¿Dónde estará la alegre Máxima, pollerera de oficio, ahora que lo ha olvidado todo? El diagnóstico de demencia senil no ayuda a sus hijas a entender que la madre está aquí, pero vive en algún lugar en el que ellas ya no existen.
Las marcas de uñas en la piel, los moretones y los gritos son las señales de que algo terrible la desespera. Máxima Chuquimia busca a un niño que está en su mente como si nada más de sus 85 años de vida le importara. El dolor de cabeza apenas le da tregua, pero aun así no deja de preguntar con urgencia, a la hija mayor Irma y al nieto, dónde dejaron al bebé.
Hace dos años que Máxima recibió el diagnóstico de demencia senil y poco a poco ha ido olvidando todo. Confunde el presente con el pasado. Sus pequeños ojos negros a medio cerrar contienen algunas lágrimas que pugnan por humedecer su piel morena surcada de arrugas. “Me voy a sanar”, dice y la esperanza se refleja en el gesto con que limpia su rostro, mientras que quienes la miran siguen en silencio los dedos huesudos que lucen sendos aros dorados en los anulares.
Entre lo que Máxima va perdiendo figura el tiempo. A ella no le importa si pasa o se detiene. “Es como si ella misma no existiera”, dice Ángela, la hija menor.
La Organización Mundial de la Salud (OMS) define la demencia senil como un síndrome que afecta el intelecto, el juicio, el comportamiento y, por tanto, limita la capacidad de realizar actividades, aun las más cotidianas. Los síntomas de olvido, desubicación espacial y cambios de conducta varían según la etapa de la enfermedad: de temprana a final.
Lo que se produce es “una involución cerebral”, explica el médico neurocirujano José Barrientos y hay que leer que es un camino sin retorno.
Una y más tragedias
Las manos de la pollerera Máxima sostuvieron con fuerza el papel en el que el médico había escrito la lista de medicamentos destinados a calmar las crisis que vendrían. Aquel 18 de noviembre de 2020, las dos hijas que habían ido notando cambios en el comportamiento de su madre supieron que todo empeoraría. Y así ha sido: lenta pero inexorablemente, Máxima las ha ido olvidando y se ha internado en un mundo que la deprime y desespera.
La tragedia familiar se acentúa por los costos del tratamiento de quien fue ama de casa, madre, artesana y comerciante independiente y que sólo tiene el Seguro Universal de Salud (SUS) como recurso para ser atendida. Irma, maestra de nivel inicial, y Ángela, diseñadora de modas, se alternan para comprar las pastillas que cuestan alrededor de Bs 1.200 y cubren un mes de tratamiento.
En la tesis Demencia Senil y Depresión en Adultos Mayores (Casa Hogar Arzobispo Grosso – Cajamarca, 2017), Juanita Rodríguez describe cómo impacta la enfermedad no sólo en quienes la sufren, sino en los familiares que deben lidiar con el impacto físico, psicológico, social y económico.
Entre lo que Máxima va perdiendo figura el tiempo. A ella no le importa si pasa o se detiene. “Es como si ella misma no existiera”, dice su hija Ángela.
Las dos hijas hacen lo que pueden para cuidar a la madre. Tratan de no descuidar el largo cabello y peinarlo en dos trenzas unidas por una tullma negra. Llevarla a un asilo no figura en sus planes, aun cuando saben que los episodios de descontrol, en los que se hiere, podrían empeorar.
La Ley Nº 4034 de Centros de apoyo efectivo para las personas que padecen la enfermedad de Alzheimer y otras demencias, aprobada por la Asamblea Legislativa Plurinacional de Bolivia en 2009, manda a gobernaciones y alcaldías su implementación, pero no se ha avanzado más allá de las intenciones.
El año de aprobación de la ley, la OMS calculaba que en Bolivia había 34.000 personas con algún tipo de demencia que se asocia con la mayor edad, es decir el envejecimiento. Hoy en día no hay estadísticas actualizadas ni centros públicos para responder a las necesidades de la población aquejada.
“Tratamos de sobrellevarlo nosotros”, dice Ángela que, sin tomar en cuenta si hay o no asilos a su alcance, está en desacuerdo con llevar a su madre a un lugar ajeno.
Porque Máxima olvida, pero sus familiares rememoran. “Lo más lindo es que con su esposo bailaba Ch’uta”, dice Eduardo, el hermano menor de la costurera de polleras. Las hijas sonríen con el recuerdo que las lleva a ver a su madre confeccionando sus propios trajes y bailando alegremente.
La pérdida del esposo la afectó profundamente. Había que alimentar a dos niñas y lo de las polleras no era suficiente. Se animó a vender comida, abrió un snack y mostró a sus hijas que se podía conducir la propia vida.
La demencia senil la ha cambiado tanto que ahora nada le es urgente, sino aquel niño imaginario que no puede explicar por qué le importa tanto. Cuando se calma, Máxima camina del dormitorio a la cocina equilibrándose con un bastón. Avanza lentamente, como si el tiempo fuese otro para ella.