Ser madre sin tener hijos. De paso, madre hasta el sacrificio, muchas veces cuestionada, ignorada, relegada hasta el extremo de desear haber nacido hombre. Ésta es la historia de una joven alteña que, contra todo, hoy es una profesional que no deja de cuidar de su familia.
Mónica es una hermana mayor. El hecho de serlo en una familia de madre y padre viajeros, dos hermanas y un hermano –a los que llama invariablemente “hermanitos”– la ha convertido en una cuidadora de oficio.
Mónica Mamani es, desde principios de 2020 y a sus 27 años, trabajadora social. Pudo serlo años antes, pero hacer de cabeza de hogar en una familia sorpresivamente huérfana de padre, con una abultada deuda bancaria que la madre tenía que cubrir, la obligó a retrasar sus estudios.
Mónica Mamani Mendoza es única e irrepetible, por supuesto, pero, a la manera de un caleidoscopio, en ella se reflejan otras mujeres, sobre todo alteñas, sobre todo del Distrito 3 y sus casi 145.000 habitantes… O quizás Mónica se refleje en ellas.
La historia de esta joven de hablar bajito y pausado, a tono con su timidez, podría contarse en alguno de los viajes entre su barrio de la ciudad de El Alto y el centro de La Paz. Así de largo resulta el recorrido desde su casa en el Distrito 3, zona Cosmos 79, sector Kiswaras, hasta la paceña avenida 16 de Julio, donde está la facultad de Trabajo Social de la Universidad Mayor de San Andrés.
Ese recorrido en transporte público, por unos 90 minutos de ida y otros de vuelta, está grabado en la memoria de la joven. Y más aún las tres horas a las que la obligaron las obras de refacción de la autopista El Alto-La Paz. Por eso, Mónica bendice la existencia, desde 2018, de la línea morada del teleférico. Cuánto tiempo se habría ahorrado al poder volar en lugar de subir y bajar de minibuses; tiempo valioso para cocinar, asistir a las reuniones escolares de sus hermanos o lavar trastos y ropa antes y después del trabajo como voceadora y las clases universitarias.
Del altiplano a los Yungas
La zona Kiswaras crece día con día. No es más el descampado donde los padres de Mónica compraron un terreno para levantar la casa familiar. Ladrillo a ladrillo, ésta fue tomando forma, así como fueron apareciendo otras viviendas, tantas que hoy se levantan frente a frente a lo largo de la amplia avenida asfaltada y las calles que se desprenden de ella.
“Es una zona tranquila”, describe Mónica su barrio. “Vecinos y vecinas son casi todos migrantes del área rural y sus descendientes. Ellos se dedican al transporte, sea conduciendo minibuses, taxis y otros. Ellas, o tienen negocio propio o venden en las ferias zonales o son amas de casa”.
Lo de negocio propio puede ser una tienda, la confección de artesanías o, según se aprecia al recorrer las calles, la venta de algún producto a ras del piso, debajo de un paraguas que debe cubrir a la vendedora del implacable sol alteño.
La madre de Mónica, Alicia Mendoza, nació en la comunidad Challa de la Isla del Sol, en el lago Titicaca. Su familia migró a los Yungas en busca de mejores condiciones de vida, tal cual hicieron los padres de Mario Mamani, que se marcharon de Santiago de Machaca para trabajar la tierra en Palos Blancos. Allí, en medio de frutales y de sembradíos, se conoció la pareja y decidió casarse.
“Si yo hubiese sido hombre esto no hubiese pasado”, siente la hija mayor. “Mi abuela tomó decisiones sin consultarnos” y cuando la familia viajó a Yungas se encontró con que mi padre ya estaba enterrado. “No pude decir nada, ya que no hubiésemos podido pagar ni el ataúd”.
“El calor yungueño ahuyentó a mis padres, acostumbrados al frío altiplánico –cuenta la hija mayor– y fue así que, buscando dónde asentarse, eligieron El Alto. Aquí nacimos los cuatro hijos y crecimos entre visitas a Yungas para aprender a trabajar juntos y a ayudarnos”.
La vida de los Mamani Mendoza transcurrió así, sin grandes sobresaltos, durante 18 años. Mario, conductor de camión, siempre de viaje, transportando ganado, fruta y otros productos. Alicia, artesana de mantas de vicuña, enemiga de depender del dinero del esposo, viajera también. Mónica, la primogénita, habituada a ayudar a la madre en la administración de la casa durante sus ausencias. Una familia unida, eso sí. Hasta aquel 2013.
“Si hubiese sido hermano mayor”
“Yo acababa de cumplir 18 años e iniciaba una carrera técnica cuando, una mañana de sábado, mi mamá recibió una llamada de mi papá que estaba en Yungas. Le dijo que le dolía mucho la cabeza y ella le pidió que se cuide, pues medicamentos no hay en ese lugar”, recuerda la hija el momento en que comenzó a derrumbarse su mundo. Al mediodía, otra llamada alertó sobre la gravedad de la salud de Mario y su traslado en ambulancia. Llegó de noche con el diagnóstico de derrame cerebral.
No fue posible conseguir plaza en un hospital público. Terminaron en una clínica privada que tenía terapia intermedia, no intensiva como requería el enfermo. Allí pagaron 7.000 bolivianos la noche durante dos semanas. El padre despertó, pero tenía medio cuerpo paralizado “y no nos reconocía; pensaba que mi mamá era su mamá y nosotros sus hermanitos”.
Los médicos recomendaron llevarlo a casa y fisioterapia; pero no había dinero para cubrirla. “Mi mamá había gastado todos sus ahorros; pero al menos pudo conseguir una silla de ruedas”. Mónica dejó de estudiar para ayudar en el cuidado de su padre convertido en niño, que a veces se negaba a comer, a quien había que bañar y pasear en la silla por el pequeño patio de la vivienda. “Era difícil; él era alto y pesado”.
Mónica y su hermano de 13 años salieron a trabajar para ayudar con los gastos. La situación era desesperante y, por eso, cuando la abuela materna apareció para llevarse a Mario a Palos Blancos, ni la esposa ni los hijos pudieron decir mucho.
“Nos quedamos sin nada. Lo peor es que mis padres debían al banco. Él quería dejar el transporte y dedicarse a sembrar” y por eso se endeudaron. Si no pagábamos, la casa iba a perderse”.
Para peor, una semana después de la partida del enfermo les informaron que estaba desangrándose. Lo trajeron de vuelta y en la misma clínica de antes fue atendido, pero estaba desahuciado.
Otra vez, la abuela decidió llevarse a Mario. La primera en saber de la partida fue Mónica, que llegó a tiempo para despedirse. “Lo encontré vivo y le prometí que estudiaría, como él deseaba, y que seguiría aprendiendo música en el teclado que me compró, y que cuidaría de la familia”. Mónica está segura de que su papá entendió todo.
“Si yo hubiese sido hombre esto no hubiese pasado”, siente la primogénita. “Mi abuela tomó decisiones sin consultarnos” y cuando la familia viajó a Yungas se encontró con que ya estaba enterrado. “No pude decir nada, ya que no hubiésemos podido pagar ni el ataúd”.
La mujer de la casa
Mario, entre viaje y viaje, enseñaba música a sus hijos. “No podía ayudarnos con las tareas de la escuela y tampoco mi mamá que, si bien aprendió a leer y escribir de niña, lo había olvidado”. Alicia volvió a las aulas durante una campaña de alfabetización “y fue muy lindo compartir entre todos el momento de hacer tareas”.
La mamá tuvo que marcharse a Perú para trabajar y así pagar la deuda que logró reprogramar. Aún hoy se debe una parte, pero se salvó la casa. Mónica dice que dieron lucha entre todos, que trabajaron como voceadores de minibús, en una pastelería y en una imprenta.
Que la hermana mayor asumiera las responsabilidades de cuidado permitió que Verónica, la hermana un año menor, se formara como auditora. El hermano, José, salió bachiller y es baterista, tiene pareja y un hijo de dos años. La hermana más pequeña, Mariela, termina el colegio este año.
Entre 2013 y 2019, Mónica vivió para sus hermanos y el trabajo. Acudió a las reuniones del colegio, inscribió, recogió libretas y cumplió con las obras comunales que son obligatorias. “Fui a todas, con qué dinero íbamos a pagar las multas si no; pero muchos padres de familia me regañaban, me señalaban y cuestionaban mi presencia, lo que me hizo sufrir mucho. Quizás, si hubiese sido hermano mayor, todo hubiese sido diferente”.
Y en el mismo sentido, no pocas veces Mónica tuvo que escuchar a parientes decirle a su hermano eso de que “ahora eres el hombre de la casa, tienes que hacerte cargo”, como si ella no contara.
La joven retomó sus estudios en 2015 gracias al impulso de una compañera de colegio. Pudo elegir la universidad alteña, pero, dice Mónica, no tenía información. La amiga le sugirió la UMSA y allí acudió asustada porque “entonces no conocía nada más allá de la Ceja”.
Entre 2013 y 2019, Mónica vivió para sus hermanos. Acudió a las reuniones del colegio, cumplió con las obras comunales obligatorias… “Pero muchos padres de familia me regañaban, me señalaban y cuestionaban mi presencia, lo que me hizo sufrir mucho. Quizás, si hubiese sido hermano mayor, todo hubiese sido diferente”.
La promesa hecha a su padre, el sacrificio de su madre y su propio deseo de sobresalir le dieron la fuerza para rendir la prueba e ingresar a la carrera. En segundo año obtuvo la beca universitaria y así pudo seguir hasta terminar en 2019.
Recuerda sus días de estudiante con nostalgia. “Me levantaba muy temprano para preparar el desayuno y el almuerzo que dejaba envuelto para cuando mis hermanitos retornaran de clases. Me iba luego a trabajar y por las tardes a pasar clases”. Algunas noches, al regresar, “mis hermanitos estaban dormidos y yo me ponía a realizar las labores del hogar; otras, los encontraba haciendo tareas y me quedaba con ellos hasta que acabaran y luego me ponía a estudiar”. Lo cierto es que Mónica dormía poco.
La pandemia retrasó su titulación, pero ahora todo eso es pasado para la trabajadora social que realiza una consultoría a contrato y desde su casa. No paga para su jubilación ni tiene seguro de salud; aunque “voy ganando experiencia laboral y tengo dinero para los gastos básicos”.
Entretanto, su vida como hermana mayor apenas ha cambiado. La madre vive en su pueblo, desde donde envía dinero, y, tras la muerte de su papá –el abuelo de Mónica– debe cumplir como autoridad rotativa en Challa. La comunidad acepta que esté sola por su viudez, pero no deja que la hija, que viaja a la isla en esas ocasiones, se siente a su lado en acontecimientos importantes. Un tío debe hacerlo. “En esos momentos quisiera ser el hijo mayor, pues un hombre sí sería aceptado”, se entristece la joven.
Seguir a cargo
En la casa de ladrillo de Kiswaras viven los cuatro hermanos, la cuñada y el sobrino. Todos los que pueden aportan para los gastos y cubren a quien se queda sin ingresos. “Mi persona se hace cargo de administrar todo en el hogar. Yo aporto más para la alimentación, realizo las compras y preparo la comida”, explica Mónica, que además debe estar atenta para pagar servicios y honrar la deuda con el banco.
La joven se levanta temprano, prepara el desayuno, “despacho a mis hermanas, me pongo a trabajar y me voy a preparar el almuerzo; llevo la comida al lugar de trabajo de mis hermanas –donde aprovecha la conexión a Internet que no tiene en la casa– y ya por las tardes continúo trabajando o tomando cursos, talleres, pues sigo preparándome”.
Al cerrar la tarde hace compras para la casa, “a veces llego temprano, me pongo a realizar las tareas del hogar y también aprovecho para seguir estudiando”.
¿Y la diversión? Para Mónica, es el momento de jugar a las cartas con su familia. Y cuidar de su perro y sus plantas. ¿Salir? Muy poco, con algunas amigas y amigos. “Es falta de tiempo”: una falta que hace que aún en el minibús o el teleférico se ponga a leer o a planificar lo que cocinará al día siguiente y a calcular si el dinero alcanzará.
¿Y la propia familia? “Tengo miedo después de lo que pasó con mi papá. Pero sobre todo, cuando me presionan con eso les respondo que no estudié ni trabajo para tener pareja. Mi concepto del amor por ahora es estar con mi familia. Tal vez algún día sea distinto. Lo que sí sé es que no quiero vivir sin disfrutar cada momento y ser feliz”.
Este texto es parte del proyecto “Mujeres orquesta.Tareas del cuidado en Bolivia”, elaborado por Rascacielos junto al Centro de Estudios para el Desarrollo Laboral y Agrario CEDLA con el apoyo de la Embajada de Suecia en Bolivia.
Que causalidad toparme con esta crónica después de conocer a Mónica, conocer su historia desde las letras de Mabel me hecho sentir identificada un poco sobre el ser madre sin parir, un tema que nos hemos cuestionado varias compañeras de este rango de edad, personalmente responsabilidad que he rechazado, por seguir mis proyectos. Queda mucho que discutir y hablar, gracias a Monica por compartir su historia y Mabel por escribir, saludos y abrazos.
Muchas gracias, Luli.