Fotografías de Armando de Urioste
La amistad se fotografía, como muestra Urioste sobre Roberto Valcárcel, con quien compartió pupitre y a quien siguió de cerca o de lejos hasta antes de la muerte del artista paceño.
Roberto Valcárcel Moeller (La Paz, 19 de agosto de 1951 – Santa Cruz, 25 de julio de 2021) pidió que en su lápida se grabe: fotógrafo.
Con él habíamos montado nuestro primer laboratorio, en 1968, en la casa de Christa Wagner, una amiga en común. Fue entonces que le tomé el retrato en el que aparece con una mirada altiva y desafiante.
Rockeamos 120 fines de semana; él tenía ese escape con el piano, mientras que yo con la batería. Hicimos música con el Loro Guerra, el Roy y el Peter Lara: Apple Pie Museum, nos bautizó.
Antes que la arquitectura descubrimos la fotografía. Nos equivocábamos seguido, por inexperiencia, pero persistimos. Yo empecé a buscar mi horizonte en el cine, que me inquietaba por la Nouvelle Vague de Godard y el cine soviético, que veía en el cine 6 de Agosto. Él partió para Alemania.
Durante más de una década no coincidimos. Hasta 1982, cuando él retornó a Bolivia, como yo, que me había ido a Polonia. Entonces volvimos a las visitas mutuas y a retomar las conversaciones, el humor. Asistí a sus performances callejeros de cuerpos pintados. La amistad no sabe de distancias; es como volver a montar una bicicleta después de un tiempo, no se olvida, decía una tía…
Su madre, pivote de su obra y de su reconciliación consigo mismo, le repetía: eres distinto, Roberto, eres único, debes asumir esa realidad. Ella y mi padre habían compartido el bachillerato y nosotros la banca en el colegio Alemán de La Paz.
En una ocasión le mostré una primera foto mía expuesta en el aniversario del Conservatorio de Música. Le pregunté qué le parecía y él, tras contemplarla, me respondió: Yo opinaré sobre una obra, no sobre una fotografía. Tuvo que pasar otra década para que me visitara en Icónica, con motivo de la Bienal del Cartel, y esa vez yo tenía unas 300 fotos editadas. Roberto, tras pasar el dedo por el ratón, una hora más o menos, se detuvo y me dijo: tienes obra. Entonces le envié unas 300 imágenes y él me devolvió una selección de 75 con un título: “Armando: PHOTOGRAPHER EXTRAORDINAIRE”. Generosidad de amigo.
Su madre, pivote de su obra y de su reconciliación consigo mismo, le repetía: eres distinto, Roberto, eres único, debes asumir esa realidad.
Valcárcel hizo yunta con Gastón Ugalde durante un buen tiempo; juntos visitaron bienales y ganaron el Salón Pedro Domingo Murillo con un políptico sobre Franz Tamayo que hoy se puede ver en la Casa de la Cultura de La Paz, justo en la antesala de la Secretaría Municipal de Culturas.
Roberto, Gastón y yo compartimos la pasión por la fotografía. Nos fotografiamos. Incluso le pedí a Valcárcel que me incluyera en la serie de desnudos masculinos poco comunes que trabajaba. El resultado es extraordinario; por pudor no lo muestro. “Cómo te compenso”, le pregunté aquella vez. Me pidió una copia en 30×45 de una imagen de Estambul, tomada desde el Bósforo. Foto deslucida que él quiso porque representaba un fragmento feliz de su vida amorosa.
Roberto era un ser muy sensual. Trabajaba con una fotografía como referencia, la proyectaba y sobre ese esbozo creaba, corregía, perseguía la autenticidad y el compromiso con la belleza. Buscaba una provocación para el espectador, algo que lo encandile. ¿Cómo? Con su sensibilidad, su sensualidad. Sensualidad de su sonrisa, sensualidad de su inteligencia y sensualidad de su ternura, adolorida, apenas contenida pero radiante.
Y detrás de esa cualidad, aparecía tímida una inteligencia llena de humor. Solía disparar dardos que pocos comprendían, se refugiaba de alguna manera en el humor para expresar un pensamiento sofisticado.
Ilustraba su obra con textos, comprometida ésta sólo con su propia obra; nunca la puso al servicio del dinero. En una ocasión supe que en Miami le propusieron decorar un hotel, para lo que debía producir 150 paisajes en verde para las terrazas y doscientos en amarillo para los pasillos; era un buen dinerito, pero él no podía, pues al tiro se le venía otra idea que había ido persiguiendo hacía tiempo y que ya había madurado y, zas, torcía rumbo hacia un nuevo descubrimiento.
Eso nuevo le permitía, como dijo, comunicarse con un mundo que fue siempre hostil con él. Por eso mismo construyó otro mundo en el que se exilió forever. Un lugar donde la fotografía fue su novia: la única.