi padre habría visto cada día.

Como si fuese ayer
2012. Converso con un médico cubano llamado Justo, que trabaja en Vallegrande desde hace dos años. Es de la provincia de Holguín y me habla del significado especial que tiene para los médicos cubanos este lugar donde el Che luchó por sus ideales y por la revolución. Justo permanecerá un total de tres años en Vallegrande como parte de su compromiso con las Brigadas Médicas Cubanas. Después de contarle a Justo lo de mi padre y su internado en Vallegrande, hablamos de medicina, del sistema de salud canadiense, de Bolivia, de Cuba, del Che y de la revolución. Justo me invita a conocer su trabajo y el hospital. Mientras visitamos las salas, intercambiamos ideas sobre casos difíciles. Pienso en mi padre y en los retos a los que se enfrentó como médico recién egresado en una remota comunidad rural con pocos recursos y la pesada carga de ser el único médico del pueblo. Sé que su estancia en Vallegrande cimentó sus ideales de la medicina como profesión de servicio.
“Es hora de visitar el santuario”, dice Justo. Salimos del edificio principal del hospital y nos dirigimos a los terrenos situados detrás. Allí, en medio de un espacio cubierto de hierba, está la caseta de lavandería que albergó el cuerpo sin vida del Che en 1967. Sus paredes están cubiertas de graffitis, poemas, lemas y sentidas palabras de homenaje. Unas flores artificiales dan un toque de color a la sombría lavandería de hormigón que albergó su cuerpo.
Somos los únicos visitantes, pero Justo me cuenta que el lugar recibe a decenas de turistas que recorren la “Ruta del Che”. La mayoría vienen por mera curiosidad, pero para algunos, visitar el santuario es una especie de peregrinación. Para los habitantes de Vallegrande, el Che no sólo se ha convertido en una fuente de ingresos generada por el turismo, sino en una especie de santo. La gente enciende velas y reza por “San Ernesto”, confiando en él como en una fuerza espiritual positiva. “San Ernesto” ha desplazado a Nuestro Señor de Malta como patrono no oficial y ampliamente venerado por los habitantes de Vallegrande.
Allí, en medio de un espacio cubierto de hierba, está la caseta de lavandería que albergó el cuerpo sin vida del Che en 1967. Unas flores artificiales dan un toque de color a la sombría lavandería de hormigón que albergó su cuerpo.

Para cuando termino mi visita al hospital y al santuario del Che, ha dejado de llover y el sol asoma tímidamente, atisbando detrás de algunas nubes oscuras. Justo me invita a tomar un café en la plaza principal. Subimos las escaleras de piedra de uno de los edificios coloniales que flanquean la plaza y encontramos una cafetería muy concurrida en el segundo piso. Nos dan una mesa cerca de la ventana con una magnífica vista de Vallegrande y los campanarios de las iglesias y pedimos café y empanadas de queso.
Una señora mayor, la dueña de la cafetería, nos trae el pedido. Me pregunta el motivo de mi visita; le cuento la historia de mis padres y su estancia en el pueblo. Sobresaltada, me dice: “El Dr. Méndez”. Me cuenta que se llama Margarita y que era una de las huérfanas que entregaba leche y pan a mis padres todas las mañanas; se acuerda bien de ellos. Se le llenan los ojos de lágrimas y me da un espontáneo y fuerte abrazo. De alguna manera, en ese momento y en su cálido abrazo, siento que se ha cerrado un bucle invisible de tiempo y espacio. Miro por la ventana, el sol ya en todo su esplendor ilumina los tejados de Vallegrande que brillan con un rojo intenso.