En el norte amazónico de Bolivia, Adán y Eva pasean en motocicleta. Pero a la hora de la hora, su casa es y será el bosque. Ellos son el bosque mismo.
El paraíso debió haber sido algo así. Kilómetros y kilómetros de un verdor espeso, infinito, sólo atravesado por ríos inmensos que se pierden entre el monte espeso de la Amazonía boliviana cual serpientes gigantes. Dicen que allí llueve más que en ninguna otra parte del mundo, pero no es la lluvia la que saca a sus habitantes de ese paraíso sino la televisión, la telenovela, el teléfono celular, el karaoke y las motocicletas. En Riberalta, al norte del país, adanes y evas pasean por la ciudad en motocicleta.
Todos, a su turno, van y vienen de la comunidad a la ciudad porque aquella relación es ya inevitable. Desde que sus territorios fueron invadidos, hace más de un siglo, su relación con blancos y mestizos fue sobre todo tremenda y las cicatrices del ultraje esclavista reposaron pacientes muchos años hasta que entrados los años 90, los indígenas del norte amazónico de Bolivia lograron recuperar sus territorios.
***
No fue fácil. Tuvieron que recorrer 1.350 kilómetros en dos marchas multitudinarias hasta la sede de gobierno en La Paz; tres veces más la distancia que caminó Gandhi desde Sabarmati a Dandi protestando contra el imperio inglés. Más todavía. Los indígenas del oriente boliviano volvieron a caminar otros 1.678 kilómetros en dos nuevas marchas buscando además el reconocimiento de su lengua y una Asamblea Constituyente que los incluyera plenamente. Marcha tras marcha, kilómetro a kilómetro, libraron un camino azaroso invadido de tentaciones varias en las que, como en toda batalla, muchos sucumbieron. Marcharon con la paciencia de Gandhi y ese no es un dato menor. Partieron juntos aunque no siempre llegaron hermanados; se quebraron, se fraccionaron, pero aún en veredas distintas, continuaron buscando cómo gestionar sus territorios conservándolos y protegiéndolos. Porque a pesar de las tentaciones de la modernidad y de una gran variedad de depredadores políticos al acecho, los indígenas de tierras bajas en Bolivia tienen un vínculo inquebrantable con la naturaleza: la selva es su casa, ellos son la selva misma.
La cultura de lo poco
“Nuestros usos y costumbres son tener lo poco y no lo harto” comenta, siempre sonriente y amable, Edgar Amutari, indígena de la etnia Takana, uno de los seis pueblos originarios que habitan la región del norte amazónico de Bolivia. Hace dos días llegó desde su comunidad, Victoria, a la ciudad de Riberalta (Beni) donde viene de vez en cuando por cuestiones de trabajo y de sobrevivencia. Vino en el camión de la Asociación Indígena de Recolectores de Castaña MUIJE, y como hace días que llueve y llueve y los caminos se ponen imposibles, el río crece y el único camión viejo con el que cuenta la Asociación se metió al río y se hundió. De modo que Edgar no puede volver a su comunidad. Quiere salvar el camión, pero sobre todo quiere marcharse de la ciudad porque aquí todo es “una gastadera” de dinero.
Esta mañana tempranito fue a mirar el camión ahogado en el río y ahora está sentado en un restaurante de la plaza principal. Se ha puesto una camisa limpia más grande que su talla. Riberalta está invadida de ropa usada que llevan desde Oruro los comerciantes de tierras altas asentados en la ciudad. “Para nosotros no es extraño estar en la ciudad pero lo más importante es estar en la comunidad porque aquí es dinero y dinero: que para el taxi, que para llamar por teléfono, que para comer. ¡Dan ganas de caerse muerto y levantarse vivo!”, protesta Edgar sin perder el buen humor. El único momento que se pone serio es cuando le sacan una fotografía y oculta los dientes que ya no están.
Para nosotros no es extraño estar en la ciudad pero lo más importante es estar en la comunidad porque aquí es dinero y dinero: que para el taxi, que para llamar por teléfono, que para comer. ¡Dan ganas de caerse muerto y levantarse vivo!
Edgar Amutari Galindo tiene 54 años, el rostro menudito, los ojos negros, pequeños, hundidos y algo rasgados. Su piel es color chocolate puro, su cabello negrísimo y lleva siempre una gorra con visera para cubrirse del sol. Es pequeñito y le dicen “pescadito”, pero no por su estatura sino porque Edgar Amutari, exdirigente de Tierra y Territorio de la poderosa Central Indígena de la Región Amazónica de Bolivia (CIRABO), canta. Y como quien canta bonito es dulce de las muchachas, Edgar es “más querido que un buen pescado del Amazonas”. De modo que le dicen “pescadito” y él no se deja rogar. “Es así la vida del artista”, comenta cual estrella de cine. También es poeta y compositor, escribe y luego canta a capela:
Cuando me vaya de Cochabamba muchos recuerdos me llevaré
en Cochabamba está mi morena y ella es la dueña de mi querer.
Nunca me olvides cochabambina que yo muy pronto he de volver
si dios me lo permite el pescadito ha de volver.
Así cantó en un encuentro de dirigentes indígenas en Cochabamba hace años pero su talento se veía desde niño cuando en la escuela se ofrecía para cantar con cualquier motivo. Ese es el único buen recuerdo de sus años escolares que abandonó a sus 12 años, en quinto de primaria, por la misma razón por la que los niños como él dejan la escuela: trabajar para ayudar a su papás.
Salomón Amutari Pedraza y Domitila Galindo Flores, padre y madre de Edgar nacieron en Tumupasa (Misión de la Santísima Trinidad de Yariapu), una de las misiones que los franciscanos lograron establecer en 1713 en tiempos de la conquista española que buscaba reducir a los pueblos indígenas del oriente boliviano, por entonces extensos y dispersos. Aquella ocupación territorial provocó un fuerte impacto en la población y dio lugar a la desaparición de varias etnias. Los takana se habrían consolidado en ese momento, cuando los curas franciscanos reunieron en convivencia a distintos pueblos de la familia lingüística takana.
Aquella ocupación territorial provocó un fuerte impacto en la población y dio lugar a la desaparición de varias etnias. Los takana se habrían consolidado en ese momento, cuando los curas franciscanos reunieron en convivencia a distintos pueblos de la familia lingüística takana.
La región amazónica ocupa el 75% del territorio boliviano hacia el noreste en los departamentos de La Paz, Beni, Pando e incluso Santa Cruz y Cochabamba. Son más de 800 kilómetros cuadrados de los 5 millones y medio que tiene toda la Amazonía continental. Allá donde vivieron los padres de Edgar, el bosque es húmedo, espeso, eternamente verde y está poblado por miles de millones de árboles inmensos de maderas preciosas, caucho natural y otros, que producen castaña, frutas exóticas, también hay palmitos, yuca, plátano, arroz, maíz y en sus ríos viven peces en gran variedad y es posible encontrar oro aluvional.
Los takana fueron tradicionalmente pescadores, cazadores y recolectores. El territorio allí es generoso en biodiversidad y bosque, no así en tierra apta para la agricultura. Por eso el bosque con sus árboles, sus frutos, sus animales y sus ríos, tan inmensamente generoso, es para ellos su casa grande, su vida, su todo. Su territorio son ellos mismos. Hasta que llegaron los colonizadores hambrientos de tierra para explotar. Primero fue la goma, luego la madera y la castaña, cada una a su tiempo. A fines del siglo XIX, el primer auge de la goma atrajo gran cantidad de colonizadores. Los takana, habitantes por excelencia de la zona, fueron reclutados, perseguidos, esclavizados y trasladados a las barracas del norte. Así llegaron al lugar los bisabuelos de Edgar que tiene el apellido takana de su papá Amutari y el apellido mestizo de su mamá Galindo que nació en Apolo. Porque después de aquellas migraciones forzadas, pocos takanas regresaron a sus lugares de origen y sus territorios fueron ocupados por colonos quechuas de Apolo y otros lugares del norte de La Paz. Indígenas y mestizos se mezclaron: Amutari Galindo.
Los Amutari Galindo se asentaron en las orillas del río Beni y como muchos comunarios acabaron “empatronados” (de patrón) en la casa Hecker, una de las más grandes sociedades empresariales de la época que así como explotaba la goma procesaba (beneficiaba) la castaña en dos barracas, Fortaleza y Conquista. El papá Salomón Amutari trabajaba extrayendo goma y la mamá Domitila Galindo quebraba castaña.
El latifundio moderno
La economía barraquera controlaba tierras, producción y fuerza laboral mediante la barraca (tierras), el habilito (pago con créditos de pulpería) y el empatronamiento (control patronal de la fuerza de trabajo).
Más de medio siglo después, con características parecidas, las tres modalidades se mantienen hasta hoy. Cada año, miles de familias indígenas del norte amazónico boliviano se empatronan, reciben el habilito y recolectan castaña para los barraqueros. Más de 20 mil mujeres indígenas trabajan como quebradoras en las beneficiadoras de Riberalta. La barraca fue otra versión del latifundio. La reforma agraria resultante de la Revolución de 1952 nunca llegó a las tierras del norte amazónico del país.
La barraca fue una organización económica territorial para la posesión de tierras, apropiación y usufructo de las riquezas naturales por parte de empresarios privados que, a falta de regulación estatal, acapararon inmensas extensiones de bosque mediante dotaciones, sin títulos, o de manera poco clara.
“Vivíamos ahí, en la barraca. A nosotros nos decían que teníamos que estar sujetos a las determinaciones del patrón y dejar nuestros usos y costumbres. Nosotros no teníamos sillas, mis abuelos tejían las esteras, ahí comíamos, tomábamos, dormíamos…”, cuenta Edgar con la voz dulce, sosteniendo la dignidad en la sonrisa imborrable.
Alrededor de las barracas, en medio del monte, se conformaron pequeñas comunidades con viviendas, escuela, iglesia y a veces hasta teatro. Eso no quiere decir mucho porque en la casa de la familia Amutari-Galindo no sólo faltaban sillas, camas y mesas, sino salud. De los cinco hermanos de Edgar, ninguno llegó a cumplir los 10 años. Victoria, Juan, Laercio, Salomón y Marcial, uno a uno murieron enfermos con malaria, una vieja conocida del lugar. Quedó Edgar, que luego de sufrir las “huascas” (palizas) en la escuela por su condición indígena y su mala pronunciación del castellano, la abandonó para trabajar. A sus 16 años partió a cumplir con su servicio militar para luego hacerse cargo de sus padres hasta que murieron. “Pensando en esta etapa logré entender la realidad y no me quedó más que llorar. Acordarme de esas discriminaciones me da tristeza” cuenta, y asegura que las “huascas” sucedían hasta hace muy poco tiempo.
Luego de casarse y con la nostalgia del lugar donde nació, Edgar “el pescadito”, volvió a orillas del río Beni. Pero tal era su añoranza del vientre grande que se internó monte adentro en las entrañas de la madre selva, en la comunidad Victoria donde ahora vive, a 110 kilómetros y tres horas y media de Riberalta. Cada que Edgar tiene ir a la ciudad debe caminar dos horas y media por el bosque hasta llegar a la carretera y desde ahí subirse a una moto-taxi y viajar otra hora hasta Riberalta. A la vuelta, lo mismo. Pero no importa: no hay nada como un pez en el agua. Edgar suspira diciendo que allí adentro, en Victoria, es más tranquilo, cría a sus animales, tiene pesca en abundancia y carne también.
Las únicas razones por las que Edgar Amutari sale del bosque hacia la ciudad son tres: porque en Victoria no hay escuela secundaria y entonces sus hijos asisten al colegio en la ciudad; porque para mantenerlos necesita vender en la ciudad el excedente de producción agrícola que es escaso, sólo arroz y quizás yuca; y finalmente por asuntos de su comunidad cuando le toca ser representante.
La tentación de la manzana
La ciudad es un mal necesario, diría Edgar. Los pueblos indígenas de la región han conseguido del gobierno un “internado” en la ciudad donde sus hijos viven mientras estudian. Edgar insiste en que antes se tenía más control de los jóvenes porque no salían de la comunidad y a las 7 de la noche ya estaban dormidos. “Antes se preservaba el respeto y la conservación de los hijos” comenta él con ese lenguaje político-ecológico que se le cuela en todas partes. Si antes controlaban a los muchachos, insiste, ahora, estudiando en la ciudad, no se sabe qué hacen y peor aún, las chicas ya ni vuelven, y si regresan “traen al marido como diploma”, se queja.
Mientras tanto en las ciudades, esos muchachos gozan ya de la tecnología sin vuelta atrás. Pero no sólo ellos, sino también sus padres que han logrado comprarse televisores y karaokes. Ya nadie escapa a la tentación de la manzana. “Gastos insulsos”, dicen los empresarios -sus antiguos patrones y en muchos casos sus actuales empleadores-. Ellos creen que los indígenas castañeros no emplean sus ganancias en mejorar sus vidas sino que, al cabo de los tres meses de dura la época de recolección de castaña, despilfarran ese dinero hasta con banda en la plaza. El resto del año hacen poco o nada. Edgar responderá indignado. Pero como él es un hombre tranquilo, luego de unos minutos pensará que quizás él y sus compañeros deban encontrar mayores oportunidades productivas el resto del año, en vez de trabajar en la ciudad montados sobre una moto.
La trampa de la castaña
La castaña, almendra o “brazilian nut”, como se la conoce en el mercado mundial donde ésta es altamente valorada, es el corazón económico de la región. Y resulta que entre ambos, indígenas recolectores o barraqueros (intermediarios a quienes los indígenas venden su producción), y los dueños de grandes empresas exportadoras de castaña, hay una relación utilitaria que ambos viven con recelo. Los indígenas necesitan vender su producción a los empresarios y éstos necesitan comprarles directamente para cumplir con eso que el mercado mundial llama “comercio justo”. No les queda otra y lo dicen sin disimulo.
Por si fuera poco, los recolectores se agruparon con la intención de hacer su propia “empresa” y competir con los empresarios. ¡Ay, ay, ay! Fue idea de Édgar que había viajado a Ecuador y llegó con el impulso de los “emprendimientos productivos”. Con cierto temor, sus compañeros finalmente aceptaron. Así nació la Asociación Indígena de Recolectores de Castaña del Norte Amazónico que llamaron MUIJE, que en lengua takana significa “almendra”. “Si nos queremos puej nos casamos, sino nos divorciamos”, les dijo Édgar a sus compañeros sobre la posibilidad de asociarse con una importante “beneficiadora” (procesadora) de Riberalta para vender y exportar su producción.
Bolivia es el mayor productor del mundo de castaña que hasta el año 2012 era el principal producto de exportación agrícola del país. A partir del año 2013, cuando se declaró el “año internacional de la quinua”, la castaña pasó al segundo lugar. Aún así el crecimiento de sus volúmenes de exportación es constante y continúa siendo apetecida en los mercados internacionales. En los departamentos de Beni y Pando, la castaña significa el 75% del movimiento económico y la gran cantidad de beneficiadoras (procesadoras) de castaña se encuentran en Riberalta. “Todo migrante de occidente que llega a Riberalta ¿a qué se dedica? ¡a la castaña!”, dice con mala cara un empresario castañero del lugar. Cómo no, si la almendra genera aproximadamente 173 millones de dólares anuales (2014) y las ganancias son enormes.
Con números en la mano, Édgar dice que en ese tiempo ganaron mucho más que antes y que hicieron subir el precio que los empresarios les pagaban torciéndoles la mano. Los empresarios, en cambio, también hacen números sofisticados y ¡Abracadabra! me muestran que no es así de ninguna manera, que lo que compran a los recolectores es proporcionalmente “insignificante”.
***
Llueve menudito pero por aquí el agua moja el doble. En la oficina de MUIJE se aprietan seis escritorios repletos de papeles. En las paredes cuelgan un par de calentarios con mujeres desnudas y una radio encendida los acompaña. Son cuatro hombres, cada uno ocupa un cargo y han sido elegidos por su comunidad. Bromean pensando en el camión atorado en el río y cómo el chofer salió ileso y está allí mismo riendo con sus compañeros. Ese camión tiene su historia porque fue parte de un pago en esos enredos económicos que llevaron a MUIJE al borde del abismo y la desconfianza de sus afiliados. Vendieron su producción a la Asociación y nunca les pagaron. Nunca. Hubo malos manejos, corrupción y un montón de pleitos que acabaron con alguno que otro en la cárcel. La estafa fue millonaria.
A pesar de su mala hora, MUIJE intenta salir a flote. Exportaron 7 contenedores de castaña (antes exportaban uno, y la beneficiadora más grande del país exporta 450 contenedores al año aproximadamente). “Por primera vez nuestros compañeros recibieron 10 mil bolivianos, antes eran dos mil”, asegura Edgar orondo y toma un trago de gaseosa. Se burla. En la comunidad hay mejores cosas para beber. Por ejemplo el copuazú y el asaí (frutos exóticos), alega contento.
Entonces aprovecho para soltar ese “secreto a voces” acerca de que ellos trabajan apenas tres meses al año, despilfarran lo ganado en televisores, karaokes y festejos, y el resto del año no hacen “nada”. Édgar se defiende explicando una serie de actividades que realizan en la comunidad pero termina aceptando que “hay que buscar otras maneras de sobresalir” y que si tuviesen tractores para arar otra cosa sería. Eso sí que Edgar dijo sólo por decir, porque todo el tiempo estuvo repitiendo que lo que ellos buscan ahora es sobre todo “conservar, proteger y mantener” su bosque, su casa grande. Porque ahora más que nunca ellos son conscientes de su valor como patrimonio de la humanidad. “Somos el pulmón del mundo”, agregó enormemente satisfecho. “No haremos como nuestros hermanos de Pando que deforestaron y metieron ganado, no”.
Por puro amor propio, rato antes Edgar enumeró una serie de proyectos: “Ahorita estamos empezando con una procesadora de yuca. Si bien sabemos que la almendra es sólo tres meses, para eso buscamos otras actividades. La procesadora está en Recreo (otra comunidad), a cada compañero que tenga producción para entrega se le va a comprar y vamos a hacer chivé, papa frita y sus derivados”, dijo.
Ser “esclavos” de la almendra le ha hecho pensar que “la verdad es que nunca nos pusimos de acuerdo porque nuestros usos y costumbres no son tener lo mucho”, repite. Y entonces, si tuviesen más de lo necesario para sobrevivir quizás harían sus casas de ladrillo, ya no de maderas y hojas de árboles, y quizás tendrían una placita en la comunidad que no sería más que “un asientito bonito debajo los almendros, de los motacuses, de la palma real, pero avenidas no, no tanto así”, imagina Edgar. Pero eso sí, quisieran “internet”.
Epílogo
Hace un par de décadas los empresarios privados del lugar quisieron proponer una “estrategia de desarrollo” para los próximos 10 años y convertir las barracas en concesiones forestales. Eso es lo que ha cambiado. Los hombres del bosque ya no están dispuestos a aceptar imposiciones de nadie y serán ellos quienes decidan qué se hace con su territorio.
Para ello, siguiendo la tradición de la seguridad jurídica que los ha acompañado, el paso previo ha sido diseñar la Ley de la Amazonía y no es poca cosa. Por el contrario, es una guerra que late silenciosa porque ya tuvo su primera batalla: fue el año 2011 durante la octava marcha de los pueblos indígenas del oriente, de la que aún quedan cicatrices. Fue allí donde fueron violentados, golpeados, maltratados por el propio gobierno de Evo Morales a quien consideraban su hermano y acabaron ellos mismos fragmentados: unos sucumbieron ante el gobierno y otros no. Caminaron en defensa de una parte de su bosque, el Territorio Indígena y Parque Nacional Isiboro-Sécure (TIPNIS), amenazado por el propio gobierno que quiso atravesarlo con una carretera sin consultarles, permitiendo así el asentamiento de los colonizadores quechuas y aymaras que comenzaron a ingresar por la parte sur de la inmensa Amazonía, depredándola.
Barridos los trastes de esa imponente marcha, el gobierno de Morales eludió su compromiso e inició la construcción de aquella carretera. La marcha por el TIPNIS dejó demasiadas bajas. Sus organizaciones quedaron disminuidas y muchos compañeros sucumbieron ante la incertidumbre de abrir o no las puertas del paraíso.
La añoranza del Edén amenaza ahora con ser cierta. O tal vez no. Su única certeza es saber de dónde vienen. Quizás su próxima marcha siga el camino encontrado.
-
Este texto fue publicado en Rascacielos el 13 de septiembre de 2020.