¿Estaremos viviendo ya un tiempo pospandémico? ¿Será que la ocupación del espacio público, a ratos desenfrenadamente, es una manera de desquitarse del virus? Lo vivido este 2022 parece responder que sí desde los estadios, los teatros y las calles.
Tiempos de mundial de fútbol. Gente lado a lado gritando, abrazándose. Nada especial si no mediara una pandemia, esa sí mundial, que había convertido algo cotidiano en un imposible.
Hoy los públicos arden, ardieron este año más que nunca, lo mismo frente al televisor de la casera o dentro de un estadio de barra brava. La pelota y los escenarios nos han hecho olvidar la muerte. Son tiempos de abrazo, de grito y de aplausos en todo lado. El miedo queda latente en la biografía; sin embargo, hemos decidido salir y borrar distancias.
En el mundo
En este 2022, Coldplay, Harry Styles y Rosalía llenaron estadios en América Latina, y los latinos fuimos y vivimos en grupo la euforia de la canción, del espectáculo. Cualquier cantidad de viajes para ver a la española y su Moto Mami, cualquier cantidad de sacrificios para ir a disfrutar de Chris Martin y el concierto más ecológico de los últimos tiempos. También pudimos darnos un chance con los últimos cantares de Serrat, quien se ha entregado a todos los públicos posibles en las giras de despedida por Europa y este lado del mundo.
Este año ha sido así, una odisea para despedir a los grandes de la música, del fútbol y a Federer, quien se ha retirado del tenis con el eco del aplauso. Volvimos al pasado al escuchar globalmente Running up that Hill de Kate Bush y nos emocionamos con el regreso de dragones en la tele. Muchos lloramos al ver al hijo del fallecido Taylor Hawkins tocando la batería en el homenaje que le hizo Foo Fighters. Los estadios y las multitudes están hechos para reír o llorar y así fueron nuestras emociones.
En nuestro mundo
En Bolivia, tuvimos nuestro propio momento de patota y alboroto. Nos autoconvocamos en los teatros y las calles. Nos fuimos al Carnaval de Oruro, donde el diablo hizo lo suyo con el descontrol: culpa del virus y sus restricciones, se dijo.
Bailamos con el Cristo del Gran Poder, más empoderado que nunca con el boom de los incas que despertaron la histeria colectiva y tiktokera.
Gracias al Cóndor de los Andes de Matilde, hemos regresado como los
exiliados de la enfermedad y de las penas para abrazarla simbólicamente en quimba.
A nadie pareció importarle su respectiva dosis de vacuna. Pensamos más en el ticket, en las colas, en el lugarcito de la calle. Todo se puso intenso, tan intenso como los multiversos de Maroyu y sus lindxs chiquillxs en eventos cruceños y paceños. Tanto como la respuesta a la convocatoria de Los Brothers para cantar la canción del año, el Digipi Diripi, en la San Francisco. Y como las convocatorias de María Galindo para marchar y grafitear contra la violencia hacia las mujeres, contra la impunidad y para exigir un mejor subisidio para las madres y sus hijxs.
Fuimos locamente a los teatros en La Paz; fuimos unx de los más de 3.500 asistentes del Fitaz y formamos la barra brava para aplaudir a Bernardo Arancibia, quien este año se estrenó como un gran organizador del festival de teatro. Nos enloquecimos correteando de un lugar a otro con la obra cruceña Palmasola, quedamos agradecidos por la presencia del maestro Eugenio Barba y la actriz Julia Barley, míticas figuras del Odin Teatret rindiendo homenaje a los bolivianos: por su coraje, por su fuerza.
También estuvimos a punto de quedarnos sin entrada las veces que se presentó Wajtacha en el país y fuimos en procesión a ver La Noche del Viernes de Jaime Sáenz. Aplaudimos con euforia los 30 años de Alto Teatro y las obras de Freddy Chipana. Hemos gastado nuestra platita con gusto. Basta con recordar aquella toma de las calles en la Larga Noche de Museos y cómo hemos movido dinero, tanto como en el Halloween paceño que parecía cabildo de niños disfrazados. Fuimos 80 mil personas volviendo a las colas para ver los museos, para escuchar canciones, para echarnos de menos de los objetos más bellos de nuestra cultura, para ver la hermosa Villa París, para encontrarnos en medio de los trajines con los amigos más entrañables. Movimos 28 millones de bolivianos esa noche.
También estuvimos a punto de quedarnos sin entrada las veces que se
presentó Wajtacha en el país y fuimos en procesión a ver La Noche del Viernes de
Jaime Sáenz.
Ni qué decir de los prestes y los matrimonios que envidiamos cuando atisbamos por redes la magnitud de sus fiestas. Ni qué decir del revuelo de Quya Reyna y su libro Hijos de Goni, festejado en preste masivo en la ciudad de El Alto y comentado a todo nivel en Twitter y Tik Tok.
También hicimos cola por un autógrafo de Liliana Colanzi en la Feria del Libro. Cómo nos habrán envidiado los que no hicieron esas filas interminables para lograr que Joaquín Cuevas y Alejandro Barrientos estampen su autógrafo en nuestro flamante ejemplar de la novela gráfica Altopía, el libro más vendido de la feria.
Linda la cola que hicimos para la reedición de la obra de Alison Spedding, De Cuando en cuando Saturnina. Y ¿cuántos Feminismos Bastardos habrá firmado María Galindo en las ferias nacionales e internacionales del libro?
Decenas de campesinos potosinos y chilenos viajaron y llenaron el polifuncional de Santiago de Chuvica para asistir a la premier nacional de la película Utama, de Alejandro Loayza Grisi. Un periplo, un retorno, una devolución, un gesto tan importante como los 41 premios logrados en 17 países.
Tuvimos más ofertas de cine nacional en nuestras salas, un récord que supera el de 1995, y pudimos escoger, de acuerdo a nuestros gustos, la película que más nos moviese, ya sea por el nivel cinematográfico, por la nostalgia o por el riesgo. Allí estuvimos los cinéfilos, apreciando Pseudo, El gran movimiento, Cuidando al sol o Mi
socio 2.0, para citar algunos títulos.
Gracias a Willy Claure hemos juntado nuestras firmas y hemos demandado masivamente entregarle el Cóndor de los Andes a Matilde, a nuestra Casazola. Lo logramos. ¿Cuántas de sus cuecas, en su nombre, habremos cantado en guitarreadas y conciertos? Hemos regresado como los exiliados de la enfermedad y de las penas para abrazarla simbólicamente en quimba.
También nos hemos roto con las partidas de Yayo Joffré y Ernesto Cavour. Hemos seguido yendo a los velorios, sí, pero esta vez con cientos de charangos en alto para despedirnos bien, cantando, tocando nuestros instrumentos en el cementerio.
Hemos comido hasta decir basta las sopitas en el Montículo escuchando jazz, hemos reflexionado sobre nuestra gastronomía en la Reunión Anual de Etnología y hemos caído como en novela con Máster Chef Bolivia. Todas las comidas posibles aparecieron con la efervescencia emprendedora: hasta salteña de chocolate nos han ofrecido. Hemos hecho y compartido memes y recetas masivamente hasta cansarnos.
Decenas de campesinos potosinos y chilenos viajaron y llenaron el
polifuncional de Santiago de Chuvica para asistir a la premier nacional de la película
Utama.
Los independientes
Los lugares alternativos crecieron en La Paz. El Bestiario recibió a poetas nuevos, músicos y teatristas, dando paso a las nuevas bohemias. Desde sus trincheras, el Thelonious atrajo a los amantes del jazz a un ritmo de 50 por semana.
La Casa Grito siguió creciendo con el teatro de pequeño formato y para la niñez.
Cotahuma ganó un espacio, El Gallinero, para descentralizar el encuentro con el público. En el Teatro Nuna siguieron apostando por la danza y el teatro, si bien es la casa de los músicxs de todo género; allí nos entusiasmamos alrededor de 18.000 personas durante este año, sin olvidar a nuestro Ramirito Núñez, el gran barman y mesero de los melómanos paceños.
Tuvimos nuestro Festijazz presencial con alrededor de 6.000 espectadores en cuatro ciudades de Bolivia, ocasión para rendir homenaje a los que se fueron: a Fernando Lozada, a Eddy Chuquimia y a Jorge Villanueva.
El Teatro Doña Albina, en Sopocachi, que había sufrido el cierre justamente cuando comenzaba a activarse, se desquitó de la pandemia y desde abril ha recibido a alrededor de 12.500 personas. Igualmente vimos nacer y hemos festejado muchas noches en el Cholahuasi, espacio que le da un toque especial a San Pedro y que ha contado más de 5.000 visitas hasta la fecha y con rebalse el día del Preste de la Carrera de Literatura y sus 400 literatos fiesteros.
También abrieron sus puertas lugares más pequeños, como Los Versos del Capitán que se decanta sobre todo por la canción de autor y las fiestas familiares. Y, para aquellos que desean escuchar juntos música clásica, ahí han estado Las Flaviadas que volvieron al modo presencial en marzo, con vinilos y chimenea encendida cada sábado durante 36 semanas. Un total de 790 personas amantes de Beethoven, Mozart y otros grandes se juntaron en el año, atraídas también por las sesiones con músicos tocando en directo.
Los vacíos
Por desgracia, también la ausencia de espectadores se ha hecho sentir. No vamos a enumerar cuántos conciertos, películas nacionales y eventos culturales tuvieron poquísimas personas en butaca. Un desperdicio en muchos casos. Una injusticia. Sí diremos que, pese a ello, productores y artistas siguen lanzando sueños para el año que viene.
Como público queda retarnos a asistir a lo que venga con la misma euforia de este año, el año del mundial, de las despedidas de artistas fundamentales, de los descubrimientos y las sorpresas, de los abrazos y de los reencuentros.
Pero también, cómo ignorarla, de la guerra, porque ante circunstancias así, de muerte, tal cual pasó con la pandemia, se hace más urgente que nunca satisfacer nuestra infinita necesidad de belleza.