Las Warmi Puraj en Cochabamba se han capacitado para construir con sus propias manos lo que haga falta en sus viviendas. Pero ¿qué es lo que en realidad hacen colocando uno a uno los retazos de cerámica con que construyen sus cocinas?
Fotografías de Cecilia Lanza
En breve sucederá un infarto del alma. Eso le ocurrirá a quien mire esta historia desde afuera, porque por dentro esos dolores se han vuelto callo y es mejor agarrar todos los retazos del cuerpo y hacer con ellos un gran mosaico.
Gina Loayza, arquitecta que trabaja con mujeres de barrios jóvenes y precarios en Cochabamba, propuso contar esta historia con la clara intención de que, si salía seleccionada, el dinero otorgado como incentivo sería para ellas, las Warmi Puraj. “En ese punto yo quiero aclarar”, dice Emiliana Serrano y, como pasa cada vez que habla, todas callan y la escuchan.
Mientras Emiliana habla sucede ese arrebato en el alma. Porque lo que dice es que esos mil cuatrocientos bolivianos que recibirán las mujeres que están allí sentadas en círculo, integrantes de la precooperativa Warmi Puraj (en quechua, “puro mujeres”), lo usarán como capital de arranque para un préstamo que las ayude a seguir construyendo, poco a poco, sus viviendas. Mil cuatrocientos bolivianos, la mitad de un salario mínimo nacional, 26 bolsas de cemento, la décimo sexta parte del sueldo del Presidente del país o el costo de una sola canasta familiar. Quiero decir: un dinero mínimo alcanzará para alimentar el sueño de 11 mujeres y sus familias de cuatro, seis y ocho hijos. Mujeres trabajadoras en sus casas y en las calles donde buscan conseguir el pan del día, mujeres que hace tres años se capacitan en albañilería para construir en sus propias viviendas y con sus manos lo que haga falta. Aunque lo que hacen, en realidad, es otra cosa: reconstruyen sus propias vidas.
Gina, la arquitecta, ha llevado su trabajo con estas mujeres inevitablemente más allá en su relación con ellas, cuerpo a cuerpo. Por eso su compromiso es un radar a la pesca de toda iniciativa que pueda apoyarlas. Así les propuso postularse a la convocatoria de esta revista que buscaba historias de mujeres en el ámbito de las tareas del cuidado, y ganó. Les comunicó, celebraron, se reunieron en gran asamblea para definir qué y cómo contarían lo suyo, y ese día llegó.
La tierra prometida
Son aproximadamente 25 minutos de recorrido desde el centro de la ciudad de Cochabamba hasta la serranía misma del cerro San Miguel, en el Distrito 8 al sur de la laguna Alalay, donde las 11 mujeres integrantes de las Warmi Puraj viven junto a sus familias.
El cerro San Miguel es un territorio tomado por asentamientos informales hace unos 20 años. Evidentemente la relocalización de 1985 en el país tuvo mucho que ver pues desplazó a miles de mineros a distintos lugares en busca de empleo. Asentamientos así son caldo de cultivo para loteadores que fueron revendiendo esas tierras cuya propiedad, en gran parte de los casos, todavía está en litigio con el gobierno municipal. Siendo así, servicios básicos como agua, luz, alcantarillado, o calles, parques, posta sanitaria y escuelas, se lograron hace poco “a punta de organización” y de mucho andar de sus dirigentes, comenta Gina: aquellos son barrios “hechos por la gente”. Evidentemente el lugar es enorme y así como hay calles asfaltadas hay senderos de tierra y cactus, y así como hay casas de varios pisos hay lotes cuyo habitante es el mismo cerro.
Allí viven unas 6 mil familias, cada una con 4, 6 y 8 hijos, organizadas en varias OTBs (organizaciones territoriales de base) como Alto Mirador, Pampilla, Chaskarumy, Olivos, Plan 700 San Miguel, Serranía y Plan 700 Alto, que es donde estamos.
Unas más que otras, las viviendas de las Warmis necesitan mucho, desde cubrir el suelo porque en tiempos de lluvia las wawas se llenan de barro, hasta acondicionar sus cocinas o mejorar sus baños.
Cuando conozcamos una a una a las Warmi Puraj sabremos, por ejemplo, que el papá de Emiliana “se agarró” un terrenito aquí, porque siendo viudo y con varios hijos a su cargo, tenía a los niños menores viendo de casa en casa, de mala manera. Los maltrataban, los echaban “como a perros”, contará luego Emiliana. Ese terrenito, de unos 90 metros cuadrados, es de tierra pelada que aunque ahora tiene una nueva construcción a un costado, mantiene el cuarto de adobe que dejó su papá.
Unas más que otras, las viviendas de las Warmis necesitan mucho, desde cubrir el suelo porque en tiempos de lluvia las wawas se llenan de barro, hasta acondicionar sus cocinas o mejorar sus baños. De hecho, esta aventura comenzó construyendo baños pues en la zona había sólo letrinas.
Y sucedió porque en el barrio del lado, una ONG había desarrollado proyectos de mejoramiento de viviendas capacitando mujeres, y los buenos resultados saltaban a la vista. Ni cortos ni perezosos, los vecinos del Plan 700 Alto, a través de su Junta, invitaron a esa ONG a hacer lo mismo, llamaron a asamblea, presentaron el proyecto y listo. Quienes así lo deseaban podían participar en la capacitación que incluía dotación de material básico, “como darles un lápiz y un papel” dirá luego Gina: cinco bolsas de cemento, herramientas y otros insumos mínimos. Tocando puertas, una a una, las Warmis se juntaron. Y el asunto funciona así: se reúnen y cada una pone en consideración qué mejoras necesita en su vivienda, el área social del proyecto inspecciona pero son finalmente ellas –en asamblea– quienes deciden a qué casa le darán prioridad según su necesidad. Hay un monto como capital inicial en préstamo rotatorio, una parte del material es donación, la mano de obra la ponen ellas, y en una suerte de “ayni” (reciprocidad) todas colaboran de casa en casa.
El círculo de poder
(…) ya era hora de dejar que ellas agarren las riendas, “que tengan su asamblea, que decidan, que puedan participar y opinar todas, porque es lo más difícil ¿no?, no estamos acostumbradas a hablar mucho”.
Los modos asamblearios de las Warmi Puraj no son casualidad, siguen la tradición cultural y política de sus orígenes, pues la mayoría de ellas migraron a Cochabamba desde centros mineros de Oruro y Potosí, y varias llegaron desde provincias paceñas; lo hicieron desde niñas o muy jovencitas junto a sus familias, en busca de empleo y mejores días. Del mismo modo, es decir en asamblea, en estos días decidieron dar prioridad a la casa de la compañera Eva, adonde todas acuden a estucar las paredes de una habitación porque pronto será Todos Santos y el esposo de doña Eva falleció hace poco, así que su familia espera visita.
Son las diez de la mañana y al parecer llevan ya media jornada de laburo como lo atestiguan su ropa, sombreros y zapatos salpicados de estuco. Esta vez sacrificarán su valioso tiempo y dejarán de lado la mezcla, el yeso y la plancha para sentarse un rato y contar lo que hacen. Han comprado una botella de refresco que reparten en vasos desechables, acomodan algunas sillas, traen tablas de construcción, ladrillos, baldes de pintura, los vuelcan y se sientan. Entre las compañeras están la arquitecta Gina y Emiliana, con quienes coordiné la visita. Luego de presentarse con una gran sonrisa en un cuerpo menudito, la voz cálida y las palabras precisas, Gina se va, pues este asunto es enteramente de las Warmi Puraj. Días después Gina dirá que tras una década de trabajo con mujeres en Procasha, la ONG donde trabaja, ya era hora de dejar que ellas agarren las riendas, “que tengan su asamblea, que decidan, que puedan participar y opinar todas, porque es lo más difícil ¿no?, no estamos acostumbradas a hablar mucho”.
Tal vez por eso, por esa “costumbre” de callar, sucede también lo contrario: quienes superaron sus miedos, esos que les taparon la boca y el alma, no paran de hablar. Eso sucede con varias compañeras en este círculo que a ratos parece un anillo de poder: mujeres vestidas de “albañilas”, cual valkirias contemporáneas, se miran ahora como conquistadoras de un territorio antes exclusivamente masculino.
No hay duda de que saber lo que saben y hacer lo que ahora hacen, las empodera. Frente a sus esposos ellas saben más y mejor sobre albañilería. Y eso es bueno, aunque para algunas todavía implique librar batallas domésticas cotidianas: desde el machismo que aún resiste, hasta los malabares que ellas deben hacer para cumplir su triple rol de madres, esposas y amas de casa. A eso hay que sumar su trabajo fuera de la casa, sea en las calles como comerciantes, vendedoras ambulantes o en algún otro empleo eventual. Además, hay que añadir su cuerpo entero, como “albañilas”, entregado a construir retacitos de sueño: un piso en su patio, un mesón en su cocina, una pared, una puerta, una lavandería.
¿Algo más? Pues sí. Y es que como “no hay trabajo”, los esposos de varias de las compañeras –algunos de ellos albañiles– pasan mucho tiempo desempleados y son ellas las que, con su trabajo de comerciantes, costureras, pasteleras y mil oficios, sostienen el hogar.
(Recomendamos el reportaje “Las mujeres salen a trabajar, ¿quién está cuidando a l@s hij@s?” sobre empleo femenino y tareas del cuidado en Bolivia https://www.revistarascacielos.com/2022/08/21/las-mujeres-salen-a-trabajar-quien-esta-cuidando-a-los-hijs/)
La historia sin fín en busca del fin
No sé cómo se dan tiempo para todo, pero además tienen la paciencia de escucharse unas a otras. Sólo Toribia sale de la reunión de rato en rato sin que se note. Resulta que su casa queda al frente y ella corre a supervisar la olla donde hierve pollo y fideo para el ají del almuerzo. Toribia es la vicepresidenta y habla como tal. Si alguna compañera trastabilla en su relato, ella interviene de inmediato con una larga explicación. Y como Toribia no suelta la palabra, aparece la voz clara de Emiliana, presidenta, que en un dos por tres sintetiza el asunto.
Una a una las compañeras del círculo de poder se presentan. Están Elvira, Eva, Marta, Casilda, Toribia, Emiliana, Irma, Beatriz y Viviana, en ese orden. Unas más que otras comparten un pedacito de sus vidas, cuentan desde dónde llegaron, por qué y cómo es que no pudieron terminar la escuela a pesar de sus ganas, y cómo es que acabaron emparejadas y cuándo fue que llegó el primer hijo, y luego el otro y el otro. La mayor de ellas es doña Beatriz, que tiene 60, y la más joven es Emiliana que acaba de cumplir 31 y bien podría ser, por ejemplo, hija de Beatriz o de Irma, cuyos hijos son mayores y sus nietos tienen la edad de muchos de los niños de las Warmis. Hijos adultos que, como muchas de ellas lo hicieron alguna vez, migraron hacia Brasil, Argentina o Chile, en busca de empleo.
Varias cosas se repiten en las historias de estas mujeres como triste canto que reverbera en cada rincón del país. La pobreza multidimensional(1), esa que privó a sus padres de estudiar, arrastró a los hijos a una vida precaria que, a su vez, obligó a éstos a abandonar la escuela para buscar trabajo y aportar a la economía familiar y, en el caso de las mujeres, la posibilidad de estudiar fue simplemente una utopía. Alguien debía sostener la casa (limpiar, cocinar, lavar, criar, planchar, cuidar), ese sistema económico de explotación laboral de las mujeres, invisibilizado y naturalizado.
Los hijos hombres, por su parte, echados antes de tiempo al mercado laboral informal, de pronto encontraron algún empleo (“mi hijo está en la costura”, “mi hijo trabaja en la construcción”), llegó la pareja, llegaron los hijos o, ya con algo de dinero en las manos, no quisieron volver a la escuela.
Las mujeres vivieron primero ese rito de paso contínuo del trabajo doméstico “natural” hacia el mercado laboral informal y precario donde “se hicieron de pareja” y llegaron los hijos. En medio camino, abandonar la escuela fue igualmente algo “natural”.
A su triple rol de madres, esposas y amas de casa, hay que sumar su trabajo fuera de la casa. Además, hay que añadir su cuerpo entero, como “albañilas”, entregado a construir retacitos de sueño: un piso en su patio, un mesón en su cocina, una pared, una puerta, una lavandería.
Yo soy Marta Iriarte Rodríguez. Soy de Mizque (Cochabamba), tengo 36 años. Tengo tres hijos, mi hijo mayor tiene 15, el menor 12 y mi pequeño cuatro.
He estudiado tres años. En la noche trabajaba y no tenía ayuda de mi madre, nada. Yo he salido sola, terminé el colegio pero después de eso no he podido seguir más.
Marta es cochabambina y se nota, tiene la estatura y el aire de una basquetbolista y su vozarrón combina con su carácter fuerte que sin embargo engaña, pues doña Marta es de las más alegres y solidarias del grupo, considerada por todas como buena amiga y compañera. Marta es también la mejor “albañila” entre las Warmis, pues aprendió de su papá.
Yo me llamo Casilda García Saravia. Yo soy de Anzaldo (Cochabamba). En el campo cuando era chiquitita, cuando tenía 13 años, me he venido.
Antes de que me venga he estudiado cuarto básico nomás, y como no tenía plata, mi mamá les ha sacado [a ella y sus hermanos], aquí les ha traído para trabajar, y así, aquí he trabajado en todo lado hasta que tenía 20 años.
Las chicas [sus hijas de 23 y 19 años], están trabajando. Cómo vamos a estudiar, no tenemos plata, mejor trabajaremos todavía, recién con eso vamos estudiar, dicen. Tampoco no me quiere ayudar mi marido para que estudien, nada.
Casilda recibe la consideración, pero sobre todo el apoyo de sus compañeras, ya que su esposo aún no acepta de buena gana que las Warmi Puraj invadan su casa. Así, una mañana en que ellas debían continuar su trabajo en la construcción del piso de la cocina de doña Casilda, se encontraron con que su esposo había terminado todo. Pena por doña Casilda, pues su cocina no quedó como la de sus compañeras, con esos coquetos detalles con que, entre risa y risa, arman los trozos de cerámica. Sin embargo, en casa de Casilda las Warmis lograron construir y colocar una puerta de ingreso que antes era de calamina y con la que sus niños corrían el riesgo de cortarse las manos.
Yo me llamo Irma Vicente Rosas. Soy de Oruro, allá he vivido hasta mis 14 años, he estudiado hasta séptimo, entrando a octavo me vine a Cochabamba. No quería venir, mis hermanos me han traído, creo que ha sido la envidia porque yo quería estudiar para profesora, quería ser algo. Con mentiras me trajeron diciendo vas a estudiar, y haciéndoles caso me vine. Como ellos trabajaban y tenían sus talleres, yo dije que me iban apoyar pero cuando llegué no ha sido así, más bien me han hecho trabajar. Yo quiero estudiar, les decía, para qué vas a estudiar, tú eres mujer, me decían, nosotros hemos estudiado, para qué vas a estudiar. Y he tenido que ayudarles a ellos con sus hijos. Me quedé con las ganas, llorando.
Doña Irma es reposada. Cuenta que cuando uno de sus hijos se cayó siendo niño, su esposo le dijo que eligiera entre cuidar al niño o atender el puesto de venta que tenía. No tuvo muchas opciones, se quedó en casa y perdió su autonomía económica. Otro de sus hijos anduvo por mal camino y ella tuvo que pasar mil y un penurias, quizás a eso se daban sus canas prematuras, dice.
Yo me llamo Elvira Flores. Yo he venido de La Paz, de provincia Aroma; aquí hemos vivido y hemos trabajado. Tengo familia yo. Aquí me he venido, nos hemos conocido, nos hemos casado, aquí vivimos hace tiempo. Ya tengo tres hijitos, y yo, de mí, uno.
Elvira compensa las pocas palabras con su rostro siempre risueño. A estas alturas, luego de 25 años viviendo en Cochabamba, lleva pollera corta, aunque por debajo trae un buzo de lana. Pero si algo no puede faltar en su atuendo es un coqueto sombrero de ala ancha. Doña Elvira tampoco terminó la escuela.
Yo me llamo Beatriz Ovando Hinojosa, soy de Llallagua, he nacido en la mina. Mi mamá me ha traído aquí, ocho años, chiquita me ha traído. Somos cuatro hermanos, a mis hermanitos los han traído recién nacidos y yo tenía que ser la mamá de mis hermanitos, eran tres, a los tres yo me he criado. Yo soy la mayor de toditos.
No me han dejado estudiar, al kínder me hacía anotar, de ocultitas tenía que ir, ya me pegaba mi papá, ¡¿dónde has ido?! No le decía nada, a mi mamá nomás le decía: mami, he ido a aprender un poco letra. [Mi mamá] no sabía ni el parto siquiera, he tenido que hacerle nacer a mi mamá la wawa, se ha muerto en mis manos y me han pegado.
Doña Beatriz es de las que habla un buen rato y lo hace repasando su vida atravesada de penurias de las que luego se recupera y toma impulso. Hace tiempo que es viuda, sus hijos ya son mayores y aunque estén lejos, están bien y eso la alivia. Beatriz se sostiene sola vendiendo refrescos en la calle, a mucha honra.
Yo me llamo Bibiana Aruhiza Thola, soy de La Paz, provincia Pacajes, Coro Coro. En el campo hasta cuarto será he estudiado. Un año entraba, un año no, así, porque mi papá siempre nos decía: mujeres para qué van a estudiar, mujeres en vano van a estudiar, los varones tienen que estudiar, así nos decía.
Yo me he venido a trabajar. Mi papá falleció cuando tenía nueve años y mi mamá “andá a trabajar”, diciendo. Mi hermano mayor me ha traído aquí, él trabajaba en una fábrica de helado, luego hemos trabajado en un restaurante, de ayudante de cocina, ahí he conocido a mi esposo. He estudiado en CEMA, faltaba un año nomás para terminar pero me he juntado con mi esposo y he dejado.
Doña Bibi la única de las Warmis que esta mañana trajo a su quinta wawita porque es bebé y no puede dejarla. Las compañeras con niñxs igual asisten y, en ese caso, ofician de asistentes realizando labores sencillas como pasar agua o cosas así.
Mi nombre es Eva Uruña Paco, yo también soy de provincia Aroma (La Paz), pero mi esposo acaba de fallecer recién nomás [llora, la consuelan, continúa]. Aquí una tiendita me voy a abrir. Este año mi hija ya sale promoción, por eso les he dicho a mis compañeras que vengan a ayudar. Voy a terminar de pagar, cada mes tengo que depositar. Voy a volver a sacar de nuevo para puertas y ventanas [se refiere al préstamo que sacan las Warmis de su precooperativa para las mejoras en sus viviendas]. Más bien que están aquí las compañeras, les bendigo.
Todas agradecen, murmullan al mismo tiempo, dándole su apoyo. Doña Eva es la dueña de casa y no habla de la escuela ni mucho más porque lo que ocupa su vida hace meses es el reciente fallecimiento de su esposo, más todavía porque él estaba construyendo el cuartito donde ahora estamos, el mismo que las Warmis revocan estos días. Pero además le hace falta apoyo porque tiene una hija con discapacidad y para llevarla a la escuela en silla de ruedas necesita improvisar un pequeño puente hacia la calle, porque hay una zanja abierta.
Buenos días, mi nombre es Toribia Lucana Ariviri. Yo soy de Oruro provincia Saucarí, Toledo (la capital). Yo me he venido a Santa Cruz y después llegué a Cochabamba por la clima, es muy lindo. También me vine por trabajo, estoy aquí 25 años. Yo he estudiado hasta cuarto básico. Mi mamá era bien tacaña porque antes era dicho para qué las mujeres van a estudiar, los hombres tienen que estudiar. Bueno, nosotros también hemos tenido ovejas. Como yo no he estudiado, mi mamá me llevó al campo y yo tampoco he puesto el interés de estudiar, y mi mamá me dijo: como no quieres estudiar vamos a ir al campo; ahí he estado hasta mis 17 años.
Doña Toribia es una mujer imponente y simpática. Es la vicepresidenta de la organización por mérito de su dedicación a cuanto se pueda. Lo suyo es conciliar y resolver todo en la vida conversando. Así lo hace en su casa y con las Warmis. Toribia es costurera y gran administradora de la economía familiar. Su esposo también costura, su hijo igual, tienen un pequeño taller y su hija mayor pronto será médica. Hay todavía dos hijos pequeños listos para ir a la escuela. En su casa y en su vida todo funciona como reloj. Acabada la reunión con las Warmis haremos una suerte de inspección a su vivienda que, a los pies del cerro, trepa y trepa en 10 x 10 metros cuadrados, almorzaremos el ají de fideo que cocía sin perder el tiempo mientras estábamos reunidas, y Emiliana bromeará mirando las fotos de su amiga, pero también llorará su vida entera.
Yo me llamo Emiliana Serrano Morales, soy de Cochabamba, Quillacollo, no sé cuándo mi papá me habrá traído aquí a Cercado. Llegué hasta primero medio, después ya me he conocido con el papá de mi hijo y yo no tenía apoyo así que obligado he tenido que dejar el colegio, porque mi hermano al principio me dijo: yo te voy a apoyar, pero con su estudio tampoco no podía, como estaba en la universidad no había con quién dejar a mi pequeño. Como era solita, entonces he decidido dejar el colegio.
Emiliana llora, le dura apenitas, de inmediato agarra su orgullo, su amor propio, sus mil batallas vencidas, pero llora. Lo que más le duele –además de haber perdido a su papá, su único apoyo de niña huérfana de madre y pronto también de padre– es haber dejado de estudiar porque lo que más quiere en el mundo es estudiar. Por eso participa en cuanto taller y oportunidad aparece, pero la culpa ronda, su hijito ya le ha reclamado su ausencia en la casa. A pesar de eso, ella se esmera cual malabarista que sostiene hijos, casa, compañero, dirigencia, capacitaciones, las tortas que hornea para lograr ingresos y la albañilería para mejorar su calidad de vida. “Porque como ve, hay hartos que viven en alquileres o en una sola vivienda viven cuatro, cinco familias; entonces, a esas personas se les ha dado una opción a agarrar lote”, señaló al principio. Hablaba por experiencia propia, por eso luego Emiliana expondrá eso del fondo común y será la autora de aquel infarto del alma:
Esos 1.400 que se ha ganado (con Rascacielos), a la institución de la arquitecta hemos presentado carta para que nos duplique, o sea, para que nos preste. Nosotras hemos dicho: como somos una precooperativa, hemos dicho ayúdenos; la arquitecta ha hablado con su jefa y ha aprobado con la condición de que seamos bien cumplidas. Hemos hecho presupuestos de cómo se va pagar y en qué tiempo se va pagar, y si es a cero interés; ese incentivo se está quedando como garantía y con eso nos están prestando. Es una alegría para todas nosotras seguir mejorando nuestras viviendas para que vivamos mucho mejor, para que nuestros hijos no vivan como tal vez muchas de nosotras hemos vivido, en alquiler o en familias, porque no se vive nada bien. Para que nuestros hijos no vivan todo lo que nosotras hemos pasado.
El cuerpo, la primera casa
Emiliana es una líder nata y junto con Toribia hacen una buena dupla en la conducción de la organización. Con ella vamos a casa de Toribia donde Emiliana, que entre otras cosas es pastelera, hace gala de sus conocimientos en todo lo que aprendieron, y a modo de receta dice cuánto de cemento, agua o arena se debe mezclar, o cómo usar la plomada y para qué sirve el nivel.
Luego, en la loma misma del cerro San Miguel, Emiliana me lleva al parque que las Warmis construyeron y que es hasta ahora la obra más importante del barrio. Allí está el vicepresidente de la Junta, don Ángel Jaimes, que bromea diciendo que siendo mujeres “les han dado la oportunidad” de hacer esa obra como “albañilas”, o qué bueno que aprendan para que luego construyan gratis. Pero ciertamente bromea y Emiliana lo acompaña, le da pelea, ríen, porque Ángel se esfuerza en comprender el camino que están siguiendo las Warmis; entiende que el trabajo en la casa es trabajo y, aún así, entre líneas queda lo que sucede en la sociedad entera, cruza los brazos por detrás y seriamente dice: Yo creo que es un gran avance porque las mujeres se están autovalorando. Ya no es “yo solo soy ama de casa”, no. Ahora [cuando]“no tienen nada que hacer” ya están buscando por lo menos salir a vender algo. Aprenden a hacer masitas, salen a vender, o algunas cosas que tejen están saliendo a vender (…). Se están dando modos de ser parte del desarrollo de la familia. Es lo que me gusta de las señoras, les agradezco porque ellas van a ser el ejemplo de las jovencitas que están creciendo.
Dos cosas quedan. O tres, o más. La primera es que aunque todavía les falta mucho por aprender, las Warmis se han planteado como posibilidad laboral conseguir contratos y ganar dinero como “albañilas”. Por ahora han avanzado hacia una nueva modalidad de trabajo cooperativo: su mano de obra recibe remuneración a modo de incentivo. Es parte del costo de la obra en la que ellas se contratan a sí mismas a un precio módico, y la beneficiada va pagando poco a poco al fondo de la cooperativa. Anotan en un cuaderno días y horas en que cada una trabaja, se prorratea, y cada quien gana según su asistencia que debe ser más o menos equitativa siguiendo el “ayni” pactado.
La idea entonces es que ese espacio que sirve para capacitarse y mejorar, también sirva para reflexionar sobre el autocuidado del cuerpo. Su cuerpo, nuestro cuerpo, ese que sólo va al médico cuando ya no da más, ese cuerpo cansado porque hace esto y lo otro.
La segunda cosa es fundamental y la dice Gina a modo de autocrítica seguida de una propuesta, porque a estas mujeres se les ofrece la oportunidad de mejorar sus viviendas, su calidad de vida, pero eso implica la paradoja de cargarse o cargarles más trabajo todavía. Tienen wawas chicas, tienen que cocinar, algunas venden chicharrón, otras tienen su tienda, y encima “quiero mi cocina”, entonces me voy a sacrificar porque quiero mi cocina con cerámica. La idea entonces es que ese espacio que sirve para capacitarse y mejorar, también sirva para reflexionar sobre el autocuidado del cuerpo. Su cuerpo, nuestro cuerpo, ese que sólo va al médico cuando ya no da más, ese cuerpo cansado porque hace esto y lo otro.
Es difícil, dice Gina, porque cuando les decimos ¿alguna vez se han tocado?, mueren de risa porque nunca se han tocado el cuerpo. ¿Se han mirado en el espejo?, y tampoco se han mirado en el espejo. ¿De cuerpo entero?, tampoco. Entonces, ¿mejoran su casa?, sí. ¿Y la primera casa, la mejoran?
El camino de las Warmis da para largo y eso las entusiasma. El trabajo que las reúne para ayudarse unas a otras a cumplir el sueño de tener una cocina con cerámica, es el pretexto para juntarse a conversar, reír, llorar, compartir, soñar, ser libres armando una a una las piezas de cerámica con las que reconstruyen su nueva vida.
(1) Pobreza multidimensional es “una condición humana que se origina en el acceso desigual a recursos, a oportunidades, a la participación informada, a la seguridad y justicia” (Deliberando: Conocimiento y participación en un mundo en transformación. Centro de Estudios para el Desarrollo Laboral y Agrario. CEDLA, octubre 2021)
Este texto es parte del proyecto “Mujeres orquesta. Las tareas del cuidado en Bolivia”, elaborado por Rascacielos en coordinación con el Centro de Estudios para el Desarrollo Laboral y Agrario (CEDLA) y el apoyo de la Embajada de Suecia en Bolivia.