Ha pasado ya el tiempo de cuarentena que acercó la muerte a los vivos como sólo hacen las guerras o las plagas. Un tiempo que asimismo separó a los vivos de los rituales del duelo. ¿Se halla consuelo cuando despedimos a nuestros muertos por una pantalla? ¿El dolor no compartido se queda instalado en el doliente?
Los rituales de la muerte van desde misas simples hasta elaboradas celebraciones de varios días de duración. Lo que tienen todas en común es la cercanía entre dolientes en torno de quien ha partido. El duelo no se hace más simple así, pero es definitivamente más llevadero cuando hay gente con quien compartirlo.
Nunca me había puesto a reflexionar en la magia de la energía de un grupo, hasta ahora. No hay receta para sobrellevar el duelo, pero por algo el proceso entre la muerte y el sepelio suele ser una práctica colectiva. Quien ha fallecido ya no siente el dolor, pero quienes quedamos debemos asumir la ausencia, aprender a vivir sin el otro y, el primer momento de esa ausencia suele ser colectivo: el velorio.
Durante un velorio puedes llorar, deshacerte en dolor frente al resto. Llorar, abrazar, compartir pequeñas anécdotas que te sacan sonrisas, o incluso reír a pierna suelta por la vida de quien ya no está, forma parte de la experiencia que te acerca –o al menos te permite comenzar– al proceso de aceptación. Saber que quien ha fallecido era amado, respetado, conocido, te hace sentir un poco mejor.
Pienso en todo esto ahora que me ha tocado saber de la muerte de un ser muy querido, desde la distancia. Veo series, películas y otro tipo de producciones gracias a las redes… Durante la pandemia, he ampliado, como todos, mi uso de pantallas para reuniones laborales y sociales e incluso una especie de “fiestas” online. En cierto momento, la presencia digital fue la única que nos mantuvo conectados. Lo que nunca pensé es que me iba a tocar llorar la muerte en línea. Vivir un proceso desde el fallecimiento hasta la sepultura, la misa de ocho días y otras conmemoraciones a través de una pantalla.
La madrugada del 29 de julio desperté con la noticia de que mi abuelita se había marchado de este mundo un par de horas antes. Aunque no era del todo una sorpresa, porque llevaba varias semanas muy enferma, fue un golpe muy doloroso.
Cuando digo “abuelita” no se imaginen a una dulce viejita consentidora. Techi –para familia y amigos por igual– era, más bien, una mujer de casi 80 años, de cabello rojo fuego, organizadora de fiestas de sábado por la noche, primera en llegar, última en irse (botella de ron Abuelo en mano); la que despachaba a todos a las 4 de la mañana y se levantaba a las 7:30 para tomar el desayuno, limpiar la casa y cocinar para recibir a los nietos el domingo a las 12:00. Jugadora experta de rummy, pareja perfecta de cacho, tejedora detallista, sarcástica, directa y siempre, siempre, honesta. Antes de la pandemia, su agenda incluía yoga, tai-chi, natación, baile y muchos tecitos para jugar cartas. Una mujer activa de lunes a lunes. Nunca aprendió a usar un smartphone, no por falta de atención sino porque simplemente no quería: y a ella nunca nadie la convenció de hacer algo que no quisiera hacer. Terca, seguramente desde chiquita, así también se fue. En su cama, un viernes alrededor de las 4:00, como si estuviera yéndose de la fiesta de la vida.
Toqué su mano en la pantalla, tan pequeña que la podía cubrir con el índice. Nunca he odiado tanto un teléfono, su materialidad, su falta de calor, su falta de capacidad de transmitir la energía que hubiera podido recibir si es que hubiera podido tomarle la mano de verdad.
Hace un poco más de un año que no vivo cerca de ella, cerca de mi familia, pero nunca hemos dejado de hablar a través de videollamadas de domingo y en las pequeñas celebraciones de momentos especiales. Yo era su compañera, primera nieta –y única durante casi una década–, así que mi responsabilidad por años fue apuntar en su calendario, la primera semana de enero, todos los cumpleaños de familiares y amigos y ponerlo en la pared, cerca del teléfono. Era también la acompañante oficial de compras navideñas, regalos, ingredientes…, fui la compañera de las sesiones de té durante mi infancia y la responsable de conocer tallas de ropa y calzados de todos en la familia para que los regalos nunca fallen. Crecí con ella y cuando mi mamá y yo nos mudamos de ciudad, su casa fue mi destino elegido para cada vacación, hasta que decidió dejar atrás su vida en Oruro para seguirnos a La Paz.
No tardó en hacer amigos en su barrio. Conocía a todos o, más bien, todos la conocían. “Doña Teresita, buenas tardes”, escuché mil veces y, cuando le preguntaba quién era, recibía una sonrisa y los hombros encogidos. No se acordaba de nombres, pero sin duda se acordaba de a qué lugar pertenecía cada rostro. Sorprendente, porque era activa en numerosos círculos; así era ella: el alma de las fiestas.
Por eso, su cuerpo inmóvil, con los ojos cerrados y los brazos acomodados en el pecho, como muñeca de porcelana, es una imagen que no podré sacar de mi cabeza jamás. Y no solamente porque es la imagen de ella, hermosa y perfecta, pero sin vida; sino porque esa imagen me llegó en un mensaje de WhatsApp.
Toqué su mano en la pantalla, tan pequeña que la podía cubrir con el índice. Nunca he odiado tanto un teléfono, su materialidad, su falta de calor, su falta de capacidad de transmitir la energía que hubiera podido recibir si es que hubiera podido tomarle la mano de verdad. Sentir sus dedos suaves, todavía tibios, sentir sus arrugas, sus uñas siempre largas y arregladas. Sentirla.
Me tocó hacer lo que podía: diseñar la invitación para el velorio, luego para la misa de 8 días y luego para la celebración de su cumpleaños. No hicimos una misa de mes, celebramos más bien su vida, pues todos sabíamos que no le hubieran gustado más ceremonias religiosas. Su creencia religiosa era otro asunto. Su templo estaba entre sus paredes, su amor y sus pequeños gestos de cada día. Me tocó cumplir con la repartición de las joyas que ella reservó para sus tres nietas; quién más podría saber qué estaba destinado para quién. Me sentí cercana al saber que sólo yo la había escuchado decir y explicar, pero me sentí lejana al constatar que incluso si todas sus cosas se hubieran quedado en casa de mi mamá, nunca iba a ser como antes. Nunca más voy a abrir los pequeños cajoncitos de su tocador, nunca más me voy a robar un poco de su perfume favorito, nunca más me voy a mirar a ese espejo, en ese cuarto, con ella.
Me tocó hacer lo que podía, llorar. Llorar sintiéndome inadecuada porque mi duelo no estaba aquí, estaba allá. Porque mis lágrimas no tenían sentido en un espacio que no la conoció, ni la vio, ni la quiso. Llorar porque sólo podía ver parte del ataúd en una pantalla cortada, con las palabras del sacerdote ahogadas en ese eco digital, porque aunque estaba ahí, no estaba ahí.
Misa por Zoom, velorio por Zoom. No puedo, no tiene sentido para mí. No hubo esos ojos conocidos, esas miradas tranquilizadoras, reconocer amigos y vecinos, sentir el amor de la gente que la quiso. Lo digital me dio la posibilidad de saber, pero no de ser parte. No hay tecnología digital que te dé la cercanía de un hombro para llorar.
Le di mi último adiós a una pantalla, con una conexión entrecortada y llorando sin sentido para los transeúntes que pasaban cerca de mí en el parqueo del supermercado en el que me tocó estar por la diferencia de horario y de realidad. Expliqué parte de mi duelo en un idioma que no es el mío a compañeros de trabajo cuya cultura no llega a comprender nuestros procesos. Todo fue ajeno, todo fue… algo así como plástico.
Imprimí una foto que mi hermana tomó de la urna junto a una imagen de ella, vestida de novia. La puse junto a dos velitas, unos dulces (siempre comía un par antes de dormir) y una botella de ron Abuelo y así la recibí este 1 de noviembre. Espero que haya venido, que sepa que la extraño y que, ahora que estoy lejos, ella es mi compañera…
Hasta siempre, Techi.