Hubo días en los que su familia no tuvo nada que comer. Su “condición” le cerró todo posible empleo a Luz Magdalena, quien vive con las secuelas de la poliomielitis. Tiene experiencia de trabajo atendiendo al público, pero los posibles empleadores no se la piden, se quedan mirando su discapacidad para decirle que no. ¿Cómo hace una madre sola para sostener el hogar? ¿De qué sirve la ley que debería protegerla?
“No, va a disculparme”. Esa frase repetida marcó la mala racha laboral de Luz Magdalena Fernández, hace ya casi un año. No podía conseguir trabajo en ningún lado, en ningún rubro.
“Había anuncios para ayudante de cocina y, como a mí me gusta cocinar, me acercaba para preguntar. Me decían que necesitaban una persona ágil, rápida; o sea, sin discapacidad”. A veces “me decían que el trabajo ya había sido tomado, pero el letrero seguía allí por días”.
Es lo que “más me dolió en la vida; que por tener un defecto me hagan a un lado sin saber cuál es mi capacidad”.
¿A cuántas personas que viven con alguna discapacidad les pasa lo mismo? ¿Cuándo podrán acceder a un trabajo digno? Con el tiempo, ¿quién y en qué condiciones cuidará de ellas? Son algunas preguntas que a diario se hace esta mujer.
Una mujer que suena
Cuando pienso en Luz Magdalena, casi puedo escuchar el batán triturando lo que en él caiga, el filo del cuchillo que se raspa sobre la superficie de piedra y el fuego que sale a raudales de unas hornallas enormes. O el traqueteo de un par de ollas que bailan por el vapor que explota en ellas.
Ella suena a eso y a mucho más. Suena a unos pasos arrítmicos y dispares de un pie que se levanta lento y casi a rastras, mientras que el otro, al avanzar, cae con fuerza, soportando todo su peso, no sólo del cuerpo sino del alma, que a veces es mucho mayor.
Suena a un andar que trata de ser presuroso para ganarle la carrera al tiempo, para traer y llevar ollas e ingredientes; para construir un futuro para sus hijos y ella, para entregar los platos a sus clientes; para generar para sí misma el trabajo que en muchos espacios le negaron por su “condición”.
“Mi columna es como un signo de interrogación”, dice para explicar su discapacidad, una escoliosis que empezó a desarrollar desde muy niña y que en los últimos años va agravándose de forma muy rápida. Algo que dificulta ya no sólo su movimiento, sino también su salud.
Luz es una de las 95.884 personas con discapacidad del país, contabilizadas en el Sistema del Programa de Registro Único Nacional de Personas con Discapacidad y el Instituto Boliviano de la Ceguera. Aunque deben ser más, pues no todas están registradas.
Una orureña más
Al sur de la ciudad de Oruro están los barrios periféricos. Nuevos asentamientos que crecen sin descanso entre la falta de planificación y grandes construcciones que van tomando forma en un abrir y cerrar de ojos. En medio de plazuelas muy bien cuidadas se pasean jaurías de perros callejeros que develan cierta precariedad. Allí vive Luz.
“Gracias por venir. No pensé que se darían el trabajo de venir a verme sólo para escuchar mi historia”, dice al abrir la puerta. “No solo es la mía, sino la de muchos”, añade consciente de que el suyo es un problema estructural.
Tiene 44 años, aunque aparenta menos. Estudió hasta el tercer año de Auditoría en la universidad de Oruro. Se enamoró de un hombre que, a decir de Luz, sólo le dejó tres cosas buenas en la vida: sus hijos. Dos varones de 15 y 9 años de edad y una niña que pronto cumplirá 11, su pequeña gran compañía. Poco aporta él en sus vidas y, si se trata de sus cuidados o su manutención, nada.
Dora antes que Luz, y luego…
Luz nació en Telamayu, un distrito minero del municipio de Atocha en la provincia Sur Chichas de Potosí. Es hija de Dora Fernández, una madre soltera a la que fácilmente se le podría decir “la mil oficios”. Al morir sus padres, por ser la única mujer de cuatro hermanos –uno con discapacidad visual–, Dora tuvo que hacerse cargo del cuidado de su hogar y de ellos.
Siempre quiso trabajar, sobre todo cuando su hermano menor falleció, pero como el otro hermano aún trabajaba en el ingenio, ella no podía ocupar un puesto laboral. Estudió secretariado por correspondencia y enfermería mientras su padre vivía, pero de nada le sirvieron esas capacidades al tratar de acceder a un trabajo.
“Pero, para qué necesitas trabajar”, era la respuesta que recibía en una época en la que las mujeres sólo debían cuidar el hogar. Donde solamente los hombres podían hablar.
Para cubrir la falta de trabajo hacía curaciones en su casa, preparaba ungüentos que había aprendido en algún convento de Potosí, condujo un programa infantil en la radio minera y hasta atendió el casino del campamento. Todo eso sin dejar de ser la cuidadora del hogar. Y en algún momento, cansada de que sólo ellos pudiesen opinar, fue parte de las primeras dirigentas de las amas de casa mineras.
Luz y su hermana, como antes su madre, son como eslabones de una cadena de cuidadoras. El temor de la mujer de 44 años es que su hija pequeña sea el cuarto, con las consecuencias que eso tiene a la hora de elegir lo que se quiere ser.
No sólo cuidaba de sus hermanos, sino de sus dos hijas, que no tuvieron más figura paterna que la de sus tíos. Así empezó una cadena de mujeres cuidadoras en la que Luz es el tercer eslabón. El segundo es María, su hermana mayor. Tal vez la pequeña hija de Luz algún día tenga que ser el cuarto. “Sin un empleo, sin una casa, qué será de mí. En algún momento necesitaré que me cuiden. Yo no quisiera que ella pase lo mismo que yo. Quisiera que tenga una profesión y un buen empleo para que no tenga que preocuparse por qué les dará a sus hijos”, dice Luz.
La polio
“Mi hija nació sanita, le dio polio después, cuando todavía era bebé”, recuerda la madre de Luz al ver unas fotografías sepia en un álbum familiar. A sus más de 80 años, muchas cosas ya están borrosas en su mente, pero otras tantas están tan frescas como si fueran de ayer, tanto que –hace poco– escribió un relato que ganó un premio en el club de adultos mayores al que asistía.
“Muchos niños de allá, de Telamayu, enfermaron aquella vez, después de que la empresa trajera unas vacunas que dijeron luego que estaban pasadas”, relata, aunque no hay registros de ello.
María recuerda la misma historia y cuenta que a raíz de la enfermedad varios niños quedaron con discapacidad. Luz no era la única y, con todo, fue a la que menos atacó el mal.
Así, Luz se convirtió en una de las 95.884 personas con discapacidad del país, contabilizadas hasta 2019 en el Sistema del Programa de Registro Único Nacional de Personas con Discapacidad (SIPRUNPCD) y el Instituto Boliviano de la Ceguera (IBC). Aunque deben ser más, pues no todas están registradas.
Se estima que el 45% son mujeres y 55% varones. El 51% tienen una discapacidad grave, 28% moderada, 15% muy grave y el 6% una discapacidad leve. El 38% tiene discapacidad física-motora, el 29% intelectual, y el 15% múltiple.
“Antes, mi discapacidad era solo física-motora. Pero en mi última evaluación me dijeron que la desviación de mi columna está oprimiendo mi pulmón y corazón, que hay mucho riesgo. Eso hizo que el porcentaje de mi discapacidad suba, si no, no podría recibir el bono”, explica Luz.
María, la hermana
María es la mayor de las dos hermanas. Tiene un trato y una voz muy dulces, algo que parece ser de familia. Se muestra cariñosa con su madre, que ahora anda a paso lento y requiere más cuidados.
Empezó a trabajar poco después de salir bachiller (1986), obligada por la necesidad de su familia entera y la crisis que llegó a los centros mineros con la relocalización, en 1985. La inserción laboral tampoco le fue fácil; si bien su tío trabajaba en el ingenio minero, al ser la sobrina no podía acceder a todos los beneficios de quienes eran hijos. Por eso su tío decidió reconocerla como hija y así darle la oportunidad de que pudiese estudiar.
Gracias a la recomendación de uno de sus profesores, además de un dirigente sindical, María empezó a trabajar como bibliotecaria del Centro de Promoción Minera, ONG del lugar. Desde entonces no ha dejado de ser quien cuida de Luz y a su madre.
Aunque hace años que vive en La Paz, sigue de cerca, y con preocupación, cómo a Luz le cuesta conseguir trabajo, cuán baja es la retribución y lo insuficientes que son sus ingresos para pagar vivienda, servicios básicos y la educación de sus hijos. El dinero no alcanza, incluso sumando los 250 bolivianos del bono por discapacidad.
Las mujeres con discapacidad tienen en su contra, a la hora de encontrar un empleo, su sexo y su condición. Según la OIT, la tasa de inactividad es superior a la de sus pares sin discapacidad, y mayor que la de los hombres con y sin discapacidad.
“En esta casa ya vivo ocho años”, dice Luz sentada en medio de una habitación dividida por una mampara de cartón prensado. En un lado instaló su cocina y en el otro la habitación en la que duerme junto a sus tres hijos. Usa un baño compartido con el resto de los inquilinos y debe almacenar el agua en turriles porque no tiene un servicio continuo.
“Al mes pago 350 bolivianos de alquiler. Para cubrir ese monto he intentado de todo. Mi bono tiene que entrar entero al alquiler y debo ver la forma de aumentar… Por suerte tengo la colaboración de mi familia: mi hermana y mi mamá, quienes siempre están conmigo”, suspira.
En sus bolsillos las cuentas se amontonan, las necesidades nunca paran, al contrario, crecen. “Mis hijos siempre necesitan algo, cositas para sus estudios, ropa… Cuando una no tiene trabajo, no hay ingreso, una no sabe qué hacer. Mis hijos ya han palpado qué es no tener ni un pan”.
Leyes de papel
“Desde niña, a Luz siempre la tratamos como si no tuviera discapacidad. Porque en casa teníamos un tío que no veía, pero hacía de todo. Ella salía conmigo y mis amigos, iba a la escuela e ingresó a la universidad. Últimamente le ha sido todo muy difícil. Aunque la ley dice que para ellos debe haber preferencia, no se cumple”, reclama María.
Si María empezó su vida laboral en una biblioteca, Luz lo hizo en un punto de cabinas telefónicas. Para ambas, su primer trabajo estuvo ligado a la atención de personas.
“La primera vez que busqué trabajo me dio miedo. Lo único que me preguntaron es si tenía conocimientos en computación. Mi hermana mayor me había costeado unos cursos y con eso me dieron el trabajo. Yo estaba feliz”, recuerda Luz.
Cumplió con trabajos de ese tipo por años. En ningún momento había sentido que su discapacidad era un impedimento y ni siquiera se había afiliado a asociación alguna . Todo esto llegó apenas hace poco, cuando la escoliosis empezó a agravarse.
Bolivia es uno de los países con varios avances en materia normativa para el reconocimiento de los derechos de las personas con discapacidad. Estos avances no fueron fruto de la conciencia gubernamental, sino de las promesas arrancadas al Estado por medio de protestas extremas (2012 y 2016).
Aunque hay normas vigentes, el impacto en la calidad de vida de los beneficiarios no se siente. No tienen un trabajo garantizado, no gozan de preferencia para acceder a uno y la discriminación aún es muy alta.
Así lo sintió Luz al volver a Oruro de La Paz. La situación de su familia no estaba bien y pronto se vio sola con sus hijos. Empezó uno, dos y hasta tres trabajos simultáneos.Todos eventuales, sin ningún beneficio social.
El último informe de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), sobre la situación laboral de las personas con discapacidad (publicado el 13 de junio de 2022), estima que en el mundo hay 1.000 millones de personas con discapacidad y que 70%, siete de cada 10, no tiene un trabajo. En Bolivia el dato es apenas unas décimas menor: 68%.
Aunque el informe es reciente, en el caso de Bolivia los datos se basan en cifras oficiales de 2019. Es decir que no contemplan la crisis laboral que trajo la pandemia de COVID-19 y que probablemente ha disparado el indicador.
Aunque esta población debe enfrentar grandes barreras, la OIT hace énfasis en que son las mujeres las que se ven más afectadas. Se enfrentan a una doble desventaja en el mercado laboral: su sexo y su condición.
En los 60 países de los que la OIT dispone de datos, la tasa de inactividad de las mujeres con discapacidad no sólo es superior a la de sus pares sin discapacidad, sino también a la de los hombres con y sin discapacidad.
En el caso boliviano, la norma señala que para garantizar la inserción laboral de este sector, el 4% del personal de una entidad pública debe ser cubierto por personas con discapacidad. En el caso del sector privado, el 2%.
“Nuestros mismos dirigentes no pueden o no quieren acceder a los trabajos. Intenté mandar mis papeles a la Alcaldía, porque dicen que las personas con discapacidad podemos aplicar y tenemos preferencia. Le dije a la presidenta de mi asociación si me podía ayudar con una recomendación. Pero me respondió: De qué cosa quieres trabajar, no sé cómo podemos hacer la carta. Así, no te queda otra que conformarte con el bono o cualquier trabajito que puedas agarrar por ahí… en lo que sea”, lamenta Luz.
No hay trabajo
Luz radica en Oruro desde la misma edad que hoy tiene su hija; allí vivió con su madre Dora por mucho tiempo, hasta que hizo su propia familia. Fue cuando la madre decidió irse a La Paz, donde ya se había establecido María. La familia de Luz no funcionó y, como una forma de volver a empezar, también migró a La Paz. Pero la vida no siempre resulta como uno lo planea y pronto se vio de vuelta en Oruro.
“Volví para vivir con el papá de mis hijos, pero la cosa no resultó como yo pensaba. Vinimos a sufrir”. Se separaron y ella tuvo que “buscar diferentes trabajos, porque a una persona que tiene discapacidad no la agarran fácilmente. Hay mucha discriminación”.
El 4 de enero de 2022, con bombos y platillos el Ministerio de Trabajo informó que 156 personas con discapacidad fueron incluidas en fuentes de trabajo de 21 ministerios del Estado, 19 empresas descentralizadas e instituciones estatales y 12 empresas privadas.
De ese total, 85 fueron parte del Plan de Inserción Laboral, en el que los beneficiarios reciben capacitación por seis meses con un sueldo mínimo (Bs 2.164) del Estado. Sólo 71 obtuvieron sus “memos” de trabajo con ítem.
Los 156 beneficiarios equivalen apenas al 0,2% de las personas con discapacidad que están desempleadas. Quienes como Luz no pueden acceder a esos empleos, se ven destinados a trabajos informales, precarios y con bajas remuneraciones.
La calidad de trabajo que obtenía Luz fue bajando con el pasar del tiempo, al ritmo con el que su discapacidad avanzaba y conforme llegaban sus hijos. Por años atendió puntos telefónicos, salas de internet y hasta una cafetería. Pero cuando más lo necesitó, de nada le valieron esos años de experiencia.
“Trabajé como empleada doméstica (trabajadora del hogar), como cuidadora de una persona mayor y, durante la pandemia, cuando muchos estudiantes no hacían sus tareas, de transcriptora de carpetas. Hasta en eso supe ganarme el dinero para que mis hijos tengan comida”.
Al no encontrar un empleo formal probó de todo. “Aprendí a vender rellenos en la calle, nunca lo imaginé; mi hija salía conmigo para gritar: relleno, relleno… Trabajé como empleada doméstica (trabajadora del hogar), como cuidadora de una persona mayor y, durante la pandemia, cuando muchos estudiantes no hacían sus tareas, de transcriptora de carpetas. Hasta en eso supe ganarme el dinero para que mis hijos tengan comida”.
Es difícil imaginar el esfuerzo que ponía en esas labores. Muchas veces las realizaba de forma alterna para poder llegar a cubrir los gastos del mes. Salía desde muy temprano para realizar labores domésticas por un sueldo que apenas llegaba a los 400 bolivianos. Volvía a casa lo antes posible para poner al día las carpetas que le encargaban por 50 bolivianos cada una. Y cuando vendía rellenos para otra persona, recibía 20 bolivianos al día por quedarse hasta acabar de vender el último.
Cuando atendía a una adulta mayor, “iba solo medio tiempo. Esos días me levantaba temprano para cocinar para mis hijos. Allá tenía que bañarla, limpiar, cocinar”. Cansada, volvía a casa donde había que hacer lo mismo. “Pero, además, tenía que ser maestra para ayudar a mis hijos con las tareas. El fin de semana hay que lavar uniformes, ropa, limpiar la casa. El trabajo que tiene la mujer, la verdad, nunca acaba”.
Pero esa situación era solo el inicio de una época aún más dura. De repente Luz se quedó sin trabajo, ninguno, y ya nada parecía funcionar.
“No sé qué es lo que pasó”, expresa Luz su desconcierto. “Tal vez era que después de la pandemia recién se estaba restableciendo la actividad económica y las cosas no estaban fáciles. Las empresas estaban despidiendo a sus empleados y nadie estaba contratando. En mi caso, tal vez, también sería por mi discapacidad”, conjetura.
Relatar ese momento la entristece visiblemente. Sus hijos tenían hambre y ella no sabía qué darles. El pan que nunca faltaba sobre la mesa era cada vez más escaso y las frutas, que alguna vez se habían secado en el mesón, de repente parecían ser lo más preciado.
“Llegó el momento en que ya no había nada”, respira hondo. “Ahí mis hijos han palpado lo que es tener hambre. Buscaban en la cocina si no había algún pan duro de Todos Santos. Daba pena verlos así; qué haces cuando te dicen: mami tengo hambre y no puedes darles nada. Es lo más triste”.
En la cocina
Dicen que cuando más oscuro está es porque pronto va a amanecer. Pero, para quien vive en la incertidumbre constante, estas palabras carecen de sentido.
En la cocina, Luz se olvida de todo y no hay para ella nada más que su trabajo y sus hijos. En sus manos, un cuchillo revolotea picando verduras, hierbas y carnes. Concentrada sazona un guiso como si fuese un ritual, y de pronto, a toda máquina pone en marcha un batán. Siente el aroma que emana de las ollas y de repente una sonrisa ilumina su rostro.
“Siempre me ha gustado la cocina, porque veía a mi mamá que –aunque no me creas– tenía unas manos mágicas. Cualquier comida que hacía, por más simple que fuera, era la cosa más rica del mundo”, dice Luz Magdalena entrecerrando los ojos y repasando sus labios con la lengua, como si lograra saborear el recuerdo y disfrutarlo antes de que se desvanezca.
“El olor de su cocina se sentía desde lejos. Creo que he heredado ese gusto por la cocina”, dice casi perdida en el sopor de los alimentos en plena cocción.
Salir de su mala racha no le fue fácil. Desmoralizada, no veía un futuro y apenas vivía al día. “Cómo vas a estar así, tienes que ser fuerte, todo va a ir mejorando”, trataba de alentarla una amiga, pero para Luz eran puras palabras. “Ya vendiste rellenos, por qué no los haces y los vendes”, le recomendaron.
La idea le dio vueltas y una mañana de diciembre de 2021 decidió hacer la prueba. Agarró los 250 bolivianos de su bono y, en lugar de ir a pagar el alquiler, los retuvo para invertir en su primer intento de gestionar su propio trabajo: informal, precario, el que fuese.
Preparó unos 30 rellenos y los sazonó. Les puso precio y salió con sus hijos a venderlos. Al final del día había recuperado lo invertido y sabía que podía funcionar.
“Me emocioné. Pensé en que podía hacer mi propio negocio para salir adelante. Ahora he conseguido este pequeño local donde vendo comida. Recién es un par de semanas pero ya tengo una entrada. Ya no estamos temblando queriendo conseguir dinero de un lado o de otro… ya no”.
Su emprendimiento es una pequeña pensión que abre de lunes a domingo. Está a un par de cuadras de su casa, a media cuadra de la avenida principal de la ciudad de Oruro. En las esquinas, a modo de indicadores de su ubicación, cuelga cada mañana una pizarra con el menú del día. Ranga, silpancho, piquemacho o pollo dorado son los platos con los que, día a día, va conquistando a nuevos comensales.
El domingo, la gente llena el lugar cerca del mediodía. De los parlantes sale una cumbia de moda y en el patio está Luz moliendo la llajua –de puro locoto– en el batán. Se oyen las órdenes tomadas por el mayor de sus hijos y el traqueteo de los platos y cubiertos que son lavados por sus dos hijos pequeños.
“Tengo a mis hijos a mi lado, comemos juntos en el local, los veo hacer sus tareas, me ayudan y yo les ayudo. Dios aprieta pero… no ahorca”, se repite Luz para decirnos, decirse, que las cosas ya están mejor.
Este texto es parte del proyecto “Mujeres orquesta. Las tareas del cuidado en Bolivia”, elaborado por Rascacielos junto al Centro de Estudios para el Desarrollo Laboral y Agrario CEDLA con el apoyo de la Embajada de Suecia en Bolivia.