Leer un libro sin saber su título. Un libro sin tapa, sin las primeras páginas, y quedar atrapada, maravillada, durante años. ¿Cómo vive una niña el descubrimiento del verdadero “primer libro” de su vida?¿Cuál es nuestro primer libro?
En algún rincón, un adulto lee un libro a un niño. Quizás sea una madre sentada en un sillón con su bebé en las piernas, quizás sea un abuelo, desde su silla, quien lee para todos sus nietos sentados en el suelo. Quizás un papá, sin ánimo, cansado, pero constatando que, si continúa leyendo, su niña se quedará tranquila. Quizás no sea un adulto quien lee sino un hermano mayor, una prima, el vecino, una amiga.
O quizás, como para mí, un libro llegue a nuestras manos sin mayor explicación.
Mi abuela, cansada de mi centena de preguntas, respuestas, dudas, intervenciones y digresiones sin rumbo, divisó una revista que yacía olvidada en la casa y me dio la mejor sentencia de vida: “Mejor, en lugar de hablar tanto, andá a leer esto”. Tenía tres años y medio, la energía vocal de un comentarista de fútbol de domingo y una curiosidad sin límites, así que, por supuesto, “leer” me pareció una revelación sin precedentes. El truco de mi abuela, sin embargo, le habrá valido cinco minutos de paz porque inmediatamente después comencé a atacarla con solicitudes de significados. No lo recuerdo, pero me imagino a mi abuela en la faena de la cocina, con nuevas preguntas: cómo se leía, qué era una letra y, finalmente, qué decía en tal lugar.
Mi abuela, finalmente, venció. Aprendí a leer. No estoy segura de que su victoria haya sido completa, porque nunca dejé de hablar, pero al menos ahora hablaba menos y sólo cuando no había un libro a mi alcance. Leí cada revista de tejido, Vanidades, Condorito y catálogo a mi alcance. Cuando agoté mis recursos, comencé a leer los prospectos que acompañan a los medicamentos: ¡hermosa lectura! porque me permitía intentar pronunciar palabras larguísimas que no tenía idea qué significaban, pero sonaban grandes y poderosas.
Cada revista, recibo, prospecto, papelito suelto o recetario de esa época permanecen en mi memoria como libros en blanco.
Ese primer libro
¿Será que nuestro “primer libro” tiene alguna influencia en nosotros? Nos obsesionan los inicios, las primeras veces, las primeras experiencias, pero dudo que alguien pueda decir a ciencia cierta cuál es el primer libro que ha leído; eso sí, la mayoría sabemos cuál es el primer libro que recordamos haber leído.
A Margarita Debayle es mi primer recuerdo con nombre y apellido. El poema infantil de Rubén Darío que estaba entre las páginas de mi libro de Lenguaje de primer grado. Lo leí hasta memorizarlo y esa hazaña me valió tener recitarlo en cuanto acto cívico escolar hubo.
Al final de la pila estaba el más viejo de todos. Un libro sin tapa, que comenzaba en la página cuatro, en ese papel sábana antiguo, con aquel olor a libro tan particular que sólo los libros antiguos tienen, delgado y un poco destartalado.
De pronto un día, la mamá de una amiga, al notar mi obsesión, trajo un par de libros viejos del colegio de sus hijas mayores que yo. De ese bloque leí El diario de Ana Frank, Mi planta de naranja lima, Carasucia y otros típicos libros escolares de la época. Pero al final de la pila estaba el más viejo de todos. Un libro sin tapa, que comenzaba en la página cuatro, en ese papel sábana antiguo, con aquel olor a libro tan particular que sólo los libros antiguos tienen, delgado y un poco destartalado.
Niña y juzgadora de apariencias, dejé el librito “feo” para el final. Al cabo, y sin nada más que leer, me tocó el susodicho. Lo leí volando y por el resto de la semana una y otra vez. Me pareció tan maravilloso que sentía que tenía que contarle a alguien, además de identificar qué estaba leyendo. ¡Qué era ese libro sin tapa! No encontré respuestas y después de un tiempo me rendí. Hasta que cinco años después, me encontré con un libro en la biblioteca del colegio que llamó mi atención por el dibujo de la portada y lo saqué en un recreo. Grande fue mi emoción al descubrir que era mi libro “secreto y desconocido”: El Principito. Lo leí una vez más, ya con nombre y desde la primera página y sentí que ese pequeño capítulo de mi vida lectora se había cerrado. No lo volví a leer hasta casi once años después, cuando la edición trilingüe e ilustrada invadió los estantes de la Feria del Libro de La Paz. Y sin duda, leí otro libro completamente diferente al que había leído mi yo-niña.
Ochenta años han pasado desde la publicación de este libro. A mí me llevó cinco años encontrarle un título y ahora me pregunto cuál habrá sido el primer libro que leyó Antoine de Saint-Exupéry. ¿Recordaría su primer libro? ¿Cuál sería el primer libro que recordaba? ¿Habrá influido en su escritura? No sólo para él, sino para todos los que escribimos (bien o mal), ¿cuántos libros sin nombre se habrán cruzado por nuestras vidas? ¿cuántos libros leímos una vez y no recordamos el título para, con suerte, releerlos?
Mi abuela me había dado una sentencia de vida que me acompaña felizmente hasta hoy. Salud por los ochenta años de un libro que muchos recuerdan como su primero y salud por todos los libros sin nombre que se han cruzado a lo largo de nuestras vidas.