Supo, desde los tres años, que era mujer. Entenderlo, desde su cuerpo y ante el rechazo de los demás, le costó años de soledad y de frustración. Ésta es la historia de una artista y docente narrada en primera persona.
Desde mis tres años, sabía que era una niña. Cuando veía a mi mamá maquillarse y alistarse para salir, tenía el deseo de ser, cuando creciera, una mujer tan linda y elegante como ella. Era lo que quería. Recuerdo que siempre me atrajo el maquillaje, el brillo de labios… me ponía rímel. Claro, en el instante en que mi mamá me vio, me dijo: “Tú eres varoncito”, y no me dejaba usar sus cosas. Desde esa edad tuve miedo de expresar mi verdadera identidad de género.
Recuerdo que una vez mis primas me propusieron: “Tienes las pestañas largas, ¿y si te ponemos rímel?”. Lo hicieron. Yo tenía temor de que mis padres me llamasen la atención, pero no me dijeron nada porque supongo que pensaron que era un juego. Terminé supermaquillada.
Cuando estuve en kínder, me, preguntaba por qué no podía vestir el uniforme de falda, como las niñas, tener el cabello largo, usar aretes. Me sentía muy frustrada cuando me decían: “Tú eres varón, tú eres niño”. Y me entristecía cada vez que me cortaban el pelo.
A mis 6 o 7 años empecé a ponerme la vestimenta de mi mamá cuando nadie me veía. Usaba sus pantimedias y me maquillaba hasta que, a mis 9 años, ella me encontró y me prohibió tocar sus cosas. Pensé que nadie me apoyaría ni entendería. Creía que era la única persona en el mundo que se sentía así.
Me resigné entonces a vivir como varón. “Voy a ser chico nomás, voy a intentar serlo”, pensé. Fue el mejor papel que interpreté en mi vida, porque pasé desapercibida como un niño más. En el colegio nadie sospechaba nada. Incluso, creo que sobrefingía masculinidad.
Desde mis tres años, sabía que era una niña. Cuando veía a mi mamá maquillarse y alistarse para salir, tenía el deseo de ser, cuando creciera, una mujer tan linda y elegante como ella. Era lo que quería. Recuerdo que siempre me atrajo el maquillaje, el brillo de labios… me ponía rímel. Claro, en el instante en que mi mamá me vio, me dijo: “Tú eres varoncito”, y no me dejaba usar sus cosas. Desde esa edad tuve miedo de expresar mi verdadera identidad de género.
Recuerdo que una vez mis primas me propusieron: “Tienes las pestañas largas, ¿y si te ponemos rímel?”. Lo hicieron. Yo tenía temor de que mis padres me llamasen la atención, pero no me dijeron nada porque supongo que pensaron que era un juego. Terminé supermaquillada.
Cuando estuve en kínder, me, preguntaba por qué no podía vestir el uniforme de falda, como las niñas, tener el cabello largo, usar aretes. Me sentía muy frustrada cuando me decían: “Tú eres varón, tú eres niño”. Y me entristecía cada vez que me cortaban el pelo.
A mis 6 o 7 años empecé a ponerme la vestimenta de mi mamá cuando nadie me veía. Usaba sus pantimedias y me maquillaba hasta que, a mis 9 años, ella me encontró y me prohibió tocar sus cosas. Pensé que nadie me apoyaría ni entendería. Creía que era la única persona en el mundo que se sentía así.
Me resigné entonces a vivir como varón. “Voy a ser chico nomás, voy a intentar serlo”, pensé. Fue el mejor papel que interpreté en mi vida, porque pasé desapercibida como un niño más. En el colegio nadie sospechaba nada. Incluso, creo que sobrefingía masculinidad.

Me sentía muy frustrada cuando me decían: “Tú eres varón, tú eres niño”. Y me entristecía cada vez que me cortaban el pelo.
El viaje a Cuba
Salí bachiller en humanidades del Instituto Americano el 2007. Al año siguiente ingresé a la carrera Comunicación en la Universidad Privada del Valle (Univalle). Estuve ahí un semestre, porque luego fui a estudiar a Cuba para instruirme en cine en la universidad Instituto Superior de Artes (ISA). Allí conocí a un hombre gay, mi compañero de cuarto. Y a una pareja de mujeres lesbianas de Nicaragua.
Recuerdo que una colega de clases, cubana, hizo un documental sobre una travesti de La Habana. Cuando vi a la mujer del video contar su historia, me identifiqué, sobre todo con lo que vivió en su infancia y adolescencia. Al final, ella contaba que terminó en el trabajo sexual, en la Quinta Avenida de la capital cubana. Allí, le habían echado ácido en la cara.
Al salir del cine fuimos a comer para festejar, porque esa producción ganó un festival universitario. Ya en el boliche, mientras bebíamos, me puse a llorar. “Yo soy como la chica de tu documental”, le dije a mi compañera. Y seguí: “Por fin me estoy encontrando y entendiendo un poco mejor lo que siento. Me identifico con la protagonista de la película porque yo también soy así”. Varias de mis compañeras me abrazaron.
Después de ese día, busqué en internet información sobre personas trans. Fui entendiendo. Supe de la diferencia entre orientación sexual e identidad de género, que se podía hacer la terapia de reemplazo hormonal, que existían cirugías, entre otras cosas reveladoras para mí.
Otra vez en casa
Regresé al país el 2011 y le comenté a mi mamá sobre el tema. No lo hice de manera directa, porque quería tantear el terreno. Le mostré la historia de varias chicas trans. Le gustó aprender, pero cuando se dio cuenta de que era una indirecta, su reacción fue: “Eso nunca va a pasar en mi casa. ¡Jamás! Mientras yo viva, no lo vamos a aceptar”. Me entristecí, pero yo estaba muy decidida a transformarme en mi verdadero ser y nadie me iba a detener.
Hice una transición social. Me dejé crecer el cabello, llevé ropa de chica y maquillaje. Cuando salía de mi casa, a pasear con mis amigos o a las discotecas, iba de chica.
“Eso nunca va a pasar en mi casa. ¡Jamás! Mientras yo viva, no lo vamos a aceptar”, dijo mi madre. Me entristecí, pero yo estaba muy decidida a transformarme en mi verdadero ser y nadie me iba a detener.

Entré a la carrera de Lingüística en la Universidad Mayor de San Andrés (UMSA) y al Conservatorio Plurinacional de Música para tocar la guitarra eléctrica. En ambas instituciones, como yo iba vestida de mujer aunque aún tenía mi documento de identidad de hombre, pasé por situaciones difíciles. En la UMSA la llevé peor. Me trataron mal. Un docente llegó a preguntarme: “¿Por qué estás usando peluca?”. En otra ocasión, cuando hubo un concurso de karaoke organizado por el centro de estudiantes, junto a mi nombre en la lista alguien escribió: “mariconazo”. Fue terrible.
Hablaban a mis espaldas. Comentaban que yo era un “marica” y otros insultos. Un auxiliar de docencia se quiso propasar conmigo. Yo ingresé al baño y él se metió detrás de mí. Me dijo: “Bésame, bésame”. Yo le respondí: “¿¡Qué te pasa, boludo!?”. “Quiero experimentar”, alegó. “Cómprate una muñeca inflable”.
Pero encontré también muchas amigas, muy buenas y muy interesantes, y profesores que me acompañaron en el proceso de transición. Uno de los docentes fue Mauro Constantino, actual coordinador de la Unidad de Posgrado de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la UMSA.
En el Conservatorio me topé con compañeros homofóbicos y transfóbicos. Me señalaban: “Ese tipo hace pura música de maricas” o me miraban como a una rareza.
Había quienes me hablaban y querían ser mis amigos, pero cuando se enteraban de que yo era trans, me bloqueaban en Facebook y ya ni me saludaban. Hubo asimismo muchos cristianos que no respetaban mi identidad de género debido a su religión, algo muy molesto porque yo no puedo obligarlos a pensar distinto, pero debía soportar sus malos tratos.
No faltaron los compañeros que se hicieron mis amigos y me respetaron a cabalidad. Con ellos mantengo contacto hasta la fecha. Muchos ya son músicos profesionales que tienen bandas increíbles. Lo paso bien con esos colegas. Tocamos y somos felices de encontrarnos cuando hay la oportunidad.
El estigma
Me tocó dar clases de inglés, física, matemáticas y lenguaje a mis primos, para que ingresaran a la Escuela Naval Militar. No les gustó porque yo era menor que ellos. Un día me vieron en la calle vestida de mujer y corrieron con el chisme a mi tía.
“¿A qué se dedican pues las travestis? A prostitutas. Entonces, se está prostituyendo”, fue su malintencionado comentario. Mi tía fue a hablar con mi mamá y la previno: “Cuidado se esté prostituyendo”. En un abrir y cerrar de ojos pasé de ser el orgullo de mi hogar, por haber sido la mejor estudiante de mi promoción, a ser la prostituta de la familia.
“¿A qué se dedican pues las travestis? A prostitutas. Entonces, se está prostituyendo”, fue su malintencionado comentario.
Obviamente, los enfrenté. Les dije: “Ellos le han robado dinero y equipos de sonido a mi tío. ¿Con qué cara vienen a hablar de mí o de lo que estoy haciendo si no se ven en el espejo?”. Mi prima, la hija de esa tía, fue en cambio la primera en apoyarme. Le comenté de frente que soy una mujer trans y que estaba transicionando por mi cuenta. Me contestó: “¿En serio? ¡Guau! Sí, tienes razón sobre ellos, ¿qué se meten en tu vida? O sea, nada que ver. ¿En qué les afecta? De ninguna manera. Además, si tú quieres hacerlo, hazlo. Vas a ser superlinda. ¿Cuál va a ser tu nombre de chica?”.
Mi propia prima interpeló a su mamá: “¿Por qué estás chismeando? A ti qué te importa. Si es así, ¿qué? Lo único que tenemos que hacer es comprenderla y abrazarla. De todas maneras, es parte de la familia, no es otra persona, y sigue siendo la misma. Es buena estudiante en la universidad, está en dos carreras. ¡Excelente! No ha cambiado absolutamente nada. Y tú la transformas en una prostituta, drogadicta, alcohólica, cuando eso es totalmente falso”.
La Univalle, el oasis
El 2014 ingresé a la Universidad Privada del Valle (Univalle). Ahí la pasé mejor, porque la directora y todos los docentes siempre me han respetado. Cabe aclarar que cuando salí del colegio, me prometí nunca más volver a usar ropa formal de varón, o sea, terno y corbata, porque me producía un gran rechazo. Entonces, en eventos en la Univalle, como seminarios, charlas y premiaciones en el Paraninfo, fui con mi traje formal de chica, con mi falda.
Tenía miedo sobre el qué dirán, más que mis compañeros, los profesores. Sin embargo, pese a mis temores, no tuve ningún problema con ellos. Me vieron y me dijeron: “Estás linda. ¿Cómo te encuentras?”. Incluso, me aplaudieron. Fue increíble. La directora de carrera me abrazó al verme.
Con quienes sí he tenido problemas, me acuerdo, ha sido con compañeros de carrera que eran cristianos evangélicos. Uno de ellos me dijo: “Oye viejo, ¿qué te ha pasado?, ¿por qué has venido así?”. Yo no le he respondido absolutamente nada. No tengo por qué darles explicaciones.
En 2018 fue mi colación de grado en la Univalle. Aún no había hecho mi cambio de nombre, pese a que ya existía la Ley de Identidad de Género. Esto, debido a que mi padre aún no aceptaba a cabalidad mi identidad, y yo quería salir profesional para entonces hacerlo. Por esa razón, no pensaba ir a la colación, pero me llamaron de la universidad para animarme a acudir al evento porque fui una excelente estudiante y porque es un momento del que todos quieren tomar parte.
Para cuando les confirmé mi participación, ya se habían mandado a hacer las invitaciones con mi nombre masculino. Les pedí que, por favor, en el momento de llamarme, lo hagan con mi nombre femenino. Así fue. “Jessica”, apareció en la pantalla, con mi foto. Me encontraba con mis padres, con mi mejor amiga, con mis medias hermanas. Y cuando el docente me dijo: “Felicidades, licenciada Vásquez”, yo suspiré de alegría.
Hora de cambiar
Casi inmediatamente después de la colación, en enero de 2019 empecé el trámite de cambio de datos. Hubiese querido hacerlo antes para tener mis títulos con la información correcta; pero lo veía difícil, sobre todo porque mi papá se iba a oponer.
En la actualidad, casi toda mi familia me acepta, menos mi padre. Él me sigue llamando por mi nombre masculino. Creo que todavía no lo entiende.

Pero, bueno, una vez que salí profesional, a mi padre le dije algo así como: “Terminé la carrera, ya soy licenciada en un oficio que no me gusta, toma el título, guárdatelo, y déjame vivir mi vida, ser yo, disfrutar como soy, estudiar algo que me guste”. Esa fue la actitud, básicamente.
En la actualidad, casi toda mi familia me acepta, menos mi padre. Él me sigue llamando por mi nombre masculino. Creo que todavía no lo entiende. “¡Ay! Cambios de nombre, ¡son huevadas!”, me dijo. Es su forma de ser. Pero en este tiempo de pandemia, lo he notado más tranquilo. Antes estaba muy a la defensiva. Incluso llegó a ser violento.
Un día, en mi casa caminaba con brasier y calzones. Me encontraba en la cocina a punto de empezar a preparar algo. Y él se rayó conmigo: “¿¡Qué te pasa!, ¿qué te pasa!?”, gritó. Yo le respondí: “¿Qué me pasa de qué?”.
Sin embargo, como digo, durante la pandemia estuvo más tranquilo. Por lo que me contó, me parece que conoció a Laura Libertad, una activista trans. Después, leyó algunos artículos que escribí, vio mis bandas de Señorita La Paz… “¿Eso te han dado a ti?”. “Sí”, le contesté. “Ah”. Creo que, en ese sentido, está superando su rechazo.
En lo laboral, aparte de hacer música, participé en producciones de cine, por ejemplo, Empoderada, con el Cluster Audiovisual de La Paz, donde estuve como directora. También dicto clases en el Taller de Marketing del Instituto Lincoln. Me llevo muy bien con mis estudiantes. A esta altura, mi identidad de género es irrelevante. El primer día de clases, me conecté, y me presenté con mis alumnos: “¿Cómo se encuentran? Yo soy Jessica, su profesora”.
