Ilustración de Val Blacutt
El día de la fiesta, Luis se dedicó al trabajo con los típicos movimientos eficientes y automáticos que sólo la práctica otorga. Como contador, él se sabía al pie de la letra cualquier trámite necesario y navegaba en el mar de la burocracia como pez en el agua.
Sentado frente a su bien usado escritorio, pasó la jornada laboral manteniendo la oficina contable funcionando como una máquina bien engrasada y eficiente. Los clientes lo apreciaban por su diligencia y exactitud.
Luis nunca habló de su vida personal más allá de su madre y hermana. Su vida privada era casi motivo de apuestas en la oficina. Los hombres lo tenían por un buen compañero de trabajo. Las mujeres decían que era cumplido y respetuoso.
A las seis de la tarde, Luis dejó su escritorio organizado y se despidió. Esa noche asistiría a la fiesta de cumpleaños de su amiga María, la más irreverente de sus amistades. Amigos desde la adolescencia, sus madres se trataban como aquellas mujeres que se saben futuras suegras. Pero María echó por tierra esos espejismos cuando se fue con una beca a Bélgica y regresó con marido a cuestas.
Las fiestas de María eran de lo más originales. Se rodeaba de personajes bastante entretenidos y siempre tenía visitas desde Bélgica, donde iba de vacaciones casi todos los años. De su círculo de amigos, Luis era uno de los más antiguos y siempre lo veía como si supiera algún secreto suyo y estuviera aguardando a que él lo resolviera.
María vivía en Miraflores, en una casa acogedora y espaciosa que ya empieza a ser una rareza en ese barrio paceño. Luis llegó a la fiesta a las nueve, regalo en mano. Nunca se perdería el cumpleaños de su peculiar amiga. María lo recibió en la puerta y Arthur, un gigante amable que había seguido a su amiga al otro lado del mundo, lo recibió con un gran abrazo. María siempre decía que la altura de su marido fue lo que cerró el trato, mientras daba un guiño atrevido.
Luis disfrutaba de la fiesta, cuando chocó con un grupo de conocidos que le presentaron a Daniel, un belga amigo de universidad de María, que había aceptado por fin la invitación de la cumpleañera para conocer su país. Casi de inmediato se enfrascaron en una animada conversación y poco a poco el grupo se fue reduciendo hasta que sólo quedaron ellos dos.
Si bien Daniel quería conocer Bolivia, no era el típico turista interesado en la imagen de postal, él buscaba conocer a las personas y esta tierra tan diferente de la suya. Luis apreció que no viera a su país como un objeto de museo exótico y entretenido.
Mientras avanzaba la noche, conversaron sobre varios temas. Ambos estaban muy interesados en entender las diferencias y puntos de encuentro de sus culturas y orígenes. Daniel, un entusiasta de la comida, mostró un gran interés en la comida típica del país. Luis se ofreció como guía, no podía permitir que el belga se perdiera de probar un fricasé paceño, una buena salteña o una tawa–tawa. Daniel, a cambio, se prometió mostrarle al boliviano algunas cervezas por las que su país era famoso.
Daniel no dejaba de sonreír y poco a poco invadió el espacio personal de Luis, pasó lentamente una mano por el brazo, sin dejar ninguna duda de sus intenciones. Luis, abrumado por la interacción, se excusó.
En la privacidad del baño, Luis se echó agua en la cara. Toda la noche notó el interés de Daniel; no era ninguna sorpresa, pero por primera vez no sintió la necesidad de alejarse.
Lo que sintió fue como tomar un soplo de aire luego de estar ahogándose por un largo tiempo. Luis llevaba años reprimiendo una parte de sí, enterrando deseos de una vida diferente por considerarlos inútiles e irreales.
Ya en la adolescencia supo que era homosexual. En la universidad decidió que no quería interpretar la patética pantomima de un falso matrimonio. No le hacía el favor a nadie intentando acallar las especulaciones con una mentira que, a la larga, dañaría a todos los involucrados.
Luis resolvió llevar una vida lo más honesta posible, pero no estaba dispuesto a someterse al escarnio público, arriesgando su trabajo y relaciones familiares.
Daniel fue el primer hombre que hizo tambalear esas resoluciones con las que llevaba viviendo tantos años. Sabía que nadie levantaría una ceja al ver a dos hombres juntos en la fiesta; todos los invitados compartían la mentalidad abierta y tolerante de María y ella no aprobaría lo contrario en su casa.
Mirándose al espejo acalló sus dudas; en su interior intuía que Daniel era más que un interés pasajero. Simplemente se merecía tomar algo para sí mismo. Un beso, una caricia, recuerdos que se quedarían grabados a fuego hasta el final de los tiempos.
Salió del baño. Su futuro lo esperaba con una sonrisa, los ojos llenos de horizonte y las manos colmadas de posibilidades. Con paso decidido encontró a Daniel y lo besó. Dejó de sentirse culpable, defectuoso por ser quien era y querer lo que quería. Se permitió por primera vez en su vida simplemente ser.