“La sociedad te pone en una disyuntiva y en un dilema de que sos vos o es tu hijo”. Lo afirma la documentalista Raquel, hoy ama de casa, pero podría ser cualquier mujer que ha debido postergar sus sueños por responsabilidades de la maternidad.

Nunca pensé que salir me costaría tanto como llegar. Cargo una mochila y una avalancha de reflexiones que intento procesar.
En Saipina dejé a la protagonista de esta historia.
Se llama Raquel pero podría ser Beatriz, Rosalía o Ana. Importa más lo que representa que la anécdota en primera persona. Lo que le pasó le pasa a muchas mujeres todo el tiempo. Está pasando ahora mismo mientras yo escribo esto o mientras usted lo lee, sin importar el día o la hora.
Raquel tiene 43 años, nació en la cruceña Comarapa y es de extracción campesina. Actualmente vive en la comunidad Montegrande, donde predominan los sembradíos de uva y no hay más servicios médicos que los de una posta sanitaria diminuta que está cerrada el domingo. Montegrande está a quince minutos del municipio de Saipina, tiene caminos pedregosos y la mayoría de las tierras son de parientes entre sí. La familia de Raquel está allí desde hace diez generaciones. Ella había alzado vuelo hacía mucho, pero volvió al nido donde todo empezó.
-He vuelto a ser hija. Vine con mi esposo e hijas al matrimonio de unos amigos y nos agarró la cuarentena. Estamos desde hace tres años anclados aquí.
¿Puede alguien almacenar recuerdos de infancia con detalles precisos como el olor de la tierra o el sonido de la lluvia? Raquel atesora su infancia como un registro nítido audiovisual. Recuerda que no tenía servicios básicos pero que nunca fue tan feliz. En su memoria hay un espacio privilegiado para su abuelo, el narrador neto que le arrancaba historias a la tierra tras su faena de agricultor. Escuchándolo, ella supo que quería vivir para atrapar anécdotas.
Raquel se convirtió en documentalista. Empezó a recorrer Bolivia y a viajar al exterior. Hoy de aquello queda poco. Ahora es un ama de casa que archivó sus equipos y resignó sus anhelos. Ahora se dedica a ese trabajo invisibilizado y no remunerado que sostiene el trabajo productivo de la sociedad capitalista.
UN BLOQUEO
Grandes piedras y palos atraviesan la carretera que une a Santa Cruz de la Sierra con Saipina. Cientos de pobladores toman la ruta exigiendo que baje el ministro de Obras Públicas para dar solución a una demanda no atendida que ha dejado varias víctimas.
“No pedimos una gran obra, ni una doble vía, sólo ensanchar un poco la carretera para no seguir contando muertos. Ya van ocho. Queremos que nos den solución, un cordón para nuestras wawas, para que haya más seguridad”, exclama Joel Ontiveros, alcalde de Pampagrande que ha puesto el cuerpo en la protesta vial que cumple su tercer día.
El bloqueo retrasa indefinidamente mi visita a Saipina. Planifico conversar vía telefónica con Raquel, pero el corte de luz en su zona le impide tener el teléfono móvil cargado para la cita. Al día siguiente conversamos pero la conexión es inestable. A su casa en Montegrande sólo llega la señal de Entel. Raquel está prácticamente desconectada del mundo. Su entorno se ha reducido a sus padres que trabajan la tierra de sol a sol, su esposo que busca hacer trabajos por consultorías pasándose megas desde el celular a la computadora, y sus dos pequeñas que crecen coleccionando piedritas para pintar.
El ministro decide asistir a la convocatoria de los bloqueadores y logra un cuarto intermedio en la medida de presión. Aprovecho ese lapso para viajar y emprendo camino ese mismo día. Tengo lista la mochila desde hace cuatro días, cuando intenté por primera vez salir de viaje.

El sistema la obligaba a una maternidad en soledad en la que el amor hacia su hija tenía que compensar el estancamiento personal y la renuncia a sus sueños.

A mi llegada en la noche, Saipina luce quieta, casi dormida. Busco algo para cenar pero no tengo éxito pese a que son las 9 de la noche. Apenas me instalo en un alojamiento y el rumor de que pronto volverá el bloqueo sale a flote en cada conversación que logro entablar. Me queda claro que debo retornar antes de que se cierre nuevamente la ruta.
CÁMARA EN MANO
El primer día en las minas por poco termina en el precipicio. Raquel buscaba el mejor ángulo para la toma en su documental al interior de la mina paceña de Colquiri y no se dio cuenta de que estuvo a punto de lanzarse al abismo. Un compañero minero la salvó de la muerte. Afuera estaba su hija, llorando en brazos de una amiga que viajó para ayudar. La niña tenía un año y estaba dando los primeros pasos.
Raquel salió cubierta de hollín, completamente agotada y con ampollas en los pies directo a dar de mamar a su pequeña. Mientras la alimentaba se sentía culpable y muy conflictuada.
-Tuve la fantasía de querer continuar con mi vida como antes de la maternidad, pero las circunstancias de nuestro contexto no lo permiten. La vida se ve necesariamente trastocada para la mujer. Nunca es igual.
Por entonces Raquel vivía en Cochabamba y se desplazó hasta Colquiri para ver la vida de los mineros. De aquel rodaje de varios días en los que la temperatura estuvo bajo cero, su hija se llevó un fuerte resfrío que la martirizó varios días posteriores, al extremo de que la hicieron tomar la decisión de no exponerla nuevamente por hacer su trabajo. Fue un quiebre interior.

No hay redes de apoyo a las madres que en esta sociedad crían en soledad, en soledad absoluta.
En principio, Raquel había intentado no resignarse a dejar de trabajar. Recordaba con optimismo a unas mujeres del Tipnis (Territorio Indígena y Parque Nacional Isiboro Sécure) que cargaban a sus hijos mientras asistían a sus asambleas. Había romantizado la idea y tenía por demás claro el concepto de empoderamiento femenino. ¿De qué le servía todo esto cuando realmente no tenía alternativas?
Seis meses antes del episodio de las minas, Raquel fue convocada a realizar un documental en Brasil. Dejó a su hija, que apenas se sentaba, en casa de sus padres en Montegrande, junto a su esposo. La niña se rehusó a comer por la tristeza ante la ausencia de su madre. Raquel volvió desesperada cargando el peso del remordimiento.
-Llegué del avión al bus, directo a ver a mi enana. Me sentí re culpable porque si le pasaba algo iba a ser mi culpa.
Es evidente que no podía dejarla pero tampoco podía llevarla. Tenía que renunciar a su carrera. Fue un golpe duro de realidad. El sistema la obligaba a una maternidad en soledad en la que el amor hacia su hija tenía que compensar el estancamiento personal y la renuncia a sus sueños. No fue su primera renuncia ni sería su última.
En 2014, un problema con el embrión detectado en los primeros meses de un nuevo embarazo la obligó a rechazar trabajos y a renunciar a una segunda carrera universitaria –Historia–, que terminó casi tan pronto como empezó.
-No sé cómo será ahora, pero en esa época para las clases en el edificio nuevo de la carrera de Historia, en la Universidad Mayor de San Andrés (en La Paz) había que subir seis pisos sin ascensor. Yo tenía problemas de un coágulo en el útero, no tenía que hacer esfuerzo físico, ni caminar, correr o trotar.
Cuando la pequeña cumplió cuatro años, Raquel intentaba retomar su actividad laboral en Sucre, a donde se había mudado con su marido y su hija en busca de oportunidades. Había logrado un reemplazo dando cátedra en la Universidad San Francisco Xavier y cursaba a distancia una beca de especialidad en género en el Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (CLACSO). Justo tras la entrega del trabajo final llegó la segunda bebé. El trabajo reproductivo volvió a gravitar en su vida.
Quedaba la tesis de CLACSO pero aquello se volvió incompatible con la crianza de dos niñas. Según la estimación del estudio “Tiempo para cuidar – Compartir el cuidado para la sostenibilidad de la vida”, las mujeres en Bolivia dedican más del doble del tiempo que los hombres al trabajo doméstico y de cuidado en el hogar.
-Yo sentía que cuando tuve a mi primera hija me cortaron un brazo. Con el otro todavía cargaba mi cámara. Pero cuando nació la segunda me quedé sin ambos brazos- dice Raquel con la firmeza de alguien que ya pensó mucho la situación.
Raquel escogió ser madre, sabía que sería durísimo pero nunca imaginó que el costo llegaría a la renuncia a sus aspiraciones. Según la OIT, la participación de las mujeres en el mercado laboral disminuye entre los 29 y 44 años, en su edad fértil, “para dedicarse a las tareas domésticas y de cuidado”. Las cifras parecen señalar que el destino del cuidado y sacrificio viene impreso en la condición de mujer.

CUIDAR, CUIDAR, CUIDAR
El día a día es una carrera que Raquel recorre tratando de arrancarle horas a la vida.
Hacer el desayuno, cambiar a las niñas, peinarlas, lavarles los dientes, llevarlas a la escuela, volver para limpiar la casa, preparar la comida, ir a recogerlas del colegio, darles almuerzo, acompañarlas a hacer tareas, jugar con ellas, bañarlas, preparar la cena, acostarlas… la escena se repite día tras día; pese a que comparte responsabilidades con su esposo y cuenta con el apoyo de su madre, el trabajo es extenuante y, en Bolivia, nunca remunerado.
– A veces cronometro el tiempo en el celular, me hago un rol de actividades domésticas diarias y trato de hacerlas lo más pronto posible y así tener un tiempito para escribir o leer o hacer algo propio para mí. A veces logro sacar un tiempo mínimo, una hora… pero si uno se pone a ver, el trabajo doméstico es inacabable, siempre hay más y más que hacer. Siempre.
La maternidad real está lejos de ser un terreno de algodón de azúcar. ¿Por qué hablamos tan poco de esto?, ¿hasta cuándo la mantendremos como un tema tabú?, ¿cuánto más sostendremos la idea de la maternidad de comercial en la que todo es perfecto?
Raquel es una mujer lúcida que dedicó muchos años de su vida a militar en la izquierda más radical. “Me interesa discutir con las feministas”, dice en tono de broma, sin que su afirmación deje de ser cierta. Disiente rotundamente de aquella idea generalizada de que basta el empoderamiento para erradicar los límites impuestos tras la maternidad y afirma que el problema en principio es material.
–Las condiciones materiales para que las madres y los niños puedan tener una situación de bienestar en esta sociedad, no están dadas. Y eso es lo que se impone. Por muy empoderada que yo esté o por muy feminista que sea –no es mi caso– la sociedad te pone en una disyuntiva y en un dilema de que sos vos o es tu hijo. De que uno de los dos se tiene que sacrificar en esta sociedad, porque no hay las condiciones, porque el Estado se desentiende. No hay redes de apoyo a las madres que en esta sociedad crían en soledad, en soledad absoluta. Eso es terrible porque el Estado, las leyes, la religión, todo el mundo se mete en el tema del aborto, o sea quieren decidir sobre tu cuerpo, si tienes o no tienes hijos, pero cuando los tienes no se meten para nada. Te dejan en absoluta soledad.

El tema no es solamente quién se hace cargo del cuidado, o si recibir un salario por ese cuidado o no. Pienso que la solución al problema de la esclavitud doméstica de las mujeres pasa porque la mujer entre en escena pública.
Le pregunto cuáles serían las cosas materiales a las que hace referencia y enumera sin dudarlo: “guarderías en las mejores condiciones, comedores populares, renta a las madres que acaban de tener bebés…”. Me cuenta además que vio hace tiempo en un documental que Francia estableció la asignación de una niñera de la zona para apoyar en la crianza.
Mientras proceso lo que me dice imaginando aquellas condiciones ideales, sus palabras me vuelven a detonar la cabeza diciéndome esta vez que en realidad todo aquello no bastaría.
–El tema no es solamente quién se hace cargo del cuidado, o si recibir un salario por ese cuidado o no. Pienso que la solución al problema de la esclavitud doméstica de las mujeres pasa porque la mujer entre en escena pública. Por eso tampoco estoy muy de acuerdo con el tema de la renta. Transitoriamente podría ser, pero tiene su doble filo porque eso también involucra encerrar a las mujeres dentro del trabajo doméstico y nada más que dentro del trabajo doméstico. Entonces la solución pasa en realidad porque la mujer ocupe otros espacios, salga a la escena pública. Además, que sea una sociedad en la que tengamos el derecho de decidir si quiero dedicarme a esto o quiero dedicarme a aquello.
Raquel teoriza desde la vivencia. La contundencia de sus palabras radica en lo aprendido en carne propia tras documentar la vivencia en sus retinas. Su voz es poderosa y siento bronca al pensar en todas las voces potentes de mujeres que han sido silenciadas obligatoriamente tras la maternidad. Siento bronca y me duele porque me doy cuenta de que nada apunta a que esto vaya a cambiar. Por mucho discurso despatriarcalizador que se haga, quienes ostentan poder duermen tranquilos con el hecho de que cada día las mujeres tengamos que escoger entre nuestras wawas y nuestros anhelos. Después de todo, parece ser una “trivialidad” doméstica que no les compete.
CHAU, RAQUEL
Una motocicleta me lleva hasta la carretera donde debo hacer dedo para lograr que algún conductor me acerque hasta otro tramo donde haya posibilidades de conseguir un bus. Llego al retén y espero. Debo evaluar posibilidades, ser cauta sin dejar de ser arriesgada. Tras una hora y media de escasas opciones, aparece una camioneta blanca, pequeña, sin placa y con la carrocería repleta de flores amarillas, naranjas y rojas. Alguien que lleva tantas flores no debe ser mala persona, pienso, sin ningún sentido lógico más que el deseo de retornar a casa antes de ser presa del bloqueo carretero anunciado para el día siguiente.
Así llego a La Palizada tras media hora de viaje en medio de un paisaje nublado y lleno de cadenas montañosas difusas en todo el rededor. La Palizada es justo la bifurcación de la carretera. Como Francisco -el amable conductor- va hacia el otro lado, a Comarapa, me quedo en ese punto a esperar el siguiente vehículo que no tarda en aparecer.
Luego de hacer señas logro que pare el bus de TransComarapa que va con destino a Santa Cruz. Subo agradecida por la fortuna de haberlo alcanzado aunque me toque viajar de pie haciendo malabares para no caerme en las casi seis horas de viaje que tengo por delante.
Raquel me mostró en la propia piel lo que es la “esclavitud doméstica” que la maternidad romantizada se esmera en ocultar día a día. Ella se ha quedado y yo siento que pese a haber tenido que viajar 12 horas para verle, aquello me marcó lo suficiente como para hacer valer cada centímetro de los kilómetros de distancia recorridos.
Este texto es parte del proyecto “Mujeres orquesta. Las tareas del cuidado en Bolivia”, elaborado por Rascacielos junto al Centro de Estudios para el Desarrollo Laboral y Agrario CEDLA con el apoyo de la Embajada de Suecia en Bolivia.