Ha sido un gran año, pero más afuera que adentro. Esa, entre otras paradojas de hacer cine en Bolivia son señaladas por Mary Carmen Molina: representación internacional, falta de apoyo nacional, premios en festivales del mundo, escaso público local. ¿Qué hacer, cómo hacer para pensar el futuro del audiovisual?
Hace apenas dos semanas, la película boliviana El Gran Movimiento (Kiro Russo, 2021) fue la principal ganadora del 43º Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano de La Habana, en Cuba. Cuatro premios (mejor película de ficción, dirección, sonido y montaje) se suman a la larga lista de reconocimientos (casi 40) que el film obtuvo desde su estreno en la Mostra de Venecia, en septiembre de 2021. Además de este film, fueron parte de la programación del festival cubano otros tres bolivianos: la también multipremiada Utama (Alejandro Loayza, 2022), Pseudo (Gory Patiño, 2022) y Los viejos soldados (Jorge Sanjinés, 2022). Cuatro películas bolivianas participando simultáneamente en un festival internacional es un dato no solo llamativo, por su carácter inédito, sino por lo que representa en la región y en el país. Y aquí las cosas se muestran bastante paradójicas.
Al recibir uno de los premios, Kiro Russo habló de la precaria situación del cine nacional: “el cine boliviano ha crecido mucho gracias al esfuerzo de muchos y muchas en estos últimos años. Hemos ganado ya más de 80 premios [entre varias producciones, en 2021 y 2022], hemos tenido representación internacional increíble y sobre todo hemos podido hacer nuestras historias. Pero lastimosamente nosotros aún no tenemos ningún tipo de apoyo, no tenemos la ley del cine, no tenemos nada. Quiero hacer un llamado a la ministra de culturas Sabina Orellana y saber cuándo vamos a tener este apoyo”. Una semana antes, el 2 de diciembre, se difundió la noticia de que el Programa Ibermedia, único fondo cinematográfico internacional del cual Bolivia como Estado es beneficiario, resolvió congelar los recursos que tenía destinados para proyectos bolivianos presentados en 2022, debido al incumplimiento de pago de los aportes (por parte del Estado) de las dos últimas gestiones.
Una rara combinación
La “representación internacional” a la que se refiere Kiro Russo es comprobable no solo en el número de premios y de festivales en los que han participado una decena de producciones bolivianas entre 2021 y 2022, sino en el hecho de que el cine realizado en Bolivia, con estas películas, se sitúa en el mapa latinoamericano y mundial, es reconocible. Si la combinación de palabras “cine boliviano” resuena aún difusa y extraña dentro de Bolivia, cuánto más fuera. ¿De qué sirve que ahora, más que nunca en lo que va de este siglo, ese “objeto más o menos volador no identificado” (frase que el crítico Santiago Espinoza usó hace algunos años) aparezca en selecciones de festivales o nominaciones a premios, o se incluya en las discusiones contemporáneas sobre las imágenes en movimiento, o sea visto y apreciado por miles de espectadorxs fuera del país? La declaración de Russo y de otrxs realizadorxs que se pronunciaron por la suspensión de los fondos de Ibermedia expresa que el reconocimiento internacional tendría que servir para algo concreto en Bolivia, como la todavía pendiente reglamentación de la actual ley del cine, promulgada en 2019.
El momento que vive el cine boliviano desde 2021 es percibido dentro y fuera del país como una especie de “boom”. En mi punto de vista, las “razones” de esta coyuntura insólita son variadas: la consolidación, en pensamiento y práctica, de generaciones nuevas de realizadores y realizadoras y de equipos humanos de trabajo –sobre todo en la ciudad de La Paz, pero también en Cochabamba–; la forma y las estrategias de producción internacional que al menos una decena de las películas bolivianas estrenadas estos años comparten –la coproducción, los fondos de festivales y otras instancias y alianzas internacionales–; la financiación parcial, pero significativa, que más de cuarenta proyectos de producción –en distintas etapas y géneros– obtuvieron a través del Programa de Intervenciones Urbanas (PIU) del Estado boliviano –hoy inexistente, al menos para el campo audiovisual.
Público local, la otra rareza
Más allá de la precariedad institucional, hay otra cosa que no termina de cuajar. La buena acogida al cine nacional reciente por parte de los festivales y la crítica internacional se opone, para buena parte de los films, a la recepción del público boliviano. Han sido noticia y han generado alegría los estrenos y los premios internacionales de El Gran Movimiento, Utama, El visitante (Martín Boulocq), Cuidando al sol (Catalina Razzini), El disco de piedra (Geraldine Ovando), Los de abajo (Alejandro Quiroga), Cerro Saturno (Miguel Hilari), entre otras de 2022, así como el Premio Goya (2021) a la boliviana Daniela Cajías (por la dirección de fotografía en el film español Las niñas) y el Oso de Plata de la Berlinale 2022 a la película mexicana Manto de gemas, de la boliviano-mexicana Natalia López. Pero, en general, este entusiasmo no trascendió significativamente al campo cultural y cinematográfico local (sobre todo paceño) ni fue mucho más allá del grupo humano –incluso, de la clase social– directamente vinculado con la producción audiovisual o las artes. Los estrenos comerciales de la mayoría de estos films no arrojaron buenas cifras y, aunque el objetivo de las películas no haya sido el éxito nacional sino internacional, la no asistencia del público boliviano a las salas habla de una distancia al parecer infranqueable, nada nueva pero, en la inevitable comparación con los “resultados” fuera de Bolivia, algo más amarga.
Es posible esbozar una lectura sobre este aspecto a partir de las pocas excepciones. Dos películas bolivianas sí tuvieron éxito comercial nacional este año: Mi Socio 2.0, de Paolo Agazzi, oficialmente estrenada en febrero –su primer estreno, fallido, fue en marzo de 2020, pocos días antes de la cuarentena por la pandemia del COVID-19–, y Utama, de Alejandro Loayza, presentada en el país a fines de septiembre, varios meses después de su estreno internacional en el Festival de Sundance (en el que ganó el gran premio del jurado de la sección internacional) y de su paso por más de 30 festivales en todo el mundo. Creo que, en ambos casos, la promoción y la publicidad en medios de comunicación y redes sociales, además de otras estrategias de marketing, constituyeron un aspecto importante para los propios productores y equipos de las películas, quienes invirtieron tiempo y recursos para conseguir buenos números en la taquilla.
También pienso que Mi Socio 2.0 y Utama atrajeron al público boliviano por algunas de sus características de género o tono: la primera es una comedia, que adopta un lenguaje hegemónico de entretenimiento, combinando el humor con el suspenso, el narcotráfico o el drama familiar, todos comercialmente efectivos; la segunda es una película que le habla a un público juvenil y familiar desde sus personajes principales, plantea una historia desde los afectos y vincula en su propuesta una reflexión sobre el cambio climático, indudable problemática de discusión mundial. Pero creo que es más llamativa la capacidad que ambas producciones tienen de activar la nostalgia y modular las expectativas sobre el cine boliviano y lo que, en el imaginario de la sociedad, debiera ser o es “tradicionalmente” una película nacional.
Mi Socio 2.0, como su título lo revela, es la secuela de una de las películas más entrañables para el público nacional: Mi Socio, de 1982, también dirigida por Agazzi. La canción de esta película (compuesta por Alberto Villalpando e interpretada por Gerardo Arias y el niño actor Gerardo Suárez) es el único caso en el que la pieza musical de un film boliviano es clave para la fijación de este en la memoria de la gente. Este año, familias enteras se volcaron a los cines para ver probablemente no tanto la nueva película, sino las formas en las que esta traía otra vez la memoria de la primera. Que a la entrada de uno de los cines haya estado estacionado el mítico camión del film, con el que niñxs cuyos padres fueron niñxs en los ochenta se fotografiaban, habla de las afectividades que mueve esta película, pero de una en particular: la nostalgia. Algo parecido, pero en otro plano, toma forma con Utama. El diálogo que esta película establece, a través de la historia e incluso la locación de esta (el altiplano), de sus personajes y precariedades, saca a la luz una forma ya arraigada de entender qué es el cine boliviano, históricamente. Esto también se puede relacionar con lo que esperan los festivales internacionales sobre Bolivia –historias relacionadas con la identidad indígena y con la vulnerabilidad de los sujetos indígenas– y con la manera en que se espera que el cine boliviano hable de “lo que es Bolivia”. Ciertamente, esto no ocurre solamente con la película de Loayza y es una entrada de análisis que aplica para otros momentos y películas en la historia del cine boliviano. Esto es, pienso, justamente el componente nostálgico con el Utama logra un alcance mayor en comparación de otras películas nacionales recientes. Es probable que una investigación sobre los públicos, sus gustos y sensibilidades, sus prácticas y sus características heterogéneas, pueda dar material para hacer análisis más asentados sobre lo que ahora tengo en mente solo como una intuición. “Solo quisiera volver” puede ser más que el verso de una de las canciones más sentidas de la cumbia boliviana, puede que también sea el mantra de espectadorxs de lo más diversxs en la sala oscura, frente a la pantalla de la televisión o el celular, en la fiesta cantando “quiero, quiero que tú me digas hoy quién nos podrá separar”.