En 1868 un terremoto la destruyó, luego llegó la fiebre amarilla y más tarde un tsunami. Hoy es una ciudad fantasma. ¿Qué imagen evoca en bolivianos y bolivianas esa ciudad que se llora desde un himno? ¿Será grande o pequeña? ¿Tendrá plazas y tiendas? ¿Cómo serán sus casas y su gente?
Fotografías de Ivar Méndez
Me alejo de Antofagasta, una bulliciosa ciudad costera de unos 400.000 habitantes, y conduzco hacia el norte. La carretera parece una larga cinta plateada: se desenrolla formando una línea fronteriza que detiene el avance del desierto, el que amenaza precipitarse a las aguas intensamente azules del océano Pacífico. Bajo el sol de media tarde, este paisaje amarillo y azul es más penetrante y los nombres familiares de Antofagasta, Mejillones, Cobija, Tocopilla y Calama resuenan en mi mente.
Hace más de 130 años, este desierto, estas montañas y estas costas del océano Pacífico formaban parte de la provincia boliviana del Litoral. Tras la Guerra del Pacífico de 1879, la zona se convirtió en la segunda región de Chile, llamada El Norte Grande. La pérdida del acceso al océano Pacífico pesa mucho en la psique boliviana.
De niños nos enseñaban canciones patrióticas que expresaban ese deseo colectivo de recuperar lo perdido. Cada 23 de marzo, Día del Mar, se celebran aun hoy en ciudades de toda Bolivia elaborados desfiles escolares, militares y civiles en conmemoración de los “héroes de la Guerra del Pacífico”, la guerra que dejó a Bolivia sin salida al mar. En mi imaginación infantil, podía ver el océano azul y las ciudades costeras cuyos nombres conocía tan bien por las canciones. La mayoría de los bolivianos nunca ha visto el mar.
La vez que visité Chile, hace algunos años ya, quería ver la costa boliviana perdida y, sobre todo, Cobija, la antigua capital del Litoral. En Cobija existía un pequeño asentamiento antes de que se fundara la república de Bolivia y sus habitantes eran los Changos, nativos del desierto de Atacama que se ganaban la vida con los frutos del océano. El 28 de diciembre de 1825, el visionario libertador de Hispanoamérica Simón Bolívar promulgó un decreto por el que se creaba en Cobija el primer puerto marítimo de Bolivia. Su nombre oficial era Puerto De Lamar, en honor al héroe colombiano de las guerras de la Independencia, el general José De Lamar. Con el tiempo, Cobija se convirtió en un centro de actividad comercial para la joven república y en la principal conexión boliviana con el Pacífico.
Para el año 1862, Cobija se había convertido en una próspera ciudad con escuelas, oficina de correos, banco, iglesia y otros edificios administrativos y comerciales.
Los minerales de las legendarias minas de Potosí se transportaban en carros tirados por mulas hasta Cobija para ser enviados a ultramar. Las mercancías importadas, destinadas a las ciudades del interior de Bolivia, también llegaban a Cobija. El transporte en mulas era una importante actividad comercial y, en un momento dado, llegaron a emplearse 12.000 mulas. El equipo industrial pesado adquirido en Europa para las minas de Oruro y Potosí, así como mercancías más exóticas como pianos, se transportaban a lomo de mula. Estas mulas se llamaban “pianeras” y eran las más fuertes y resistentes capaces de cargar un piano entero. Caravanas de cuarenta a sesenta mulas recorrían más de 1.000 kilómetros desolados desde Cobija hasta Potosí en unos veinte o veinticinco días. Al cruzar el desierto de Atacama, los arrieros, o muleros, como se llamaba a estos aguerridos hombres, tenían que enfrentarse al lugar más seco e inhóspito del planeta. Atacama es tan árido que en algunos de sus sectores nunca se ha registrado precipitaciones. La travesía del desierto sólo fue posible gracias a las paradas en los pueblos oasis de Calama y San Pedro de Atacama, donde los muleros descansaban y los animales eran cambiados por otros frescos.
Para el año 1862, Cobija se había convertido en una próspera ciudad con escuelas, oficina de correos, banco, iglesia y otros edificios administrativos y comerciales. El descubrimiento de minas de plata y cobre en la región y la comercialización del guano como fertilizante natural aumentaron significativamente la importancia política y comercial de Cobija.
El equipo industrial pesado adquirido en Europa para las minas de Oruro y Potosí, así como mercancías más exóticas como pianos, se transportaban a lomo de mula. Estas mulas se llamaban “pianeras” y eran las más fuertes y resistentes capaces de cargar un piano entero.
Ruinas nada más
A medida que me acerco donde se supone se encuentra Cobija, busco señales de tráfico que me guíen, pero en vano; no hay ningún letrero que indique la dirección para la antigua capital y la única guía es el GPS. Tomo un camino de tierra que sale de la autopista, sin saber a dónde va, pero confiando en la guía electrónica. Al llegar, veo que de Cobija no quedan más que ruinas de lo que un día fueron los edificios y las casas de una próspera ciudad portuaria.
Camino hasta la orilla y me paro sobre unas rocas para otear el horizonte. El color negro de las rocas que dominan el mar me sorprende: no me imaginaba la costa de Cobija rodeada de rocas negras. En las aguas poco profundas de una marea en retirada, una enorme roca está “nevada” de guano, tan blanco como la nieve fresca, parece un Illimani en miniatura en medio de la bahía de Cobija. La capa de guano sobre la roca tiene al menos un metro de espesor, resultado de décadas de excrementos de pájaros acumulados sin que la lluvia los altere.
En 1868, un terrible terremoto destruyó la ciudad y, por si fuera poco, al año siguiente una epidemia de fiebre amarilla se cobró un elevado número de víctimas entre sus desafortunados ciudadanos.
Cerca de la orilla hay chozas de madera contrachapada y cartón con tejados de chapa oxidada, pero parecen desiertas. Mientras deambulo por las ruinas de Cobija, un hombre sale de una de las chozas. “Buenas tardes”, me saluda amistosamente y me dice que se llama Gilberto. Es un pescador de ostras que vive cerca de las ruinas desde hace diez años y parece tener unos cuarenta años. Gilberto es parte de la media docena de buceadores que pescan ostras en la bahía. Gilberto se sorprende de ver visitantes: “Aquí no viene nadie”, dice. Le explico el motivo de mi visita y se ofrece a enseñarme el lugar. Había oído que Cobija fue un puerto importante, pero no sabía que había pertenecido a Bolivia.
Gilberto me lleva a ver las ruinas del embarcadero, que se construyó con las vías del tren. Un viejo bote descansa sobre sus decadentes tablas. A unos cientos de metros de la orilla del embarcadero, nos recibe un espectáculo extraordinario: ¡un carro de mulas increíblemente bien conservado! ¿Cuántas veces habrán viajado sus ruedas de madera de Cobija a Potosí y viceversa? Gilberto señala un camino flanqueado aún por muros de adobe derruidos que desaparece en las lejanas montañas; al parecer, ésta era la calle principal de Cobija, el inicio de la ruta hacia el interior de Bolivia, hoy abandonada y olvidada.
En 1879, tras la Guerra del Pacífico, Cobija se deterioró rápidamente. Sus habitantes bolivianos se marcharon, su iglesia se trasladó a la ciudad vecina de Gatico y, en 1907, la antigua capital era una ciudad fantasma.
Marcada por catástrofes naturales, la historia de Cobija es trágica. En 1868, un terrible terremoto destruyó la ciudad y, por si fuera poco, al año siguiente una epidemia de fiebre amarilla se cobró un elevado número de víctimas entre sus desafortunados ciudadanos. Cobija fue reconstruida por sus resistentes habitantes, pero en 1877 un tsunami volvió a arrasar la ciudad. Con el descubrimiento de los ricos yacimientos de plata en la región de los Caracoles, cerca de Antofagasta, el estatus de Cobija como puerto comercial palideció. En 1879, tras la Guerra del Pacífico, Cobija se deterioró rápidamente. Sus habitantes bolivianos se marcharon, su iglesia se trasladó a la ciudad vecina de Gatico y, en 1907, la antigua capital era una ciudad fantasma.
Aparecen nubes grises en el cielo. Permanezco de pie en el muelle mirando las ruinas derruidas y las aguas azul oscuro del océano Pacífico. La brisa marina me golpea la cara, trayendo el olor del mar y los gritos de las gaviotas, generando un momento de melancolía que compromete todos mis sentidos. Las canciones patrióticas de mi infancia sobre el mar boliviano perdido desaparecen con el viento frío. Intento incorporar en mi memoria la solitaria bahía de Cobija y la tristeza del lugar y no puedo evitar pensar que el destino de Cobija refleja el devastador desenlace de la Guerra del Pacífico que dejó a Bolivia sin salida al mar, encerrada en sus montañas.
Exquisito relato de un tiempo olvidado para los bolivianos que vivimos con el sueño y anhelo de mojar los pies en el mar. Felicitaciones al autor por esta bella crónica atemporal. Santiago