En una época marcada por los motines cuarteleros, las revueltas callejeras y los alzamientos armados de los años 60 y 70, los periodistas eran, por angas o por mangas, “corresponsales de guerra”. ¿Cómo vivieron esa “rutina”?
—¿Periodista? ¿Quiere ir a la guerra?
A la caza de pasajeros en la puerta del hotel que servía de búnker a los corresponsales de guerra en San Salvador, los taxistas solían recibir con esa pregunta a los enviados de la prensa internacional que acudían al país centroamericano para cubrir la guerra civil de los años 80. Más de un periodista encontró en la invitación el título para su primer reportaje:
“A la guerra en taxi”. Y también su primer tema, porque, en un país tan pequeño como El Salvador, el “Pulgarcito de América” –de poco más de 21.000 kilómetros cuadrados–, un taxista podía acercarte al frente de batalla más próximo en un par de horas.
No fue mi primer contacto con un conflicto armado. Años antes, en marzo de 1967, había desembarcado en la calurosa y entonces polvorienta Camiri, puerta de entrada a la selva de Ñancahuazú, para cubrir el alzamiento de un grupo rebelde sin saber que lo dirigía el mismísimo Ernesto Che Guevara. Llegué en un destartalado DC-3 del Lloyd Aéreo Boliviano (LAB) con tres mudas y una máquina de escribir portátil Olivetti, compañera inseparable de los corresponsales viajeros de la época, para una misión de tres días, pero me quedé siete meses informando sobre el cerco militar y los combates que acabarían con la vida del legendario guerrillero el 9 de octubre de ese mismo año.
Los teléfonos móviles todavía no se habían inventado y las grabadoras eran unos aparatos de varios kilos de peso, útiles para una entrevista de oficina, pero no para la selva. Mis instrumentos de trabajo eran una libreta de notas y un bolígrafo; mi medio de transmisión, el télex… Y en la selva, ¡el telégrafo Morse! “¿Ud. cree que me voy a pasar todo el día transmitiendo este testamento?”, me espetó el telegrafista de Lagunillas, por entonces una aldea de un centenar de habitantes, cuando le entregué un texto de veinte líneas –escritas, eso sí, en estricto “lenguaje telegráfico” para ahorrar palabras–, con mi primera noticia sobre la guerrilla guevarista.
Yo enviaba mis “despachos telegráficos” a la redacción de la Agencia de Noticias Fides (ANF), en La Paz, desde donde eran retransmitidos por télex a la central de la Agencia Alemana de Prensa (DPA), en Hamburgo, para la que también trabajaba. El télex era un aparato verdaderamente antediluviano comparado con la computadora o la laptop portátil de hoy. El mensaje era perforado en una cinta de papel para ser transmitido a una velocidad constante de aproximadamente 66 palabras por minuto a través de un dispositivo telegráfico. Un corresponsal que se preciara de tal leía de corrido directamente de la cinta, reconociendo las perforaciones correspondientes a cada letra del alfabeto.
Las grandes oficinas de prensa tenían “teletipistas”, secretarias que perforaban los textos de los periodistas, pero los corresponsales de a pie, como era mi caso, perforábamos nuestros propios mensajes.
Así lo hice durante mi estancia de cinco años en Buenos Aires, donde me tocó cubrir la “guerra sucia” de la dictadura argentina, un enfrentamiento con miles de víctimas, pero sin partes de guerra; un conflicto en el que el miedo y el silencio habían sepultado en el anonimato todas las fuentes de información. “¿Cuántos muertos tienes?”, era la pregunta que nos hacíamos entre los corresponsales del Edificio Safico de la Avenida Corrientes 456, sede de varias agencias internacionales y de grandes medios de todo el mundo, en los recuentos cotidianos de esos años aciagos de la década de los 70.
Era la Argentina de la Triple A y el Plan Cóndor, la Argentina que apelaba al humor negro para hacer catarsis ante la tragedia. “En el país de los ciegos, el tuerto está preso”, había escrito un grafitero en la pared de una calle porteña, según contaba el poeta Mario Benedetti.
“¿Cuántos muertos tienes?”, era la pregunta que nos hacíamos entre los corresponsales del Edificio Safico de la Avenida Corrientes 456, sede de varias agencias internacionales y de grandes medios de todo el mundo, en los recuentos cotidianos de esos años aciagos de la década de los 70.
Durante el primer diálogo de paz entre el gobierno de José Napoleón Duarte y la guerrilla salvadoreña, en el pueblo de La Palma, Chalatenango, en octubre de 1984, utilicé por primera vez un extraño artilugio, antecedente de la laptop: la “texi” de Olivetti, algo parecido a una máquina de escribir con una pequeña pantalla –en la que cabían solo cinco líneas– y dos ventosas que se conectaban directamente al auricular del teléfono para la transmisión de los datos. El aparato no servía para textos largos, pero fue suficiente para ganarle a la competencia con el “flash” urgente sobre los acuerdos del encuentro.
Chiapas vio llegar, en enero de 1994, a los corresponsales “modernos”, con una portátil al hombro, el celular en la cintura e incluso, en algunos casos, con un teléfono “satelital”, a modo de mochila, en la espalda. Había estallado la rebelión indígena zapatista, la última guerrilla del siglo XX o “la primera del siglo XXI”, a decir del escritor mexicano Carlos Fuentes.
Al abordar el taxi en el aeropuerto de la capital chiapaneca, Tuxtla Gutiérrez, rumbo a San Cristóbal de las Casas, con George Nathanson, corresponsal de la CBS, el chofer nos sorprendió con la misma pregunta que me había formulado años antes el taxista de San Salvador: “Van Uds. a la guerra?”. Era la segunda vez que me desplazaba al escenario de un conflicto armado en un medio de transporte eminentemente citadino. Y es que en los años de fuego, la guerra y el taxi eran “parte del paisaje urbano”, como me dijo el periodista y poeta argentino Juan Gelman, enviado del diario de Página 12 de Buenos Aires, cuando le comenté la anécdota.
Los taxistas no tienen buena prensa. Los periodistas desconfían de sus chismes políticos cuando salen al extranjero como enviados especiales. No era mi caso. Yo solía aprovechar los viajes entre los aeropuertos y los hoteles para “aterrizar” en el escenario y tomarle el pulso a la actualidad, sobre todo si era mi primera visita.
Nadie mejor que ellos para adentrarte en las intimidades de una ciudad, porque nadie como ellos pregunta y escucha tanto en su pequeño mundo sobre ruedas. Como diría Travis Bickle, el protagonista de Taxi driver en la genial interpretación de Robert De Niro, se aprende mucho más de una ciudad montado en un taxi que a bordo de una limusina, porque precisamente los taxistas hablan con “bichos de todas clases”.
—Me han dicho que los militares no están pudiendo con el paquete… –nos comentó el conductor del coche que abordamos en el aeropuerto de Tuxtla Gutiérrez, en una buena síntesis de las noticias que había escuchado esa misma mañana de boca de algunos uniformados que subieron a su vehículo en la puerta del comando divisionario. Y era cierto.
Los periodistas llegamos a San Cristóbal de las Casas en taxi, pero entramos caminando a la comunidad de Ocosingo, siguiendo los pasos de las tropas del Ejército mexicano, cuando los buitres todavía sobrevolaban los restos de la masacre en las calles y el mercado del pueblo. Los celulares no tenían cobertura en la Selva Lacandona, así que para contar la historia de la matanza tuvimos que volver sobre nuestros pasos, rumbo a San Cristóbal, sorteando los troncos y las piedras que habían sembrado los sublevados en las carreteras para proteger su retirada.
No siempre tienes un taxi a la puerta para cubrir un evento. Nunca me sentí tan aislado como en Guantánamo, cuando comprobé que la ciudad carecía de ese básico servicio. Era la época del “Período especial en tiempos de paz”, decretado por el gobierno cubano tras el derrumbe de la Unión Soviética y el bloque socialista de Europa del Este, en los primeros años de la década de los 90. Yo había ido a Guantánamo, en el extremo oriental de la isla, para escribir un reportaje sobre el batallón de mujeres que vigilaba la base militar estadounidense desde territorio cubano.
El ministerio de Relaciones Exteriores me otorgó un permiso especial para el viaje, pero se olvidó de informar a las autoridades locales de mi visita y me dejó tirado en la ciudad, fuertemente militarizada, sin hotel ni pasaje de retorno. En esa época, el gobierno cubano no solo otorgaba los permisos para la salida de los corresponsales extranjeros a cualquier ciudad del interior, sino que se encargaba del transporte y el alojamiento. Era una manera de mantener el control sobre los movimientos de los visitantes.
Un funcionario del Partido Comunista de Guantánamo se apiadó de mí y me consiguió una habitación en el único hotel de la ciudad, administrado por las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR), a condición de que no se lo dijera a nadie en La Habana. Pero no tenía autoridad para solucionar el problema de mi retorno a la capital.
—¿Dónde puedo alquilar un taxi para viajar a La Habana? –pregunté en la “carpeta” (recepción) del hotel.
—En Guantánamo no hay taxis… –me respondió el encargado, un empleado malencarado, probablemente un soldado que alternaba sus obligaciones castrenses con el oficio de hotelero.
—¿Y autobús?
—Tampoco…
—¿Puedo llamar al Ministerio de Relaciones para que me solucionen el problema del retorno?
—No tenemos comunicación telefónica con La Habana.
—¿Puedo usar el télex?
—¿Qué…?
Ni taxi ni autobús. El único medio de transporte entre Guantánamo y La Habana era el aéreo, pero Cubana de Aviación no tenía asientos disponibles y me ofrecía una reserva, sin ninguna garantía, para el mes siguiente. Al ver mi aflicción, un piloto cubano, al que había conocido en el comedor del hotel, me metió de polizón en uno de los vuelos de la aerolínea cubana a cambio de una botella de ron. “Pero, por favor, ¡no se lo digas a nadie en La Habana!”.
Donde sí encontré taxi fue en la pequeña isla de San Salvador, la tierra que pisó Cristóbal Colón por primera vez al llegar al Nuevo Mundo el 12 de octubre de 1492. Era el único del pueblo, pero más que suficiente para atender las necesidades de transporte de sus escasos 600 habitantes. Gracias a su propietaria y conductora pude recorrer la ínsula de 20,5 kilómetros de largo y 12 de ancho –perteneciente al archipiélago de Bahamas– en menos de una hora y comprobar que la “civilización” había terminado con la flora y la fauna que maravillaron al navegante genovés cuando avistó el islote.
Visité la isla, a la que Colón describió “como la más hermosa que ojos humanos hayan visto jamás”, con motivo de los 500 años del descubrimiento de América para escribir un reportaje sobre la conmemoración. ¿Cómo llegué a San Salvador? ¡En taxi aéreo! Por cierto, el servicio de taxis de Nassau, la capital de la bucólica isla de los casinos y los discretos servicios bancarios, era único en el mundo: estaba integrado exclusivamente por limusinas.
Para entonces ya se habían calmado las aguas en el Caribe inglés, agitadas años antes por el contagio de la fiebre revolucionaria regional de la época, que había prendido con no poca virulencia en la vecina Granada, la isla de la nuez moscada, el clavo de olor, el jengibre y la canela, con el socialista Maurice Bishop a la cabeza.
La efímera revolución del Movimiento New Jewel (acrónimo de New Joint Endeavor for Welfare, Education and Liberation), apoyada política, económica y militarmente por la Cuba de Fidel Castro, terminó con el asesinato de Bishop y la invasión de los Marines estadounidenses. La operación Furia Urgente, lanzada en octubre de 1983 por Ronald
Reagan, resultó fulminante, pese a la resistencia numantina de medio millar de “internacionalistas” cubanos en el aeropuerto de Saint George.
El cerco aéreo y naval impuesto por los invasores me impidió llegar a la isla y me obligó a cubrir el acontecimiento desde la ciudad de México, mi centro de operaciones, con fuentes alternativas, incluida la agencia cubana Prensa Latina, cuyos corresponsales informaban en vivo y en directo desde el mismísimo aeropuerto granadino.
Seis años después se produjo la invasión a Panamá y el derrocamiento y detención del dictador Manuel Antonio Noriega, Cara de piña, sucesor de otro líder revolucionario de los tiempos convulsionados de la América Latina de los años 70, Omar Torrijos, el hombre que proclamaba que no quería entrar a la Historia, sino a la Zona del Canal, por entonces bajo soberanía estadounidense.
Con el colega boliviano Harold Olmos, corresponsal de la agencia estadounidense Associated Press (ap), esperamos durante varios días en Ciudad de México la reanudación de los vuelos a Panamá, con incursiones diarias al aeropuerto capitalino, taxi va y taxi viene, para viajar al escenario del conflicto, pero la espera fue vana. No pudimos entrar al istmo ni para recoger los vidrios rotos. Los Marines mantuvieron el aeropuerto cerrado hasta lograr el total control del país. La operación Causa Justa dejó un saldo de más de 600 muertos y 2.000 heridos. Todos, o casi todos, panameños. Obviamente.
En taxi recorrí Haití. Crucé los 60 kilómetros de la península del Tiburón, entre Puerto Príncipe y Jacmel, para visitar la cuna de la pintura naif haitiana, pero con la secreta esperanza de encontrar a una pareja de militantes de la resistencia a la dictadura de Jean-Claude Duvalier, Baby Doc, cuyas direcciones me habían sido proporcionadas por catequistas de las comunidades eclesiales de base de Puerto Príncipe enrolados en la lucha por la libertad de su pueblo.
“Este restaurante es del Señor Presidente, estos cultivos son del Señor Presidente, esta playa es del Señor Presidente”, repetía el taxista a lo largo de la ruta. Baby Doc era dueño y señor de vidas y haciendas, herencia de su padre, Papa Doc, como el sillón presidencial y el terror impuesto por la policía política secreta de los Tonton Macoute.
Era la época en que los gobiernos latinoamericanos transitaban por los caminos sin Dios ni ley del continente, cuando la política era “una cuestión de vida o muerte”, parafraseando al novelista británico Graham Greene (1904-1991).
Escritor, periodista, guionista, crítico cinematográfico, comunista en su juventud, espía del servicio secreto británico y “católico agnóstico”, Graham Greene fue probablemente el novelista europeo que mejor retrató a la América Latina de esos años de fuego, la América Latina del “Greeneland”, el mundo políticamente inestable y peligroso de la narrativa grahamgreendiana.
Desde el México de los campesinos que morían al grito de “¡Viva Cristo Rey!” hasta La Habana de los casinos y burdeles de tiempos del dictador Fulgencio Batista, pasando por el Haití de Papá Doc, el Paraguay de Alfredo Stroessner, la Argentina de los guerrilleros marxistas y el Panamá de Omar Torrijos, el autor de Caminos sin ley (1939) y El poder y la gloria (1940) entró al “territorio de mentiras” de América Latina, “sin pasaporte de regreso”, para apropiarse de sus escenarios y contarnos la historia de sus protagonistas, los que la hacen y los que la sufren.
“Este restaurante es del Señor Presidente, estos cultivos son del Señor Presidente, esta playa es del Señor Presidente”, repetía el taxista a lo largo de la ruta. Baby Doc era dueño y señor de vidas y haciendas, herencia de su padre, Papa Doc, como el sillón presidencial y el terror impuesto por la policía política secreta de los Tonton Macoute.
Las mismas historias que nutrían las crónicas periodísticas de esas décadas infames, las crónicas de la injusticia, la pobreza y la represión que llevaban a los periodistas a tomar partido, a plantearse la necesidad de “hacer lo que se pueda para aliviar las pequeñas miserias que se presentan cotidianamente”, como le dice el fotógrafo Billy Kwan (Linda Hunt) al corresponsal Guy Hamilton (Mel Gibson), los protagonistas de El año que vivimos peligrosamente (1982), porque un periodista, como argumentaba Billy, no puede convertir su profesión en un “fetiche” ni dibujar una raya que lo separe del mundo.
“No estoy de parte de nadie. Yo solo tomo fotos”, advierte el corresponsal de guerra Russell Price (Nick Nolte) en Bajo fuego, la película que recrea la historia de William Bill Stewart, el reportero estadounidense asesinado de un disparo a quemarropa por la guardia de Anastasio Somoza en las postrimerías de la dictadura nicaragüense. Pero, como suele ocurrir, la realidad termina por derribar los mitos de la objetividad y la neutralidad cuando se topan con la injusticia y la barbarie. “¿Crees que nos hemos implicado demasiado?”, le pregunta con el correr de los días –y de la cobertura– uno de sus colegas, Alex (Gene Hackman). “Volvería a hacerlo”, responde el para entonces transformado y comprometido Price.
Eran los tiempos de los sátrapas, los profetas y los redentores. Y de los redentores que se convirtieron en sátrapas en el ejercicio del poder; épocas en las que el periodista, como dijo alguna vez Carlos Ferreira, un corresponsal mexicano con muchos kilómetros de recorrido, “debía dormir con la maleta al lado, siempre listo para partir a nuevos destinos, nuevas aventuras, nuevas experiencias”.
Como solía decir Robert Capa, el fotógrafo que retrató la Guerra Civil española, si una foto no es lo suficientemente buena, es porque el fotógrafo no estuvo lo bastante cerca de su objetivo. Pasa lo mismo con los periodistas. Deben estar lo suficientemente cerca de los hechos, en el epicentro de los acontecimientos, si quieren que su reportaje sea bueno.
Ellos acuden a los escenarios de los conflictos bélicos para reconstruir la historia a través de sus protagonistas, los hombres, mujeres y niños que luchan por sobrevivir a sus dramáticas circunstancias. Buscan ponerle rostro a la tragedia cotidiana y terminan convirtiéndose, ellos mismos, en personajes de su propia crónica, en una cara más de la guerra, al reencarnarse en experiencias y anécdotas ajenas.
En ese afán viven dos historias: la que cuentan a sus lectores, como testigos directos de los hechos, y la que sufren para rescatarla y contarla; la que publican y la que nadie conoce, la íntima, la historia de los incidentes y accidentes que acompañan a toda cobertura periodística: el secreto que encierra la caza de una noticia, la estampida con el corazón en la boca para escapar de una balacera imprevista o, ¿por qué no?, la aventura de un viaje en taxi. Es el oficio visto por dentro. El reportaje del reportaje.
Hay guerras y guerras. Desde la guerrilla urbana, como la que se libró en Argentina, hasta la guerra civil salvadoreña, pasando por la insurgencia indígena zapatista de Chiapas y las operaciones de “tierra arrasada” ejecutadas por los militares guatemaltecos contra las comunidades indígenas. Está la del Che en Bolivia o la que libraron los cubanos contra el hambre tras la caída de la Unión Soviética. O las invasiones extranjeras o la que declaró el terrorismo yihadista a Occidente.
Pero, la guerra es la guerra, llámese “sucia”, como la de los militares argentinos, o “santa”, como la que decían librar los anticomunistas centroamericanos. Todas las guerras son sucias, ninguna es santa.
La guerra y la paz son el anverso y reverso del mismo drama humano. Y la paz, como el hambre, tiene cara de hereje. Logra reconciliar a enemigos irreconciliables al sentarlos en una misma mesa, como ocurrió en El Salvador y Guatemala.
Nunca me consideré “corresponsal de guerra”, pero en una época marcada por los motines cuarteleros, las revueltas callejeras y los alzamientos armados, como la que le tocó vivir a mi generación, ¿qué periodista no lo era?
Siempre asocié la cobertura de conflictos a la imagen del taxi. ¿Por qué? Tal vez porque siempre estuvo presente en los momentos de crisis desde el inicio de mi carrera.
“Nunca me consideré “corresponsal de guerra”, pero en una época marcada por los motines cuarteleros, las revueltas callejeras y los alzamientos armados, como la que le tocó vivir a mi generación, ¿qué periodista no lo era?
“¡Taxi! ¡Taxi¡”, clamaba el sacerdote José Gramunt, director de Radio Fides, en la puerta del Palacio de Gobierno, cuando intentábamos trasladarnos a la Universidad Mayor de San Andrés, escenario de una batalla campal entre estudiantes y militares, en vísperas del golpe del 4 de noviembre de 1964. Él como mediador, yo como reportero primerizo. “¡Al taxi! ¡Al taxi!”, gritaba el periodista Augusto Montesinos Hurtado, cuando buscábamos salir de Ezeiza para informar sobre la masacre que marcó el inicio del terrorismo paramilitar argentino en junio de 1973.
Dos escenas y la misma imagen. Gramunt, sujetándose la sotana con una mano y llamando con la otra al transporte ausente en una plaza desierta; Montesinos, animando a sus colegas a abordar un taxi inexistente. Ansiedad y miedo, la adrenalina que acompaña la cobertura de todo conflicto.
A diferencia del Che Guevara, que durante su odisea en la selva boliviana intentó vanamente hacer llegar sus comunicados a la prensa utilizando a campesinos como mensajeros –mensajes que eran invariablemente confiscados por el Ejército–, el Subcomandante Marcos aprovechó a fondo el Internet para comunicarse con el exterior y desplegar las banderas de su causa, convirtiéndose en el primer “guerrillero cibernético”.
Del telégrafo Morse al Internet pasaron menos de 40 años. Las historias sobre la guerrilla del Che se difundieron por el mundo a golpe de teletipo y en “spots” filmados con cámaras de cine de 16 mm, que llegaban a las teleaudiencias con un retraso de más de 24 horas. A pesar de los adelantos tecnológicos posteriores, ni la guerra civil centroamericana ni la rebelión zapatista tuvieron la difusión “en vivo y en directo” de los conflictos armados actuales.
Y no es la única diferencia. La cobertura de siete meses de la guerrilla del Che costó a mi agencia ¡500 dólares!, una suma que hoy probablemente apenas alcanzaría para pagar los viáticos de un día de un corresponsal de guerra en Europa o el Medio Oriente… ¡O la tarifa de un taxi para cruzar la frontera de dos países en llamas!
El español Juan Carlos Laviana definió al periodista hace un cuarto de siglo (Los chicos de la prensa) como “un hombre que siempre necesita un bolígrafo”, porque “la liebre de una idea, de un dato, de un teléfono o de una dirección, salta en el momento menos pensado”. Y si no lo llevaba encima, ahí estaba el taxista o cualquier vecino para acudir en su ayuda. Pero hoy, como bien dice su colega Marius Carol, “la definición no encaja”, porque, como todo ser humano, el periodista del siglo XXI es “un animal pegado a un móvil”, ese artilugio en constante evolución, que no solo sirve para anotar datos, sino para grabar un audio o un video y hasta para transmitir las incidencias de un conflicto bélico en tiempo real.
Los tiempos han cambiado. También los periodistas. Y las guerras no son lo que eran.