Invierno de 1975. Pleno gobierno dictatorial de Hugo Banzer. Un joven maestro de secundaria aprovecha el feriado por el 6 de agosto para lanzarse hacia tierras lejanas cuyo nombre e historia le atraen: Chipaya. Camión y bicicleta, en ese entonces no había otro modo de realizar la aventura.
En 1975, cuando trabajaba en Oruro como profesor de secundaria, decidí que, cuando llegara agosto con su feriado, iría a conocer un lugar remoto y que por eso mismo me resultaba atrayente: Chipaya.
Ese nombre estaba en mi mente desde que me lancé a conocer, en Beni, cerca de Riberalta, un paradisíaco balneario denominado Tumichucua, a orillas de una laguna. Era éste un enclave gringo donde vivían unas 20 o 30 familias estadounidenses pertenecientes a una iglesia evangélica denominada Instituto Lingüístico de Verano, que en convenio con el gobierno boliviano se había instalado allí en 1956. Durante 25 años, esas personas vivieron allí dedicadas a evangelizar a tacanas, esse ejas, cavineños, morés, araonas y cuanta etnia aborigen habitaba en esa zona selvática. Les fue muy bien, pues aculturizaron a casi todos acercándolos a la biblia y alejándolos de sus tradiciones y saberes ancestrales; los incorporaron hasta cierto punto a la sociedad de consumo y por causas como ésa es que, actualmente, en Bolivia no quedan grupos humanos que vivan identificados con su hábitat natural como lo hacían sus antepasados.
En Tumichucua, donde pasé una noche en la casa de Carlos Uzquiano, quien trabajaba para los gringos como electricista, me enteré de que antes éstos estuvieron en Chipaya cumpliendo su “sagrada misión“, que no era poca cosa, pues se tomaban el trabajo de convivir con los selváticos, lo mismo que con los altiplánicos, para aprender su idioma y luego traducirles la biblia; según mi informante, estos extranjeros, siempre tan pragmáticos, habrían ayudado a que se usara el idioma de los chipayas para hablar en clave durante la Guerra de Vietnam.
En lo alto de un camión
Salí de Oruro la madrugada del 3 de agosto en un camión rumbo a Sabaya, población pequeñita que queda pocas horas antes de la frontera con Chile, camino a lquique. Fue un viaje de casi todo el día; los viajeros eran sabayeños que habían emigrado a la ciudad de Oruro y que en esa oportunidad volvían a su pueblo por la fiesta patria del 6 de agosto.
En un santiamén, el desértico pueblo se llenó de gente, todos sabayeños que llegaron en una caravana de camiones llevando varios conjuntos folklóricos, casi todos de morenada, con sus respectivas bandas de música, y, lo más importante, cerveza. Hubo cerveza en tal cantidad que los fiesteros no tuvieron necesidad de beber agua, ni comer, ni siquiera dormir, durante tres días, pues la idea era no volver a Oruro hasta no agotar las existencias de la abundantísima bebida.
El forastero allí era yo, que no tenía ninguna intención de integrarme al frenesí; la Providencia me rescató en la persona de un alumno mío, de Oruro, que al enterarse de mi intención de conocer Chipaya me facilitó una bicicleta. Salí montando al día siguiente después del desayuno hacia no se sabe dónde, pues no había ni trazas de camino y el terreno era totalmente despejado de vegetación; lo cruzaban, eso sí, en su primera etapa, dos ríos que por ser época seca (invierno) los atravesé con el agua a media canilla. Primero fue el río Barras y luego el famoso Lauca, conocido porque el desvío de sus aguas por los chilenos para su aprovechamiento unilateral hizo levantar el grito al cielo a las autoridades de nuestro país; más adelante me vi como en el desierto del Sahara, con dunas que dificultaban mi pedaleo ya que las delgadas ruedas se hundían en la arena.
El viento me empujaba tan fuerte hacia atrás que fue preferible bajar de la bicicleta. El Tata Sabaya convocó a los elementos de la naturaleza para impedirme avanzar y darme un mensaje. ¿Qué decía el mensaje? Supongo que: “¡Vuelve a Chipaya!, ¡allá necesitan profesores!”.
Mi rumbo era hacia el este, pero sin ninguna señalización ni referencia sólo podía confiar en mi ángel de la guarda al que mi abuela me consagró, como a cada uno de mis hermanos en nuestra tierna infancia. El mío respondía al nombre de Señor de Bombori y no dudo de que fue efectivo, pues al cabo de más o menos tres horas divisé las típicas casas circulares de adobe con techo de paja; quiere decir que anduve a un promedio de 10 km/hora.
Ya en el pequeño poblado que probablemente tenía algo más de medio millar de habitantes, los primeros que encontré me condujeron a donde la autoridad, el corregidor. Los chipayas son bilingües y, algunos, trilingües. Su idioma es el uruchipaya, denominado también puquina; usan el castellano como segunda lengua y también el aymara, pues los aymaras son sus vecinos más próximos.
El corregidor me recibió en la habitación de una casa rectangular que era su oficina; en ella se lucía el retrato del presidente, que en ese momento era Hugo Banzer en su periodo dictatorial; junto con la autoridad chipaya había otra persona que no era chipaya y que no hablaba, pero que estaba atenta a todo. Por esa presencia extraña es que el corregidor chipaya me pidió documentos y me sometió a un interrogatorio sobre mis intenciones de estar allí; deduzco que ese acompañante era un agente del gobierno que quería asegurarse de que yo no fuera un comunista o algo por el estilo; al corregidor le satisfizo mi explicación, según la cual yo, como profesor, fui a conocerlos para poder hablarles a mis alumnos sobre ellos; acto seguido, el corregidor llamó a un comunario de apellido Lázaro y le encargó que me diera alojamiento en su casa.
Lázaro me invitó quinua y carne de llama; en la noche me asomé a una casa rectangular amplia con techo de calamina, iluminada con electricidad, y me percaté de que era una iglesia evangélica: la misma del Instituto Lingüístico de Verano de Tumichucua con sus biblias como seña. Esa noche dormí sobre cueros de llama y cubierto por gruesos p’ullus.
En Santa Ana
Nuevo día en Santa Ana de Chipaya. Invierno, 5 de agosto de 1975, altiplano orureño a casi 4.000 msnm. Me había propuesto salir rumbo a Sabaya a primera hora de la mañana; sin embargo, me demoré negociando la compra de algunas artesanías y admirando las prendas tejidas de uso cotidiano.
El varón usa un poncho de lana de oveja denominado kushma, costurado por los costados y que para todos tiene el mismo diseño: es rayado verticalmente con franjas en gris claro y gris oscuro; las franjas son del ancho de un dedo. La kushma se sujeta en la cintura con un cordel a manera de cinturón. El tocado consiste de dos prendas, un ch‘ulu y el sombrero; el ch‘ulu es pequeño, parece de niño, y también tiene el mismo diseño para todos; sus franjas son horizontales y de colores claros, blanco y rosado.
La vestimenta de las mujeres, que también es uniforme para todas, es más elaborada y tiene predominio del color pardo; lo particular de las niñas y mujeres chipayas es su peinado que consiste en más de media centena de trencitas.
Lo que me pareció verdaderamente curioso fueron las boleadoras, como las de los gauchos argentinos pero mucho más pequeñas, pues si las de los gauchos son de bolas como naranjas, las de los chipayas son como ciruelas. ¿Qué uso tienen? Pues cazar parihuanas, es decir, flamencos; los chipayas tienen en sus proximidades el lago de Coipasa, donde habitan las parihuanas; también crían cerdos de abundante pelo en el lomo, así como ovejas y llamas. La proximidad del salar de Coipasa influye en la salinidad de la tierra y para sembrar quinua embalsan agua en parcelas y luego la drenan.
Lázaro me invitó quinua y carne de llama; en la noche me asomé a una casa rectangular amplia con techo de calamina, iluminada con electricidad, y me percaté de que era una iglesia evangélica: la misma del Instituto Lingüístico de Verano de Tumichucua (Beni) con sus biblias como seña.
Finalmente me despedí, monté la bicicleta y salí con sol radiante a eso de las once y media de la mañana. Mi principal referencia en un terreno tan llano era el Tata Sabaya, volcán solitario cercano a Sabaya; en dirección contraria y a unos 15 km está Ayparavi, la población hermana de Chipaya. Pasada una hora de pedaleo empezó el viento en dirección contraria a mi avance, justamente cuando empezaba el arenoso terreno desértico; cuando el viento se hizo más fuerte, empezó a levantar arena hasta que hubo un momento en que la visibilidad se redujo a 200 metros o menos. El viento me empujaba tan fuerte hacia atrás que fue preferible bajar de la bicicleta. El Tata Sabaya convocó a los elementos de la naturaleza, llámense viento y arena, para impedirle avanzar al intruso: yo. Y darle un mensaje. ¿Qué decía el mensaje? Supongo que: “¡Vuelve a Chipaya!, ¡allá necesitan profesores!”, o algo por el estilo. No lo consideré y empecé a empujar la bicicleta contra el potente viento cargado de arena y no me detuve ni un instante durante toda la tarde, hasta que amainó el temporal.
Estaba yo con una gruesa chamarra de cuero cerrada hasta el cuello; mi cabello me llegaba a los hombros y lo sentí pesado por la carga de arena: en Chipaya no encontré el salón de belleza donde hacerme las trencitas que resuelven el problema. Cuando la arena bajó fue como si se levantara el telón y pude ubicarme. ¿Cómo puedo decir esto si entonces no tenía idea de dónde estaba, pues caminé durante horas casi a ciegas?
Sería como las cinco de la tarde y ahí estaba el Tata Sabaya para orientarme; ya sin viento y sin dunas de arena pude pedalear y así llegué al río Lauca al mismo tiempo que el sol se ocultaba detrás de mí. Entonces tuve otro guía más preciso que el volcán, la torre de la Iglesia de Sabaya, pero estaba oscureciendo y entonces ocurrió el milagro: ¡luna llena! El sol se escondió por el oeste y simultáneamente la luna plena emergió por el este; me arremangué los pantalones, cargué mi caballo mecánico al hombro y crucé el río salpicado de los reflejos plateados de su majestad nocturna. Seguí pedaleando como una hora más y entré al bullicio de las bandas de música, las chinas morenas y los morenos beodos. Me fui a descansar.
Singular desfile patrio
Tercer día, aniversario patrio, desfile escolar en la plaza; una plaza vacía, ni un árbol, ni un banco, piso de tierra con un pequeño quiosco cerca de una esquina. Pasaron marchando los niños con sus profesores, todos muy sobrios; les tocó luego a los visitantes presididos por sus bandas de música, pero no estaban sobrios. La banda de música inopinadamente cambió la marcha por una morenada y su ritmo cambió el paso de desfile por el de una entrada folklórica y ¡que siga la farra!
Más tarde, caminando por una desierta calle con casas bajitas de adobe pintadas de blanco, escuché una banda de música y, por una calle transversal, como una aparición fantástica, vi aparecer una morenada. Los vivos colores de los elaboradísimos trajes, los parsimoniosos movimientos, contrastaban con la aridez y monotonía del medio circundante. Qué alegría y qué alborozo contagioso que al perderse hizo que el silencio y la monotonía sean mucho más evidentes.
En la ciudad de Oruro los artesanos que elaboran trajes de morenos, diablos, k‘usillos, huacahuacas, caporales, kullaguas y otros, ocupan toda una calle y trabajan año redondo, pues en cada nueva versión de carnaval se estrenan diseños que superan a los anteriores.
Al anochecer de ese día iba a salir la caravana de camiones de regreso a Oruro y yo tenía que volver al trabajo cotidiano. Subí a un carro con mi equipaje consistente sólo en una bolsa con una muda de ropa y un saco de dormir; en el camión todos nos acomodamos en posición horizontal a la espera de una larga noche de viaje. Casi a media velada, el camión se detuvo por un desperfecto mecánico. El chofer, para poder dormir la mona, le había dejado el volante a su inexperto hijo, quien, cuando el camión entró en terreno arenoso, hizo un mal cambio y rompió el árbol de transmisión que es como romper la cadena de la bicicleta. Todo el mundo abajo; mirando atrás pude ver la seguidilla de camiones que avanzaban muy lentamente, pues las ruedas se sumían en la arena; los pasajeros de mi camión hacían parar a los que nos daban alcance e iban subiéndose; yo me acercaba al conductor y le pedía permiso para abordar, pero como no era su conocido, me lo negaba. Apareció el último camión y aprovechando su lenta marcha decidí subir al vuelo y, una vez más, la Providencia en la persona del Señor de Bombori acudió en mi auxilio, ya que este vehículo estaba con una escalerilla en la compuerta trasera; me cogí de ella con una mano, pues la otra estaba ocupada con mi bolsa; corriendo y agarrado de la escalerilla tenía que subir por lo menos un pie a la barra más baja que estaba a un metro del suelo; la idea de que si no lograba subir me quedaría en medio de ese desierto en esa noche invernal me hizo conseguir alcanzarla justo en el momento en que el camión aceleró su marcha. Una vez arriba quise bajar a la plataforma, pero no encontré espacio ni para un pie y los pasajeros durmientes no se dieron por enterados de mi presencia, de modo que permanecí sentado en el borde de la compuerta hasta que despuntó el día que fue cuando empezó a desperezarse la gente e incorporarse. Entonces pude bajar, aunque ya poco faltaba para llegar a destino. Y llegué, ciertamente en compañía del Señor de Bombori.