Su padre le dijo que no al deseo de ser titiritero, así que al azar escogió la carrera de Derecho. Pero el destino maneja a veces los hilos como si de marionetero se tratara. Sergio Ríos Hennings encontró que todos los caminos lo llevaban al arte y por ellos transita como actor, animador de objetos, organillero y funcionario público.
Si se mirara con atención las manos de Sergio Ríos Hennings, venciendo el imán de los anillos que luce, se descubriría que los dedos anular y meñique de la izquierda están chuecos. Un accidente al trasladar el pesado cofre donde se guardaba la utilería de la obra Abran cancha que aquí viene don Quijote de la Mancha (Uma Jalsu) le causó una lesión en 2014. Luego de una primera curación, se estableció que los tendones estaban afectados y que había que operar. El titiritero y actor se cansó de esperar atención en el sistema público de salud, así que un día se miró los dedos, sobre todo el meñique que forma casi un triángulo, y se dijo: “Esto me va a servir para manejar mejor las marionetas”.
No se sabe si por el dedo, pero lo cierto es que las marionetas de Sergio son extraordinarias. Obsérvese, nada más, al benemérito Coloradito de aplomo que toca la concertina o el piano, mientras juega a su alrededor un pequeño perro chapi, para convencerse de que las manos que los mueven son de orfebre.
Porque orfebres fueron su bisabuelo, abuelo y tíos por parte del padre. Los Ríos domaron oro y plata y, si bien el nieto no aprendió el oficio, la pasión por el detalle, por lo bello y perfecto, es parte de la actitud con que se acerca a cualquier materia a la que va a dar vida.
¡Bah, bah, bah!
De niño, Sergio jugaba a ser titiritero. Solía dar funciones en la puerta de su casa para los pequeños vecinos de la avenida Chacaltaya en la zona Norte, donde creció y vive aun hoy. Su mamá, Martha Hennings Mendoza, no pocas veces devolvió los centavos que el hijo había cobrado por la función.
Por eso, cuando llegó la hora de elegir profesión, le dijo a su papá: “Voy a ser titiritero”. Don Gastón Ríos Hinojosa respondió con su acostumbrado “¡Bah, bah, bah!”, que había que leer como “Ni lo pienses”. Así que el bachiller puso papeles con nombres de carreras en un sombrero y se dijo que iba a estudiar la que saliera primero, “pues en verdad nada me gustaba”.
Derecho, dijo el azar y Derecho estudió Sergio en la Universidad Mayor de San Andrés. ¡Ah!, pero el día en que el joven fue a inscribirse, en la larga fila, justo detrás de él, formaba Huáscar Gonzales Altamirano. El muchacho le contó que era hijo de dos grandes titiriteros, Jaime Gonzales y Clara Altamirano, que habían hecho historia con El Chasqui. La apasionada charla terminó con una invitación de Huáscar para que Sergio acudiese a la calle Indaburo 745, donde los Gonzales necesitaban colaboradores, pues estaban montando una obra.
Sergio se presentó temprano a la cita, incluso antes de que se abrieran las puertas, y descubrió que el lugar era la casa que le había intrigado desde siempre. En su camino de ida y vuelta del colegio, pasó por delante durante 12 años y “como yo asociaba la sigla con la dinamita, me preguntaba qué podía haber allí adentro”. Su curiosidad crecía ante el cartel pintado sobre tocuyo y marco de madera que en enormes letras tenía la sigla de “TNT” y abajo “inscripciones abiertas”. Lo que descubrió fue el Taller Nacional de Teatro dependiente del Instituto Boliviano de Cultura, y el Taller Nacional de Teatro de Muñecos y Objetos Animados, al que se unió de inmediato el año 1986.
Cuando llegó la hora de elegir profesión, le dijo a su papá: “Voy a ser titiritero”. Don Gastón Ríos Hinojosa respondió con su acostumbrado “¡Bah, bah, bah!”, que había que leer como “Ni lo pienses”.
Los estudios universitarios debieron, así, dejar tiempo –medio tiempo— para que el titiritero pudiese desarrollarse. Su primer sueldo –“poquito, como todos los de cultura”– se lo dieron esos objetos apenas Sergio asumió como un instructor del taller, aunque en el haber, más que los centavos cuentan en la memoria de Sergio las reposiciones de creaciones de El Chasqui –El brujo soplador, El bandido dinamita, Los ladrones y El encantador de mariposas–, y las creaciones nuevas como El poeta o yo de Maiakovski que se estrenó en la Casa de la Cultura.
No pocas veces, “los alumnos de teatro, llevados por el ambiente lúdico del taller de títeres, se atrasaban o perdían clases, por lo que Maritza Wilde, la maestra, no encontró otra solución que convocarnos, a Huáscar y a mí, y así nos unimos a los ensayos de Colón, el Navegante (A. Mirales)”.
En 1991, la directora Mabel Rivera lo invitó a ser Asistente en el Departamento Nacional de Teatro, “de manera que por varios años (hasta 2005) fui su mano derecha, además de formar parte del elenco estable y ejercer algo de docencia”.
Las troyanas, 500 años de papel, La lección, Análisis perfecto dado por un loro, Sotoba Komachi, Los Mejores Regalos, Una fiesta para Conejo, Gianni Schichi… las obras fueron sumándose. Y, paralelamente, el actor titiritero, que se había casado con una bailarina actriz como es Isabel del Granado, creó un grupo propio, Uma Jalsu, con el que ambos artistas se propusieron trabajar especialmente para la niñez.
Con Uma Jalsu, que nació por el impulso que les dio Guido Arze, la pareja se estrenó en el II Encuentro de Teatro Breve con Público, amor y muerte. Luego obtuvo el premio Títere de Oro del Festiñecos (1999 y 2001) y el Premio Peter Travesi (1999 y 2001). Giró por los países vecinos, Venezuela, Alemania y llegó a ser parte de la muestra oficial en el XV Festival Mundial de las Artes para la Juventud (2005) con la obra Puño de Fuego, uno de los tres espectáculos seleccionados para representar al teatro latinoamericano dirigido a la niñez.
Un funcionario público creativo
Mabel Rivera solía invitar a otros directores para que el elenco del TNT tuviese vivencias diferentes. Uno de ellos fue Carlos Cordero Carraffa, con quien Sergio hizo algunas obras, una de ellas su primer protagónico y que además le permitió incluir sus títeres: En la diestra de Dios padre (Enrique Buenaventura). Esa relación le valió el único trabajo que ejercería como abogado cuando Cordero asumió la Oficialía mayor de Cultura y confió a Sergio, en febrero de 1992, la Jefatura de Gabinete.
Desde ese cargo burocrático, el artista siguió de cerca el proceso de concreción del Complejo Cultural que la Fundación Cultural Quipus ideó para el cerro Santa Bárbara. La Alcaldía paceña había entregado en comodato el terreno y Quipus, liderado por los hermanos McFarren, construyó el Museo Interactivo para Niños Kusillo.
Cosas de la política, Cordero tuvo que dejar el cargo muy pronto y Sergio terminó así su corta vida como hombre de leyes. El artista presentó entonces una propuesta de trabajo a Quipus y no sólo que se integró al Kusillo, sino que se constituyó en el principal artífice de los juegos que durante 11 años atrajeron a miles de niños, niñas y sus padres y maestros.
Cosas de la economía, Quipus no pudo sostener la obra, así que el comodato concluyó antes de tiempo y la Alcaldía de La Paz heredó una obra a la que se decidió darle continuidad. ¿Quién podría seguir con lo que había sembrado el Kusillo, pero además ayudar a renovarlo? Sergio Ríos tomó el encargo y allí está todavía, con un contrato, cosas de la burocracia, que debe renovar cada año como responsable del Museo Interactivo Memoria y Futuro Pipiripi.
¿Quién podría seguir con lo que había sembrado el Kusillo, pero además ayudar a renovarlo? Sergio Ríos tomó el encargo y allí está todavía con un contrato, cosas de la burocracia, que debe renovar cada año como responsable del Museo de la Memoria y el Futuro Pipiripi.
El sello Hennings
En el Museo Costumbrista Juan de Vargas, a Sergio le había llamado la atención en algún momento una figurita entre otras que representan a personajes emblemáticos de la ciudad. Dicha figurita es la de un organillero: “Me pregunté por qué estaba allí”.
Seguir las huellas del organillo, “ese instrumento que satisface el sueño de cualquiera que sin ser músico puede ejecutar distintas melodías y, lo mejor, en cualquier esquina y para cualquier espectador”, se convirtió en un imperativo para el artista.
Hennings, el apellido materno, le recordó a Sergio que en algún momento del siglo XIX un joven alemán, su antepasado, había llegado a estas tierras. Y seguramente, imagina, como otras familias trajo herramientas y máquinas y quizás también algún organillo… todo es posible.
Si no fue así, ahora lo es. El empeño de Ríos Hennings le llevó a ubicar y contactar a Axel Stüber, el último constructor de organillos callejeros en Berlín. A un primer instrumento pequeño siguió el encargo de dos más, cada uno de mayor tamaño. Los peatones de La Paz han debido verlos por calles y plazas, siempre al mando de un hombre más bien alto, de boina o de sombrero de copa, con chaleco o levita, tirantes para sujetar los pantalones, elegante siempre.
Una anécdota que el organillero atesora es la de aquel niño que luego de escuchar atentamente se acercó a Sergio y a su hijo Felipe –que solía acompañarlo como lo hizo Erika Miranda, su compañera recientemente fallecida— y les preguntó: “Ustedes, ¿de qué época son?”.
En principio, los rollos en los que mediante perforaciones se codifican las melodías llegaron con las más convencionales de éstas. Además, Sergio fue obteniendo otros, al grado de haber reunido una colección de 240 adquiridos de coleccionistas y arreglistas de los Países Bajos, Alemania y Austria. Pero pronto quiso incluir en el repertorio temas bolivianos. ¿Cómo hacerlo? Buscó a músicos nacionales que pudieran traducir los temas a partituras para organillo. No fue fácil encontrar a alguien dispuesto, hasta que respondió el pianista y compositor Ruddy Franco.
Esas partituras llegaron a manos de Thomas Sterk, experto holandés que trabaja en las perforaciones de rollos de papel. Y gracias a esta suma de talentos, El Organillero –como se ha bautizado Sergio– ejecuta temas como el tango Illimani, A vuestros pies, Madre; un mix de morenadas de antaño, Indiecitos latinos, Una por todas, Tiquiminiqui, Flor de Santa Cruz, Guadalquivir y el Himno Paceño. Pronto dejará escuchar también Nevando está (A. Patiño) y la Trilogía India (J. Salmón Ballivián).
La satisfacción de ser un artista de la calle se renueva con cada salida. Una anécdota que el organillero atesora es la de aquel niño que luego de observar atentamente se acercó a Sergio y a su hijo Felipe –que solía salir con él manipulando al mono Pepino, como hizo Erika Miranda, su compañera recientemente fallecida— y les preguntó: “Ustedes, ¿de qué época son?”.
Las manos de orfebre no iban, sin embargo, a limitarse a mover la manivela del organillo. Fue durante la cuarentena rígida, por el Covid 19, que Sergio se vio motivado a aprender más de la caja musical. Una de ellas, la más grande, sufrió un desperfecto. El experto en órganos, Carlos Seoane, aceptó revisarla, pero no se pudo encontrar la causa del defecto. Por Zoom, Sergio habló muchas veces con el fabricante alemán y, siguiendo sus instrucciones, logró desarmar la caja y solucionar el problema.
Hay más todavía. El artista ha aprendido a perforar el papel para codificar la música. Está haciendo maquetas en papel periódico para enviarlas al proceso de perforado definitivo. Al momento, concluyó con el segundo movimiento de la Suite Aymara de Salmón Ballivián. Y, de paso, se siente listo para armar un organillo pieza por pieza.
Pese a ser el único organillero en Bolivia, ya ha puesto al país en el mapa de este tipo de artistas callejeros. México y Chile tienen a decenas de éstos y hasta se han creado festivales internacionales a donde Sergio pretende llegar pronto gracias a los contactos con Gabriel Rivera y Victor Maya en el norte y Organilleros de Chile en el sur.
Los sueños de libertad, de independencia, radican para el artista en esa herramienta. Las monedas que la gente deposita en la bolsa que sostiene un títere en forma de mono –los antiguos organilleros incluían monitos de verdad, práctica por suerte desaparecida– le dan esperanzas al artista. Algún día, se promete, dejará de ser funcionario público y se entregará de lleno al teatro de títeres y marionetas y, claro, al organillo