El trovador cubano Pablo Milanés acaba de morir el 22 de noviembre, a los 79 años. ¿Habrá logrado arrancar una cueca a su guitarra, como intentó enseñarle en Varsovia su ocasional instructor boliviano?
Tuve tres encuentros con el cantautor cubano Pablo Milanés, miembro del desaparecido Grupo de Experimentación Sonora (1) del Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos-ICAIC. Encuentros con él en el escenario, de lejos, y luego de cerca, muy de cerca: él una taza de té con limón.
Gran músico, gran ser humano, quiso, junto a Silvio Rodríguez, aprender a tocar una cueca: no pudo, pese a su privilegiado oído; no pudieron los dos porque para cuecas y morenadas hay que ser de aquí, de las alturas.
La Habana, 1972
Cuando Santiago de Chile vivía en plena fiesta de la libertad del roto chileno que hacía posible el Chicho Allende, mi hermano Marcelo y yo estábamos allí. Todo era emoción y nos habíamos ganado el derecho de recibir el azúcar cubana de donación de pueblo a pueblo que llegaba en el buque Playa Girón. Entre paréntesis, dígase que ese buque fue muy bien conocido por Silvio, que cantó luego a esa su prisión navegante donde lo puso el régimen por andar con un disco de los Beatles en la mano. Ese barco de reeducación socialista arribó a Chile y nosotros, como voluntarios, ayudamos a descargarlo.
A Silvio, el Bob Dylan cubano, y a Milanés, tan solo Pablito, puro y simple, los vería luego en un local pequeño. Para mí fue como ha debido ser para los cubanos el arribo de los Rolling Stones en tiempos de Obama. En fin. Creo que cuando Dios creaba el universo y se imaginó la música de las esferas, puso sus mejores deseos en Cuba, la isla de la música, de lo erótico y lúdico, de lo rítmico. A mí me tocó escuchar la voz de Pablo y su musicalidad melódica más cercana a Vivaldi, un Vivaldi caribeño, quién diría.
Varsovia, 1987
El segundo encuentro fue en el Hotel Victoria de Varsovia, la Polonia comunista. Pablo y Silvio llegaron para musicalizar un trabajo documental en los estudios de cine.
Piso 12, pieza 1208, Silvio, Pablo y Armando con guitarra prestada (Pablo cargaba tres por lo menos).
Yo, el instructor. A ver, éste es el ritmo y la cadencia de apertura de la cueca chuquisaqueña, variante altoperuana, hija de Charcas la Real y Pontificia, más cadenciosa, elegante, más sangre azul, como todos en mi barrio Floridita. Como se dice, lo único que hacen rápido los chapacos son sus cuecas, los collas zapatean militarmente; los quiteños collas lo hacen lentamente, como con valium; los peruanos, arrastradito…
TanTaran Tan, Taran Tan Tan, y adentro… Les interpreto también una chapaqueadita: Me enamoré jugando de una chapaca hermosa flor…
El alumno Silvio, que no ha olvidado su estadía en Chuquiago de 1983, empieza a intentar y chapotea, no le da. Repite y nada. Pablo lo observa con cara de decir por ahí no va, y de vuelta al intento: TanTaran tan, Taran Tan Tan… Y se deshace de la guitarra, se la alcanza a Pablito que la coge, buen beisbolista, como si se tratara de un bate; intenta con el introito cuequeril para oír y no bailar. Él se acerca con su maravilloso oído y le pega más cerca.
De pronto, nos interrumpen; es el Señor Ron que se fuera usado para impedir la pestilencia de las aguas en las navegaciones circunterrestres de los héroes portugueses y españoles que imaginaron océanos e inventaron el mundo.
Ahora, mientras Silvio recupera la viola, nosotros le hacemos al ron puro, como alumnos destacados de Polonia, sin agua ni azúcar. En el socialismo real hay cuba libre, pero sin cocacola; igual, Cuba es un satélite más, no hay Cuba libre. Y sin hierba buena p’al mojito, ni buenos limones del Líbano, entonces puro y zas zas cholito. Pablo y Silvio levantan las manos de la cueca y empieza, desde la sangre mulata, judía e hija del islam, la música cubana.
Si los mexicanos comen desde que amanece y no han encontrado razón para dejar la mesa; si comen el día entero, de pie, de rodillas o sentados, los cubanos hacen sonar sus cuerpos, silvan, palmean, zapatean, irrumpen con trompetica, tubas, saxofones y percusión con los dedos, las palmas, los pies, los silencios… con una ruptura de síncope: Taaan, taan tan… tan tan.
Sólo que a los amichis cubanos les falta haber mamado desde la tierna niñez la fragancia guitarrera de la introducción a la cueca chuquisaqueña, real y pontificia. Es que hay cosas que dios da y otras que quita.
Despierto en la cama de Silvio; al salir por más ron, se abre el ascensor y me agarra un viento cruzado que me desparrama. Me recupero ante la mirada de Pablito, que me ha preparado una taza de té con limón para reparar el exceso de ron puro; me lo da en cucharilla. El colla no sabe liberarse de ese exceso que se le pobló de palmeras prendidas de fuego que baten las caderas, danzan con el viento del huracán y dispersan cenizas multicolores que iluminan el Caribe. Ese Caribe tan amado, esa Varsovia que está calladita, abriéndonos el muro de hierro para mirarse ante el espejo de una utopía del hombre nuevo con ansias de libertad hecha añicos.
La Paz, 2004
El tercer encuentro fue en el Teatro al Aire Libre de La Paz, principios del nuevo siglo. Después de varios teloneros, en un frío invernal paceño, lo vi salir al escenario.
El pobre mulato, temblando, envuelto en un poncho. Se sienta en una silla alta de bar, se envuelve las piernas como chofer de micro y se pone a cantar.
Se ha sentido afectado por la altura, pero la voz la tiene intacta. Pidió cumplir con el público de La Paz que lo espera ansioso; no tanto como a algún conjunto de moda que ocasionó desmayos, griteríos y empujones, pero aquí estamos unos mediotiempos nostálgicos de una revolución cada vez más lejana.
Pablo se fue de Cuba; no quiso ocupar ningún cargo, como sí hizo Silvio, y de hecho partió desencantado de la revolución en la que había creído. Murió en España, que ahora que lo pienso, algo tuvo que ver con las cuecas.