Corina, hija de Aucapata, cumplió ayer 90 años de edad. Pensar que hace 85, una travesura le provocó una lesión muy seria en la cabeza. Qué hubiese pasado con esa niña en el pueblo alejado de La Paz, sin caminos, sin botica, sin médicos, si no hubiese sido por don Abelardo.
Mi madre tenía cinco años cuando jugaba a perseguir a su gato en las calles empedradas de su natal Aucapata. El gato entró a su casa; ella lo siguió. Entró a la cocina; ella por detrás. El animal salió al patio, se metió al gallinero, ¡qué alboroto! Como último intento, lo siguió por las gradas hasta el segundo piso.
Con pasos pequeños, pero ligeros, cruzó el largo pasillo de tablones de madera, propio de una casona colonial, hasta que logró atraparlo. Cansada y enojada, al borde de la baranda, lo afirmó con ambas manos e intentó lanzarlo al vacío. “A ver si tienes siete vidas como dice mi hermano”, alcanzó a decirle, cuando el gato le clavó las garras en su chompa, la hizo perder el equilibrio y ambos cayeron desde el segundo piso hasta el patio de piedra. El gato llegó parado, mi madre de cabeza.
Mi abuela Julia, testigo de la caída, quedó horrorizada al ver a su niña, Corina, inmóvil y sangrando. Su cráneo se había partido, tenía una rotura de 10 centímetros de largo. No reaccionaba, estaba inconsciente.
–¡Apamuychaj cocata wawitaiman jampinapaj! gritó desesperada mi abuela en quechua, su lengua materna.
Llegó presuroso al lugar don Abelardo, el curandero que fungía como médico del pueblo que carecía de un centro de salud y que no tenía siquiera una botica. En esa época –a fines de los años 30– en Aucapata, un pequeño pueblo colonial ubicado en la provincia Muñecas de La Paz, que data de 1781 y cuna de la cultura mollo, vivían una treintena de familias sin acceso a servicios médicos ni hospitalarios. Sólo tenían a Don Abelardo Sánchez, un hombre analfabeto, pero de sólidos conocimientos en medicina naturista, quien atendía partos y curaba con hojas de coca y otras hierbas todo tipo de cólicos, además de luxaciones, torceduras, fisuras, fracturas, reumatismo, dolor de encías, estreñimiento, fatiga, etc.
Tras el accidente, don Abelardo dio órdenes precisas: levantar a la niña con cuidado, colocarla en una cama, cortarle el cabello, lavarle la cabeza con agua tibia y unirle la piel sobre el cráneo fracturado con la mayor delicadeza posible. Después vino lo más importante, don Abelardo hizo una cataplasma de coca, que colocó en la cabeza de la niña para luego cubrirla con una tela limpia, recién lavada y hervida. Pero ella no recuperaba la consciencia, pues seguramente cayó en un estado de coma.
Las familias organizaron sesiones de oración. A La Paz, ubicada a 300 kilómetros de distancia, se llegaba, debido a la falta de caminos, en tres días de viaje a lomo de bestia por sinuosas vías de profundos precipicios y vericuetos. Era impensable intentar llevarla hasta la ciudad.
Don Abelardo dio órdenes precisas: colocar a la niña en una cama, cortarle el cabello, lavarle la cabeza con agua tibia y unirle la piel sobre el cráneo fracturado con la mayor delicadeza posible. Después vino lo más importante: la cataplasma de coca que el curandero colocó en la cabeza de la niña.
Al iniciarse el tercer día, con el primer canto del gallo, mi madre abrió los ojos.
– ¿Cómo está el gato?, preguntó.
Mi abuela, que no se había apartado de su lado ni por un instante, arrodillada en agradecimiento, lloró de ternura, júbilo y sosiego.
Don Abelardo ordenó que debían colocarse en los siguientes días más fomentos de hojas de coca, siempre con nuevas telas lavadas y hervidas. La recuperación tardó, pero fue completa. De no haber sido curada con hojas de coca, mi madre hubiera muerto y consecuentemente hoy yo no estaría escribiendo estas líneas. La historia se volvió parte de la tradición oral de su pueblo.
Ochenta y cinco años después de ese hecho –mi madre cumple 90 este julio de 2022–, la tradición continúa no sólo en Aucapata, sino en muchas poblaciones de Bolivia y de otros países andinos. Ante la falta de atención médica –en muchas partes la situación no ha cambiado sustancialmente desde entonces– la gente sigue usando hojas de coca con fines medicinales.
Los arqueólogos han establecido que esta hoja ha sido usada desde hace 3.000 años; se ha construido importantes culturas sobre ella (inca, mochica, mollo, tiwanakota, etc.), se la usa para fines rituales y es parte de la cotidianidad de muchas personas. Mi madre, instruida por don Abelardo, aprendió también a usarla y curó varias enfermedades de sus hijos y nietos a lo largo de su vida.
En otras partes, la hoja de coca tampoco era mal considerada. Por ejemplo, en Estados Unidos, en 1886, la Coca-Cola creyó que era buena y basó su fórmula en ella y por eso su nombre, conocido hoy mundialmente. Tampoco se ha podido demostrar con evidencias científicas que sea de alguna manera tóxica o adictiva. Diversos estudios internacionales (incluido uno publicado por la Universidad de Harvard) señalan que la hoja de coca contiene proteínas, calcio, hierro y varias vitaminas.
La cocaína, en cambio, es perniciosa. Además, es nueva comparada con la hoja de coca. Y si bien hace 150 años se usó la cocaína como anestésico y como ingrediente de otras medicinas y su uso era legal, hoy en su nombre se libran batallas económicas y policíacas en muchos países del mundo. Para no ir lejos, Bolivia está viviendo estas semanas una terrible historia de intrigas sobre asesinatos de policías por parte de narcotraficantes.
Mi linda madre, que está sana y buena, ha lamentado siempre que la hoja que le salvó la vida sea hoy la materia prima de un veneno como es la cocaína.