La participación de las mujeres en el mercado laboral disminuye entre los 29 y 44 años, en su edad fértil, “para dedicarse a las tareas domésticas y de cuidado”, dice la OIT. Mujeres obreras en Bolivia, sin embargo, organizan el cuidado de su familia al ritmo de rígidos turnos de fábrica, con el apoyo de madres, suegras, hermanas, cuñadas o hij@s mayores.
“Tres hermanitos mueren intoxicados”. Es un título más entre las noticias del 13 de mayo reciente. La madre salía a trabajar de 6.00 a 17.00. Los niños de 15, 12 y 6 años permanecían en su dormitorio/cocina alquilado en la zona de Vino Tinto en La Paz. Pusieron una olla al fuego antes del mediodía. Se durmieron, aspiraron monóxido de carbono. No volvieron a despertar.
La noticia es difícil de asimilar. No mueve a la sociedad a cuestionarse con qué frecuencia o por qué hay niñas y niños que se quedan solos y con qué riesgos. Sin embargo, parece haber un consenso acerca de quiénes deben cuidarlos: las mujeres. El 98% de hombres dice que cuidar a los hijos es tarea de su pareja y el 93% de mujeres admite que es su responsabilidad, según la Encuesta Nacional de Cuidados 2018, hecha por Ciudadanía y Oxfam.
Las mujeres son en los hechos las responsables de cuidar y tomar decisiones sobre el cuidado de sus hijos. ¿Con quién dejarlos? ¿Dónde dejarlos? Y la sociedad, que les impone ese rol, pasa por alto el resultado de esas decisiones, incluso si aparecen como titulares de noticias de crónica roja.
La madre de los tres niños muertos en Vino Tinto asumía sola el cuidado de sus hijos, y no se sabe cuántas mujeres trabajadoras hacen lo mismo para salir a formar parte de la población económicamente activa.
“En esa parte me ayuda su abuela de mis hijos de parte de padre”, relata María Luz, obrera de una fábrica de plásticos en Santa Cruz de la Sierra. “Ella me ayuda harto con ellos. Depende en qué turno estoy. Cuando estoy en turno noche, los recojo (en la mañana de la casa de la abuela), los llevo al colegio. Vuelvo a mi casa a descansar y su tía los recoge (de la escuela) a las 12 para almorzar. Los niños pasan la mayor parte del día y las noches en la casa de la abuela.
Parece que hay un consenso nacional acerca de quiénes deben cuidar a los hijos: las mujeres. El 98% de hombres dice que es tarea de su pareja y el 93% de mujeres admite que es su responsabilidad, según la Encuesta Nacional de Cuidados 2018 hecha por Ciudadanía y Oxfam.
El cuidado de los hijos de las obreras se organiza al ritmo de los turnos en la fábrica, con el apoyo de sus madres, suegras, hermanas, cuñadas o hijas/os mayores que se acoplan a ese ritmo laboral para apoyar a la crianza y la administración de la casa. Ese trabajo de cuidado no remunerado es el resultado de la asignación histórica de roles a las mujeres en el contexto de las relaciones sociales que las pone en desigualdad frente a los hombres, dice Javier Gómez, director del Cedla.
“El trabajo de cuidado como concepto es ocuparse del otro, estar pendiente mentalmente de esa persona, a las horas en que hay que darles la comida, el medicamento, o de manera física cuando a los niños se les da de comer directamente, por ejemplo”, dice la socióloga Elizabeth Andia Fagalde, que ha estudiado el proceso de cuidado en las mujeres migrantes. Hay un aspecto físico, mental y psicoemocional en el cuidado porque se suelen desarrollar lazos de afectividad.
4,5 millones de personas en demanda de cuidado
Por el perfil demográfico del país, el 89% de las demandas de cuidado viene de las niñas y niños. Eso implica 3,6 millones de personas menores de 15 años con necesidades de atención, de un total de 4,5 millones que incluye a los mayores de 70 y a las personas con discapacidad, según la Encuesta Nacional de Cuidados.
Esa crianza diaria necesita organización, tiempo, recursos y el involucramiento de varias personas, generalmente otras mujeres de la familia. Toda una coordinación de horarios y requerimientos, según explica María Luz (pide reserva de su apellido), que asume el cuidado de sus hijos de 8, 6 y 4 años sin la participación paterna.
A sus 36 años es jefa de familia y la única proveedora en su casa, ha conservado su trabajo en la fábrica –donde hubo despidos en la pandemia– y ha logrado mantener consigo a sus tres pequeños. Para ella, este último es un gran logro pues hace más de una década perdió la tutela de su primera hija, ahora de 16 años. “El juez pedía que yo tuviera todas las comodidades –recuerda con la voz quebrada–.; dijo que más seguridad tenía allá con ellos porque yo no tenía con quién dejarla el momento que yo me vaya a trabajar o quien la lleve al colegio, la traiga”. La niña creció en la casa de la abuela paterna.
Por el perfil demográfico del país, el 89% de las demandas de cuidado viene de las niñas y niños. Eso implica 3,6 millones de personas menores de 15 años con necesidades de atención, de un total de 4,5 millones que incluye a los mayores de 70 y a las personas con discapacidad, según la Encuesta Nacional de Cuidados.
Nos vemos en una plaza de El Recreo, un barrio a dos horas en carro desde el centro de la ciudad. Aparece acompañada de su hermana mayor, una enfermera que es su única familia en la ciudad. Ambas perdieron a su madre por el cólera a principios de los 90. La hermanita que aún era amamantada sobrevivió unos meses más, pero también murió.
A sus 13 años escapó de la violencia que ejercía su padre en la casa de Buena Vista, adonde su familia había migrado desde Sucre. Aquella vez, recuerda, mientras rondaba la parada de buses en Montero, una mujer le preguntó si quería ser niñera. Ése fue su primer trabajo hasta sus 17 años, luego fue mesera (garzona) en eventos, encargada de un snack y trabajadora eventual hasta que en el año 2012 se presentó a una empresa en Santa Cruz de la Sierra, donde ahora es operadora de máquinas.
Tiene empleo, así que es una de las 1,78 millones de mujeres (45,7%) con actividad laboral en el país, de un total de 3,8 millones de personas ocupadas, según la Encuesta Continua de Empleo del INE (primer trimestre 2021).
La abuela paterna de sus hijos –como miles de mujeres en su misma situación– no entra en ese conteo, aunque está ocupada casi a tiempo completo cuidando a sus tres nietos. Ella se encarga de alimentarlos, controlar el rendimiento escolar, vigilar que hagan las tareas, cuidarlos si se enferman, llevarlos al centro médico, dormirlos y despertarlos, y cualquier otra necesidad que se presente. Todo ello con ayuda de la tía soltera de los niños y con el agradecimiento eterno de María Luz y su aporte en dinero para la comida, el transporte y otros gastos menores.
Mujeres, mujeres… dónde están los hombres
Según la OIT, la participación de las mujeres en el mercado laboral disminuye entre los 29 y 44 años, en su edad fértil, “para dedicarse a las tareas domésticas y de cuidado”. Pero María Luz no puede hacer una pausa para dedicarse a sus hijos con exclusividad. No está entre sus opciones contratar una trabajadora del hogar o niñera.
Ni siquiera puede elegir sus horarios de trabajo en la empresa. Como todos los obreros de la fábrica, rota cada semana en un turno: de 6 de la mañana a 2 de la tarde; de 2 de la tarde a 10 de la noche; y de 10 de la noche a 6 de la mañana. A las ocho horas diarias de trabajo –se supone que las mujeres deben trabajar siete– se suman otras dos horas y media de transporte de ida y vuelta entre su vivienda y la manufactura. Llega agotada por todas las horas que permanece de pie, con 20 minutos de descanso. Los fines de semana lava la ropa, limpia su casa, cocina para sus hijos, vigila su rendimiento escolar e intenta pasear con ellos en la plaza El Mechero del Plan 3000.
Las fábricas grandes trabajan las 24 horas en tres turnos y, para no generar conflictos internos por los horarios, todos los obreros y obreras rotan semanalmente en esos turnos, explica el secretario general de la Federación de Fabriles de Santa Cruz, Juan Carlos Torrico.
“A veces cuando trabajo en el turno mañana, en las tardes voy y los recojo (de la casa de su abuela). En la tarde los veo (a mis hijos)”, dice María Luz. Pero llega la noche y debe devolverlos porque se levantará a las cuatro de la mañana del día siguiente para entrar a trabajar a las seis. Si los niños durmieran en su casa no habría quién les diera el desayuno o les llevara a la escuela.
“Siento que más me dedico a trabajar… siento que estoy perdiendo la crianza de mis hijos… Me gustaría tener un trabajo nocturno fijo…, así puedo estar más tiempo con mis hijos”, dice María Luz, trabajadora fabril.
La casa de la abuela está en otro barrio y se toma un micro para llegar ahí desde El Recreo. Los niños solo duermen los fines de semana en casa con su mamá.
“Siento que más me dedico a trabajar… siento que estoy perdiendo la crianza de mis hijos… Me gustaría tener un trabajo nocturno fijo…, así puedo estar más tiempo con mis hijos”, dice María Luz.
A diferencia de ella, Eliane Darruda comparte casa con su madre en el barrio Solidaridad de la Villa Primero de Mayo, lo que es una ventaja porque entre ambas se dividen las labores domésticas, según le permite la rotación en la fábrica.
A veces sólo es necesario que un adulto responsable esté cerca para cualquier eventualidad. Su primera hija, de 13 años, fue cuidada por la abuela, pero ahora tiene edad para apoyar en el cuidado de su hermanita de dos años, a la vez que cumple con el colegio y otros quehaceres.
“Yo salía a trabajar y sabía que mi niña estaba al cuidado de mi mami. Ella ha sido un pilar fundamental en mi vida y lo sigue siendo porque hay veces cuando tengo que ejercer alguna cuestión del sindicato o estar fuera de la casa más de ocho horas, yo sé que las dos están con mi mami”, explica Eliane, que es delegada sindical. Su madre tiene una tienda de gaseosas en su casa y su padrastro es jubilado.
Es domingo. Se juega un campeonato de fútbol en el Complejo Fabril en Santa Cruz. Eliane asiste con sus dos hijas para apoyar al equipo de la empresa. La adolescente de 13 años se encarga de la menor mientras su mamá atiende a la entrevista.
“Desde pequeña tenía que buscar la forma de hacer ella misma para no quedarse con hambre, desde los cinco años, inclusive un poco menos, ella sabía ya hervirse agua, hacerse. Le gusta comer ensaladas”, dice Eliane de su hija adolescente.
El padre de las niñas no entra en ninguna descripción de tareas, pero cuando se pregunta por él, aparece con el rol de un suplente: cuida de la más pequeña a solicitud porque no vive con ellas.
La “sociedad patriarcal materno machista” manda que los varones sean educados para ser cuidados y las mujeres, para ser cuidadoras, dice Elizabeth Andia. Y esto está tan arraigado que “el marido también se convierte en alguien a quien cuidar”. Elianne parece confirmarlo cuando recuerda su separación hace muchos años: “Tuve que buscar un alquiler por vergüenza. Como que en mi familia (piensan) que si el marido la deja (a una) es porque una no le ha servido bien o que una como mujer ha fallado”.
Pero hace tiempo que volvió a la casa materna, y ahora está comenzando a asumir cada vez más el cuidado de su madre que tiene diabetes y de su padrastro con problemas cardíacos. La vigilancia en el régimen de medicamentos y acompañarlos a los controles médicos son tareas frecuentes que alterna con su hermana cuando el turno en la fábrica no se lo permite.
Enfermos o lactancia
Ni María Luz ni Eliane han tenido el apoyo de la empresa para el cuidado de sus hijos, aunque la norma laboral prevé la creación de guarderías en las fábricas para atender a las niñas y niños más pequeños.
La Ley General del Trabajo establece que las empresas con más de 50 obreros mantengan salas cuna, mientras que la Ley de Higiene y Seguridad Ocupacional (1979) confirma que “todas las empresas que empleen 50 o más trabajadoras deben contar con una guardería infantil a cargo de personal especializado”.
El dirigente fabril de Santa Cruz Juan Carlos Torrico dice que pocas fábricas tienen más de 50 obreras, y menos aún tienen espacios adecuados para los niños. La Encuesta de Hogares 2019 muestra una situación diferente en la que las mujeres no son minoría: en Santa Cruz, los hombres superan los 18 mil, pero las mujeres son más de 11 mil.
Obreras y obreros en la industria
Torrico trabaja en Inaltex, que produce insumos de uso médico. “La empresa ha planteado que no se puede tener (guardería) porque se trabaja con algodón, son (materiales) inflamables, el espacio es chico”, justifica. “Hemos llegado al consenso de (tener un) bono de sala cuna”. El monto es de 200 bolivianos por mes hasta que el niño cumpla un año.
En su caso, con él y su pareja trabajando, pueden pagar a una tercera persona, con un salario mínimo nacional, de 2.250 bolivianos, para que se dedique a esas labores.
Las obreras jefas de familia no pueden hacerlo. En muchos casos incluso han tenido que abreviar la lactancia por ausencia de las salas cuna descritas en la norma laboral. Los he destetado “cuando tenían dos meses (para acostumbrarles a la leche de fórmula) porque la baja nos la dan tres meses nomás y a los dos meses ya tenía que irme a trabajar sí o sí”, dice María Luz. Dos de los tres hijos tienen asma, como ella, y suelen caer enfermos con frecuencia.
“La empresa ha planteado que no se puede tener (guardería) porque se trabaja con algodón, son (materiales) inflamables, el espacio y es chico”, justifica el dirigente fabril de Santa Cruz el incumplimiento de leyes nacionales.
Elianne Darruda pudo dar de lactar un poco más: “A la menorcita, por cuestiones de trabajo, le di hasta los seis meses. Es fuerte, es una niña bien saludable… Mi mami le cocina en la casa, come saludable. Le daba leche de fórmula, inclusive a los seis meses ya empezó a comer papillitas, sopitas”.
La OMS aconseja lactancia materna exclusiva hasta los seis meses y una combinación con otros alimentos hasta los dos años para evitar problemas en el crecimiento físico y desarrollo cerebral de la niña o niño.
“Sí, hemos planteado mediante un pliego (una guardería). Yo trabajo en Industrias Belén, hay muchas compañeras, la mayoría tenemos hijos y queremos (una guardería). Estamos peleando y tratando de ver cómo podemos colaborarnos entre la empresa y el trabajador”, dice Elianne que es dirigente sindical.
Para Elizabeth Andia, las políticas públicas y las normas pueden aportar a las formas de resolver el cuidado, pero la situación para las mujeres no va a cambiar mientras ellas sigan en el papel de cuidadoras por excelencia, inclusive en los asilos, orfanatos, enfermerías y guarderías donde no existen cuidadores hombres, salvo como excepción.
Javier Gomez explica que la responsabilidad del Estado en este punto se ha pensado siempre como un aporte paliativo o complementario. Pero “creemos –comenta– que todos los espacios de cuidado tienen que ampliarse, y asumir como Estado, a través de municipios y gobernaciones, que ese espacio es fundamental para la reproducción de sociedades más equitativas, menos violentas”.
En un sondeo a siete obreras en la Federación de Fabriles, solo una había usado la guardería municipal en su barrio y no volvió a hacerlo desde que ese servicio se suspendió por la pandemia.
Cuidadoras a tiempo completo
En plena pandemia, Ruth Cutile fue despedida de la fábrica junto a 150 trabajadores. “Nunca tuve una llamada de atención ni una (prueba positiva de) alcoholemia”, dice, todavía sin entender los motivos del despido.
La mayoría aceptó la desvinculación, pero ella y cinco de sus compañeros decidieron pelear en la vía legal. Eso significó no cobrar el último sueldo, ni el finiquito ni los beneficios sociales hasta hoy. El tiempo les dio la razón. Lograron que el Tribunal Constitucional, a través de la sentencia 0498/2021-S3, ordene la reincorporación de los seis obreros y el pago de sueldos devengados. El problema es que no hay instancia estatal que haga cumplir esa resolución judicial.
“He tenido la posibilidad de dedicarme más a mis hijos, de estar más pendiente de ellos… He estado con ellos en (clases) virtuales… y me he dado ideas de cómo poder tener (ingresos)”, dice Ruth.
Vive en anticrético en la casa de su hermana, que fue su apoyo en la crianza de sus dos niños en todos los años que estuvo en la fábrica. La escuela está a pocas cuadras de la casa y los primos asisten al mismo establecimiento.
“Yo los tenía muy descuidados por el trabajo, no estaba pendiente de las tareas… Me dedicaba los fines de semana a ellos, pero no a profundidad. Les decía: ¿hiciste (la tarea)? Sí. Pero no habían hecho, entonces estaban con bajas calificaciones”, explica Ruth, sobre sus hijos. Ahora los niños tienen un mejor rendimiento y ha crecido el apego hacia ella.
La conversación se interrumpe por una visita. Se excusa por diez minutos, pero tarda treinta en atender a otra madre y dos niños, compañeros de sus hijos en la escuela, que querían copiar una tarea y saber las instrucciones de la maestra.
Para sobrevivir hace reemplazos en la misma fábrica, cuida a los niños de otra amiga, hace limpieza de oficinas y costura prendas de invierno en la microempresa de su cuñada para vender en la feria. Todo es eventual. En junio, además, comenzó a manejar la mesa en un campeonato barrial de fútbol cada domingo. Ahí le pagan 100 bolivianos.
Sus ocupaciones de tiempo parcial hacen que, para las cifras nacionales, ella sea mano de obra subutilizada. Ciudadanía hizo una comparación entre el subempleo en el primer trimestre de 2019 y el de 2021, antes y después del confinamiento, y este creció en 10 puntos porcentuales. Pero la pandemia afectó principalmente a las mujeres: en el último periodo la tasa de subempleo femenino es del 15,3% y el masculino llega al 10,1%.
Es la primera vez que está subempleada porque ha trabajado antes como promotora y hasta se fue con contrato de trabajo a Chile, empleada como niñera. La migración internacional fue una opción cuando vio que no podía costear su estadía en la universidad pública y que su mamá necesitaba medicamentos caros para tratar su reumatismo. Allí nacieron sus hijos. Ella decidió volver cuando murió su madre, pero el padre de los pequeños prefirió quedarse y cuando se manifiesta, cada vez menos, es a través de un aporte monetario.
Ahora Ruth está esperanzada de volver a la fábrica, así que no quiere comprometerse en una actividad laboral específica. “Mi cuñada me dice: por qué no te compras una máquina y costuras, yo te voy a dar más moldes y vas a ir a vender y listo vas a salir adelante”, comenta, pero tampoco tiene dinero para comprarla.
Andrea es ama de casa a tiempo completo después de nueve años de trabajar en la fábrica. La despidieron en plena primera ola de la pandemia por Covid-19. Desde 2019, el desempleo entre las mujeres no ha hecho más que subir: de 6,9% en el primer trimestre a 9,3% en similar periodo de 2021; para los hombres fue de 5,3% y 8% respectivamente.
Andrea Blanco es ama de casa a tiempo completo después de nueve años de trabajar en la fábrica. En plena primera ola de la pandemia, el año 2020, fue despedida junto con Ruth Cutile a pesar de que obtuvo dos veces un certificado de “trabajadora del mes”. Ahora está dedicada a cuidar a sus tres hijos y administrar los recursos que provee su esposo, obrero en la misma empresa que la despidió y que tiene otros dos hijos en su primer matrimonio.
No tiene actividades laborales eventuales porque cuida a su pequeña de cinco meses. Está desempleada. Desde el año 2019, el desempleo entre las mujeres no ha hecho más que subir: de 6,9% en el primer trimestre a 9,3% en similar periodo de 2021; para los hombres fue de 5,3% y 8% respectivamente.
A su situación se suma el hecho de que no cobró su último sueldo ni los beneficios sociales del despido debido a que decidió pedir su reincorporación. Su decisión le pasa factura de diferentes formas: su esposo le reclama no haber cobrado el finiquito, ha postergado planes para tener una casa y no puede apoyar en emergencias a sus hermanas, una de ellas con discapacidad física.
Siempre ha contado con ellas para cuidar a sus hijos. “En el turno de la mañana, yo lo dejaba dormido nomás (a mi hijo) porque yo salía de mi casa a las 4, nos recogía una camioneta en la empresa. Mi hermana (que tiene cuatro hijos) le daba su desayuno. Yo llegaba a eso de las 2 (de la tarde). Casi siempre piden en la escuela que vayan sus padres, yo no podía participar, algunas veces pedía permiso a la empresa, me lo descontaba de mis vacaciones”, cuenta Andrea.
Aun así, para ella ese régimen laboral era mejor que su empleo anterior de 12 horas al día atendiendo una tienda de zapatos, pero sin beneficios sociales. Con su segundo hijo ahora de cinco años necesitó más coordinación con su familia: “Mi hermana me lo miraba unas cuantas horas hasta que yo llegue. Cuando me tocaba turno tarde, de 2 a 10, mi hijo mayor me ayudaba en recogerlo y él también lo miraba en las noches. Cuando trabajaba de noche, yo lo miraba todo el día a mi hijo, pero no podía dormir bien, trataba, hacía lo posible para dormir bien, y luego así, como sea, tenía que ir a trabajar”. Sólo cuando su esposo tenía turnos distintos al suyo se sentía tranquila porque él se encargaba del cuidado.
Si se cumple su anhelo de retornar a su puesto laboral, tendrá que volver a coordinar el apoyo con su hermana, su hijo mayor y su esposo, sobre todo para garantizar la seguridad de su niña de cinco meses. Pero eso es algo en lo que no quiere pensar por ahora.
Cuidar lejos de los suyos
Las mujeres trabajadoras llevan esa piedra en el zapato: ¿Quién está cuidando a mis hijos? La socióloga Elizabeth Andia señala que hay una carga subjetiva importante sobre las mujeres que cuidan a personas sin lazos consanguíneos, como sucede con las migrantes y trabajadoras del hogar, cuyo trabajo de cuidado implica más que lavar, planchar, cocinar, etc., necesariamente conlleva una relación afectiva con las personas que están cuidando en desmedro de su relación biológica o simbólica con sus propios seres queridos.
Esas emociones están ahí marcando a fuego muchas vidas de madres e hijos. La vida de la chuquisaqueña Martha Maquera, de 31 años, por ejemplo, que es una trabajadora del hogar en una casa del residencial barrio Polanco de Santa Cruz de la Sierra, donde se ha afincado hace dos años.
Su jornada empieza a las 7 de la mañana en invierno y se prolonga por doce horas. Atiende a cinco personas adultas, no va al mercado, nunca le ordenan qué cocinar, no prepara la cena y ha convenido en que tampoco baña a los perros.
Martha está dando una cuota para un lote en Santa Cruz, pero por ahora no puede ni pensar en traer a su hijo de cinco años porque no tiene ni una habitación alquilada para ella. Trabaja cama adentro. ¿Quién lo cuida? “Mi mamá, sólo a eso se está dedicando. Ella también estaba trabajando, pero como allá (Sucre) no hay mucho trabajo, la suspendieron, por esa razón ahora se queda con mi hijito nomás”, explica. El padre del niño migró a Chile y aporta con 500 bolivianos por mes.
Migrar para generar ingresos como trabajadoras del hogar implica dejar a la propia familia y asumir el cuidado de otra. Hay retribución económica, ciertamente, pero en el mejor de los casos será apenas el salario mínimo a cambio de más de ocho horas de trabajo diario.
El salario de 2.500 bolivianos que gana le sirve para sostenerse ella, a su madre de 57 años y a su hijo de 5 que están en Sucre. Entre las trabajadoras del hogar, lo normal es buscar el salario mínimo, aunque los registros del INE muestran que las mujeres perciben un pago mucho menor. El pequeño de Martha ha comenzado el kínder este año, lo que implica muchos gastos en materiales de escritorio, y su madre refiere un dolor de espalda permanente. La próxima vez que los vea será en Navidad.
¿Le ha tocado cuidar a otros niños? “Es insoportable (cuidarlos) porque la gente de la ciudad los mima harto a sus niños. Si alguna cosa les decimos, al rato se están enojando con nosotras, siempre pasa alguna cosa, es delicado trabajar con niños”, explica como una experiencia que no quiere repetir.
Irma Figueroa también es una migrante reciente llegada de Chuquisaca que trabaja un promedio de diez horas diarias, cama adentro, desde febrero pasado, en un barrio del Segundo Anillo.
En Santa Cruz hay 27.230 trabajadoras del hogar (46%) y en el país son 58.962, según la Encuesta de Hogares 2019 del INE. Llama la atención que similar estimación, en 2016, reflejó 117.735 en Bolivia, el 47,3% en Santa Cruz.
En el relato de un día normal como trabajadora del hogar, sus actividades incluyen tareas para su pequeño hijo de tres años: darle sus alimentos, prepararle su merienda, bañarlo antes de acostarlo. Su tarea principal es cuidar de un adulto mayor, controlando que tome sus medicamentos y vigilando su bienestar.
Es su primera experiencia en domicilios porque desde sus once años trabaja la tierra en su pueblo, a esa edad dejó la escuela, e incluso ha sido obrera agrícola en la cosecha de cebollas o el cortado de ladrillos en Argentina.
Su situación es aceptable para ella, pero no puede estar tranquila por la separación de su hijo de ocho años, que se quedó en Incahuasi, Sucre, con la familia de su padre.
“Sólo me pregunto cómo está, qué hace, cómo le tratan. Con él, con mi hijito, no hablo porque su padre es muy ignorante… Su miedo era que me los traiga a mis dos hijos y después que lo demande por asistencia familiar. (El niño) estaba en el colegio, para no perjudicarle, lo dejé nomás…, pero sé que está con su abuela y sus tías”, relata Irma, como para tranquilizarse a sí misma.
Para Javier Gómez, la discusión sobre el trabajo de cuidado tiene que considerar si la sociedad, a través del Estado, debe ser responsable de la reproducción social. “No es solamente una participación masiva de mujeres en el ámbito público, sino que económicamente es necesario: un hogar no soporta con un salario…, y eso supone una reducción de horas de cuidado sobre las niñas y niños”, explica. Si se sigue ese hilo, dice Gómez, se pueden analizar a la vez los casos de abandono y los de violencia contra la niñez, en el marco de las transformaciones en el mercado laboral y en la economía de los hogares.
Este reportaje se ha realizado con el respaldo del Centro de Estudios para el Desarrollo Laboral y Agrario (CEDLA).
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