“Eres de la familia”, le repitieron tantas veces sus empleadores a Arminda, que terminó por creerlo. Lavó, limpió, cocinó, cuidó, sin recibir un salario. El día en que decidió irse, sin ahorros, sin beneficios, se dio cuenta de que una trabajadora del hogar difícilmente deja de ser una extraña, alguien de paso, alguien reemplazable.
Arminda Gómez Quispe nació en la comunidad de Mollipongo de la provincia Camacho (La Paz), segunda de tres hijas de una pareja de campesinos aymaras. Su hermana mayor migró primero a la ciudad. Arminda quiso seguirla pronto. Sus padres trataron de disuadirla, de que al menos terminara el bachillerato; pero la adolescente estaba empeñada en buscar una vida menos dura que la rural de los años 80 que le tocó en suerte.
“Cuando eres niña en el campo, deseas comer algo más que chuño, papa y oca, o quinua y cañahua. Quieres frutas, por ejemplo”. Para conseguir durazno o tuna, había que iniciar viaje a las dos de la mañana y caminar por horas hasta llegar a Carabuco o Escoma, pueblos con actividad comercial que en Mollipongo no existía. “La distancia era enorme, no había caminos como para que entraran o salieran vehículos, así que la vuelta era también caminando”.
De niña, pastar ovejas, ayudar en la chacra, eran actividades que Arminda alternaba con los estudios en la escuela primaria. Para la secundaria tuvo que trasladarse a Carabuco, donde su papá alquiló una pieza para ella. “Allí sentí por vez primera la discriminación. Los chicos del lugar usaban zapatos y yo abarcas. Se burlaban de mí y me llamaban india, como si ellos fuesen distintos. Me daba tanta rabia, que me decía: tengo que salir de aquí”.
Tanto insistió, que a fines de 1989, a sus 14 años, Arminda consiguió al fin el permiso del padre para conocer La Paz. “Voy a trabajar antes de que empiecen las clases y ganar platita para comprarme ropa y volver”, le convenció. Así fue que llegó a la casa donde trabajaba su hermana, cerca de la calle Landaeta, en el centro paceño, y se le unió para ayudar en las labores del hogar de una familia de siete integrantes. “Me ofrecieron 50 bolivianos y yo estaba feliz. Me dijeron que iba a cuidar a una niña de ocho meses y a otra de año y medio; pero al final terminé atendiendo a otras más y me dí cuenta de que no era algo fácil”.
Pasó el mes y Arminda extrañaba mucho a sus padres. Sin embargo, se sobrepuso y recordó lo que le prometía a su mamá mirando los cerros que rodean a Mollipongo: “No te preocupes, me vas a ver volver por allí siendo alguien, siendo una maestra”. Lloraba, como no puede dejar de hacerlo ahora, al recordar esos días y sus promesas.

Cuando eres niña en el campo, deseas comer algo más que chuño, papa y oca, o quinua y cañahua. Quieres frutas, por ejemplo.
Como su papá iba a recogerla pronto, “negocié con mi empleador para que me dejara entrar a la escuela nocturna, y lo que me respondió me marcó profundamente: Para qué vas a estudiar, seguramente quieres aprender a firmar para cuando te cases”.
La mujer de 47 años que hoy es Arminda, de fácil sonrisa, se quiebra al repetir aquellas palabras. En todo caso, que se las dijeran la confirmó en su decisión de seguir estudiando. “Me quedo, dije”, y sus padres tuvieron que aceptar.
TIEMPO COMPLETO
Como trabajadora del hogar “cama adentro”, no hay horario de entrada ni de salida. Se está disponible siempre. Ella se levantaba a las 5.30 de la mañana, de lunes a domingo. Se aseaba y a las 6.00 ya debía barrer la acera y disponerse a atender a las niñas; a las colegialas las ayudaba a vestirse para que se marcharan al colegio. Además de sus responsabilidades como niñera, apoyaba a su hermana. “Yo era feliz, de todas formas, pues podía ir a la escuela nocturna. Claro que no me alcanzaba el tiempo para hacer las tareas en el día, así que me quedaba hasta tarde en la noche. Como compartíamos un cuartito con mi hermana, debajo de las gradas, no tenía espacio; pero me dejaban usar una mesa y tener un televisor encendido. Miraba la telenovela mexicana Simplemente María, sobre una chica migrante del campo, y me identificaba”.
Arminda vestía pollera y peinaba trenzas. No hablaba un castellano fluido; pero “tenía ganas de aprender, energía, voluntad”.
Seis meses duró esa vida. Los 50 bolivianos que ganaba al mes no le alcanzaban para las compras que quería hacer; pero no fue eso lo que la obligó a cambiar de lugar de trabajo. Surgió un problema en el edificio en el que servía, donde varias familias se disputaban el agua. Me estás causando líos, le dijo el empleador, “y me botó”. En la madrugada salió a la calle, sin tener a dónde ir, pues volver a la casa paterna no era su opción.
“Esperé a que abrieran las tiendas a eso de las seis de la mañana y fui preguntando a las señoras si necesitaban una trabajadora”. Una de ellas le dijo que sí y le ofreció pagarle 100 bolivianos al mes por atender a cuatro personas mayores. La empleadora “parecía buena”, así que entró a esa casa.
Dejó pasar dos días y se animó a pedir permiso para seguir yendo al nocturno. “Por qué no me has dicho antes, me riñó la señora y me preguntó el horario. Era de siete a nueve, pero ella me aclaró que máximo debía volver a las 9.05, que a esa hora se cerraba su casa”. Arminda dejaba la escuela corriendo y la empleadora la recibía mirando el reloj: “Te has atrasado dos minutos”.
Regaños, insultos, la trabajadora del hogar lo soportó todo durante un año y sin quejarse a sus papás, diciéndose que “al menos tengo un techo y me dejan estudiar”, hasta que un hijo de la familia, que llegó de visita, la mandó a buscar un medicamento en la farmacia y, como no pudo hallarlo, “me llamó floja, me dio una cachetada, tomó mis cosas y me echó”.
Para entonces, Arminda había dejado la pollera. “Mi sueldo no me alcanzaba para comprar útiles y ropa; en ese tiempo no había ropa de segunda mano y todo me resultaba caro”.
De nuevo en la calle, buscó a una prima que vivía en Villa Fátima (al este de La Paz). La mujer, que se ganaba la vida lavando ropa, la acogió, pero le pidió que la ayudara con la crianza de sus hijos. Perdió el año escolar, como perdería el siguiente porque sus nuevos empleadores no le permitieron estudiar.
Lo bueno de esta última familia es que el hijo, sin proponérselo, la ayudó a mejorar su castellano, pues la obligaba a que le dictara las tareas y ante cada error la corregía. “Abusaba, retrasaba mi trabajo”, pero al final ella salió ganando. El castellano de Arminda es claro y fluido, aunque dice que todavía pelea con ciertas palabras. Su aymara natal está en su cabeza y lo usa cuando ve a sus padres, que todavía viven en Mollipongo; pero no lo ha transmitido a sus tres hijos.
UNA AHIJADA NO COBRA
De salario, nada. Arminda vendió cosméticos por catálogo y así se ayudó con los gastos. El hijo de sus padrinos compró un vehículo para que ella, que aprendió a conducir, pudiese combinar estudios con el cuidado de los ancianos que cada vez demandaban mayor atención. También le entregó un teléfono celular. “Qué más podía pedir”.
A sus 17 años, Arminda conoció a la familia con la que trabajaría hasta sus 34, la que la convenció de que no era una empleada.
Durante el primer medio año, la joven recibió 100 bolivianos al mes por un trabajo, como siempre, sin horario. La pareja de ancianos que la contrató le permitió ir al colegio nocturno y además la hizo bautizar, de manera que de empleadores pasaron a ser padrino y madrina. Como éstos tenían residencia en Estados Unidos, se marcharon allá por un tiempo y la trabajadora se quedó en la casa de la zona de Sopocachi, con el hermano y el hijo de aquellos.
¿Quién iba a pagarle ahora? Todos se hicieron a los desentendidos. Sólo el hermano, adulto mayor, le regalaba 50 bolivianos cada vez que ella lo acompañaba a cobrar su renta de jubilación y de vez en cuando “me daba 10 bolivianos para mi recreo”.
Los dos hombres, a quienes atendía en todo, decidieron trasladarse a Cochabamba y dieron por sobreentendido que ella los acompañaría. Así fue, pero esta vez la joven puso una condición: estudiar por la tarde.
Sus padrinos volvieron a Bolivia, pero “me daba pena cobrarles; que me dejaran ir al colegio era una bendición, además, me permitían reunirme con los compañeros en la casa y ella me regalaba la ropa que ya no usaba: me sentía bien pagada”.
Luego del bachillerato, Arminda expresó su deseo de seguir una carrera en la universidad. Le dijeron que sí. Intentó ingresar a Administración de Empresas, pero no lo logró. “Me di cuenta de las enormes deficiencias de mi formación”. Recordó entonces las palabras de una maestra de geografía: que Bolivia tiene recursos, pero le faltan condiciones para explotarlos, por ejemplo caminos. “Pensé en mi comunidad, en sus montañas, mis largas caminatas, y en eso se abrió la carrera de Turismo en la Universidad Mayor de San Simón. Al segundo intento conseguí ingresar y no paré: en los cinco años previstos terminé la carrera”.
De salario, nada. Arminda vendió cosméticos por catálogo y así se ayudó con los gastos. El hijo de sus padrinos compró un vehículo para que ella, que aprendió a conducir, pudiese combinar estudios con el cuidado de los ancianos que cada vez demandaban mayor atención. También le entregó un teléfono celular. “Qué más podía pedir”.
Comenzó a hacer la tesis y en ese tiempo, Arminda, que había conocido a un joven que le hizo muchas promesas, quedó embarazada. “Cuando supo de mi estado, él me dejó. Pensé que lo había arruinado todo justo cuando estaba por lograr lo que tanto soñé. Fue otra derramada de lágrimas”.
Arminda, que hoy está casada y es madre de dos hijas y un hijo, no dejó que la desesperación la superara y terminó la tesis que, con un circuito turístico específico, propuso al municipio de Carabuco. El alcalde no le dio importancia y el tiempo pasó. Cuando hubo cambio de autoridad, el nuevo munícipe la contactó; pero la licenciada no pudo aceptar el trabajo porque su hija Michelle era apenas una bebé.

Sus empleadores acogieron a la niña, pero cuando Arminda planteó que le pagaran por el trabajo que hacía, que ahora necesitaba el dinero, una vez más le salieron con eso de que era parte de la familia y, como añadido, que algún día los bienes iban a ser de ella.
Al más joven de sus empleadores se le ocurrió la idea de abrir una agencia de turismo en La Paz, en la casa de la avenida Ecuador. Y también una galería de arte y un restaurante. Iba a ser como una sociedad, pero sin pago para Arminda. Para que no se quejara de falta de tiempo para atender todo, aceptó emplear a alguien como ayudante. Así llegó la hermana menor de Arminda, para entonces una joven madre de un niño y otra migrante que se había unido al ejército de trabajadoras del hogar.
“Tienes todo, qué más quieres”, le decía el hombre cuando ella se animaba a reclamar. “Es cierto que él puso a mi hija y mi sobrino en un colegio pagante, a él lo llevó a la Alianza Francesa; pero yo veía cada vez más claramente que trabajaba mucho y que no tenía dinero para disponer libremente”.
A tanta insistencia, se le fijó un salario de mil bolivianos en 2007. Pero, que la situación era anormal se reveló con toda su violencia la vez que el hombre enfrentó a Arminda y sus reclamos: “No tienes nada, eres una mediocre. Gracias a mí, tu hija y tu sobrino tienen lo que tienen. Hasta los vecinos me han dicho que estoy criando bastardos que mañana no me van a reconocer nada”, recuerda que le gritó. Las cosas quedaron claras.
“Me fui. Agarré a mi hija de cinco años y me marché con la consciencia de que efectivamente no tenía nada. Busqué un hotel donde gasté el poco dinero que tenía. No podía dejar de llorar” y tuvo que recurrir al Instituto de Psiquiatría para salir de una profunda crisis. Plantó un juicio para conseguir “que me paguen algo por tantos años de trabajo”, que nunca prosperó.
“Tengo que levantarme”, se dijo, y salió a buscar empleo. Compartió un cuarto con su hermana e hizo de todo en los siguientes años: entró a una agencia de viajes, pasó a un proyecto de facilitadores en el área rural, fue cocinera en un restaurante, mesera en otro… En todos los casos, con salarios bajos, pero al menos dueña de su tiempo y con muchos aprendizajes que le fueron preparando para lo nuevo que vendría.

FAMILIA PROPIA, SUEÑO PROPIO
Hace ocho años, Arminda conoció a un hombre con nombre griego, Orestes, que cocinaba en el restaurante donde ella era mesera. Se casaron y hoy son padres de dos niños: Lucía de 7 años y Nicolás Amir de 5, los que con Michelle, hoy una joven de casi 20 años que estudia inglés y música, ayudan en un emprendimiento familiar que tiene su centro en la cocina.
Ser mamá había confinado a la inquieta Arminda a las labores de casa y la idea de depender económicamente del esposo la deprimía. Buscó opciones y, antes de su tercer embarazo, encontró en el colectivo feminista de Mujeres Creando la oportunidad de trabajar en radio; fue productora y redactora de editoriales del programa de las trabajadoras del hogar. La posibilidad de retornar a la agencia de viajes se abrió, pero un nuevo embarazo la obligó a quedarse en casa.
Cocinar juntos se hizo una rutina en los días libres del esposo, quien trabaja como parrillero de miércoles a domingo. “Un día en que estábamos comiendo una sajta, él me lanzó la propuesta: por qué no vendemos comida, nos sale muy bien”.

Arminda lo tomó tan en serio, que ese mismo día estaba buscando un local en la zona de Llojeta, zona oeste de La Paz, donde la familia alquila un departamento. Entre tanto, una prima suya la animó a vender refrescos de forma ambulante.
“Era el año 2018 cuando, temprano en la mañana, salí a ofrecer refrescos de quinua y de linaza. Una señora me vio en la rotonda, gritando para que me escucharan, y me sugirió ir a la parada de minibuses”. Había que ver la figura de Arminda, de algo más de 1,50 metros de estatura, trepando las calles con los bidones a cuestas. El negocio propio había comenzado a marchar, pese a lo molesto que se hizo para la mujer soportar el acoso de choferes y mecánicos.
De lunes a domingo, Arminda y su esposo se levantan temprano para preparar los ingredientes. El experto en gastronomía pica las verduras antes de irse al trabajo y entonces la cocinera comienza a guisar para sus clientes.
Cuando menos lo esperaba, la tienda de la planta baja del mismo edificio donde vivía la familia quedó libre. “La alquilamos de inmediato y desde agosto de 2018 hasta octubre de 2019 nos fue muy bien con el snack. Yo cociné para otros desde mis 14 años, pero fue ahora que me descubrí como buena cocinera”.
Ese mes de octubre estalló la crisis política y social que puso en vilo a Bolivia. El cierre del snack pudo ser algo desastroso; pero ocurrió lo impensado: “Los clientes me buscaron y me pidieron que siga cocinando, que ellos iban a pasar a recoger los platos”. Animada, la cocinera abrió un grupo de Whatsapp “y ofrecí llevar yo misma la comida hasta sus casas”. Estaba planteando el servicio de delivery que la próxima crisis, la de la pandemia de Covid-19, haría obligatorio.

En esos afanes se encontraba la familia, cuando la dueña de casa prohibió cocinar para otros con el argumento de que se iba a dañar el departamento. “Mi bonito plan se desarmaba. Irme a otro barrio me iba a hacer perder a los clientes, qué podía hacer”.
La respuesta llegó en marzo de 2020. El departamento del edificio colindante se desocupó y, como la dueña de casa era cliente de Arminda, la bendición llegó también por esa parte. En pleno arranque de lo que se bautizó como Andes Grill, la cuarentena rígida por la pandemia despertó los peores temores en Arminda. Pero, los pedidos no sólo se mantuvieron, sino que crecieron. “Los clientes venían hasta cierta parte del camino y yo los encontraba con la comida. Usamos vías alternas para evitar los controles y así pudimos seguir”.
En el departamento que ocupa la familia, sólo el rincón del comedor lleno de juguetes compite en importancia con la cocina. De lunes a domingo, Arminda y su esposo se levantan temprano para preparar los ingredientes. El experto en gastronomía pica las verduras antes de irse al trabajo y, luego de que los niños salen para la escuela, la cocinera comienza a guisar. Prepara los platos según lo solicitado por los clientes, los que han recibido temprano el menú del día por Whatsapp.
Los niños ayudan a pelar arvejas por la tarde y Michelle apoya a su mamá al mediodía distribuyendo los pedidos que llegan ya no sólo de Llojeta, sino de Sopocachi y de Obrajes. Andes Grill es, en rigor, un emprendimiento de toda la familia, en el que, cree Arminda, se capitaliza todo lo vivido hasta ahora.
Qué se vendrá más adelante, se pregunta esta madre que está contenta de generar ingresos y todavía tener la tarde libre para acompañar a sus hijos. Mientras sueña con ampliar el servicio, emplear a otra gente y reunir dinero para comprar una casa, de vez en cuando se imagina asomando por Mollipongo con su plan para el desarrollo del turismo en esas tierras donde se quedan los adultos mayores, pues los jóvenes migran a la ciudad con la ilusión de vivir mejor.

Este texto es parte del proyecto “Trabajo, empleo, chamba, Trayectorias laborales en Bolivia”, elaborado por Rascacielos junto al Centro de Estudios para el Desarrollo Laboral y Agrario CEDLA con el apoyo de la Embajada de Suecia en Bolivia.