El cabello rapado y la ropa masculina alarmaron a la madre. Su niña tenía problemas, así que debía reencaminarla. Durante seis meses, Piero vivió una tortura evangélica.
A los 17 años, la madre de Piero lo envió a un campamento evangélico en Santa Cruz (Bolivia), donde supuestamente reencaminaban a las personas homosexuales y transexuales. Estuvo “recluido” seis meses.
Años antes, a sus nueve años, Piero, a quien sus padres tenían como niña, comenzó a mostrarse como luciría un chico: sudaderas anchas, bermudas, la gorra con la visera hacia atrás… Su familia no le dio importancia, pensaron que era una etapa pasajera. Pero, cuando a sus 16 años, la ropa masculina y el corte de pelo al ras alarmaron a la madre, ésta buscó el lugar para una terapia de conversión.
La experiencia en ese campamento fue una tortura, dice el joven nacido en Italia en 1997 y que fue traído a La Paz a los seis años.
El muchacho debía escribir una y otra vez, tal como las otras personas que asistían al campamento, que la homosexualidad es un pecado. Y escuchar que tenía que ser cisgénero (personas que se identifican con el sexo que se les asignó al nacer). Si se negaba a hacerlo, le privaban de alimento por dos días y lo encerraban en un espacio muy reducido, donde no se podía mover. Piero dice que sintió que le taladraban el cerebro.
“Fue complicado, porque, claro, yo era un crío, y que mi mamá me mandase a un lugar así, seis meses, imagínate… era muchísimo tiempo. Estar lejos de mi familia, de mi hermana, de mi mamá, de todo, fue doloroso”. Recuerda haberse dicho: “No, no, no, son macanas, yo no voy a salir del clóset. Yo de mi antiguo nombre, no paso. O sea, no salgo, me voy a mantener en esa decisión el resto de mi vida. Aunque sea infeliz, no importa”.
El adolescente debía escribir una y otra vez que la homosexualidad es un pecado. Si no, lo aislaban y le dejaban sin comer.
Pero, tiempo después cambió de pensamiento. “Dices: son huevadas. Si me quieren mandar (a la terapia de reconversión), no pueden hacerlo porque ya soy mayor de edad. Si lo desean, que me boten de la casa, no hay problema”.
Comunicó a su madre la decisión definitiva sobre su identidad de género y ésta se enojó un par de meses. Luego le dijo: “De acuerdo, haz lo que quieras, es tu vida. Con que estudies (es suficiente)”.
El propio Piero costeó los gastos de su tratamiento de hormonas, porque apenas supo que la Ley de Identidad de Género lo amparaba, comenzó a ahorrar lo que ganaba como tatuador en White Raven Tattoo Studio, en el centro de La Paz. Un oficio que dejó cuando se inició la pandemia de COVID-19.
En la actualidad, toda su familia sabe que es un hombre trans. “Bueno, mi carnet actualizado ya salió. Éste es mi nuevo nombre legal”, le había informado a su mamá. Ella se lo dijo a la abuela, ésta a sus amigas y así, como un chisme, llegó a oídos de su padre.
Piero no quería contarle a su papá, que vive aparte de la familia hace años, pero era inevitable. “¡Mira!, ¡mira!, ha cambiado su nombre. ¡Las sonseras que hace!”, habría reaccionado el hombre. Y así lo supieron tíos, primas, etc.
Al principio, tuvo que evitar que lo manipulen emocionalmente. Por ejemplo, si lo llamaban por su antiguo nombre (femenino), él no les respondía o se enojaba y se retiraba. Fue la manera de hacer que entendieran que lo perderían si no respetaban su identidad. Pronto, su mamá comenzó a llamarlo “hijo”, aunque su abuela había sido la primera en hacerlo.
Un mosquetero más
Piero tiene dos mejores amigos y juntos son como “uña y mugre, los tres mosqueteros; siempre andamos juntos”. Ellos no se sorprendieron con su decisión de transitar de género, de hecho, le confesaron, ya lo suponían. Hubo también compañeros que se alejaron de él apenas tomó su camino. Esto le sirvió para darse cuenta de con “quiénes sí, quiénes no y quiénes nunca”.
Pronto, su mamá comenzó a llamarlo “hijo”, aunque su abuela había sido la primera en hacerlo.
En la Universidad Nuestra Señora de La Paz, donde estudia Medicina, no le pusieron trabas. Estaba en quinto semestre cuando comunicó su decisión y, dice, sus compañeros de clase, a pesar de que no era tan unido a ellos, respetaron su identidad de género masculina y estuvieron para apoyarlo cuando tuvo que comunicarlo a sus profesores. Eso ayudó a que los docentes, que ya lo conocían y apreciaban, lo entendieran: “No hay problema, con tal de que apruebes la materia”, le dieron a entender.
Hubo un incidente, sin embargo. Cuando acudió a entregar los papeles de cambio de nombre en la decanatura de su carrera, uno de sus profesores de primer semestre lo reconoció y lo llamó por su antiguo nombre (femenino). Al verlo con el cabello corto, le dijo: “¡Uy!, te asemejas a las de Mujeres Creando”. Piero se enojó y le respondió: “¿Cuál es su problema?”. “Pareces una lesbiana”, replicó su exdocente. Mirándolo de frente, Piero dijo: “Aunque lo fuera, no es su problema, doctor”. El decano de Medicina, que escuchó, se llevó al docente y lo regañó: “¡Te pueden denunciar! ¡Ándate, fuera!”.
En los posteriores semestres, como su voz se hizo grave y su apariencia física se masculinizó, gracias a las hormonas, además de que su nombre en las listas era ya de hombre, muchos docentes no se dieron cuenta de nada. Menos con la llegada de las clases virtuales por causa de la pandemia.
Mientras termina su carrera, Piero trabaja como agente de ventas en la inmobiliaria Casa & Casa de su enamorada Dana Gómez. Lo único que espera es que el Servicio Departamental de Educación (Seduca) le entregue el título de bachiller con sus datos actualizados, y así, al terminar los últimos años de sus estudios, aspire al título de médico Piero Coco.