En Urcuri, cerca al lago Poopó, vive una mujer que nunca tuvo hijos allí donde las mujeres tienen muchos. La fertilidad de Efigenia es otra y está en la tierra. ¿Puede una mujer que conoció el hambre parir toneladas de quinua real?
Pudo haberse llamado Soledad pero su mamá prefirió bautizarla como Efigenia con “e”, no con “i” como enseña la mitología griega. Paulina, la mamá de Efigenia, tiene el aire un poco rebelde pero no fue por eso que nombró a su hija con la letra que quiso sino porque equivocó la vocal. Alguna vez oyó ese nombre y lo copió. Al fin y al cabo, de mitología griega no sabía nada. Nunca asistió a la escuela porque nadie la mandó, y con el paso de los años aquello no sólo le pareció innecesario sino riesgoso porque muchacha que iba a la escuela aparecía cargada de wawa. De modo que cuando Efigenia terminó la primaria, Paulina le dijo: “ya eres jovencita, eres un peligro en la escuela”. Efigenia no se dejó rogar y casi contenta abandonó el colegio. Tenía tres razones para hacerlo: nunca pudo escribir la letra “t”; para mayor desánimo, debido a la ropa que vestía sus compañeros la llamaban “pajarito negro”; y, finalmente, porque ella creía que si iba a la escuela era para ser maestra y eso nunca le gustó. Vaya destino cantado por el pajarito negro de su oráculo andino, pues las tres cosas resultaron al revés.
Efigenia sonríe a sus anchas, sus dientes blancos. Puede. Su mamá Paulina no. No quiere mostrar su sonrisa pelada como maíz desgranado. Efigenia tiene hoy 46 años y recuerda esos días con ganas, un poco apurada, casi acostumbrada al relato de su vida. Dice “pajarito negro” y sus ojos se alumbran.
La tierra, la fertilidad
Si la tierra es la gran metáfora de la fertilidad, ésta de aquí parece la terquedad misma. El Altiplano sur es una inmensa pampa árida, agrietada, blanquecina y a ratos, muchos ratos, además arenosa. Arena blanca y seca como talco que se hunde al caminar. Es un desierto en las alturas, a 3.700 metros sobre el nivel del mar, que también podría haberse llamado Soledad. Pero no. Se llama Urcuri, la comunidad de pocas casitas donde vive Efigenia desde siempre, cerca al lago Poopó, no muy lejos del Salar de Uyuni. En esta pampa color ocre y verdes deslavados con cara de tristeza, el viento sopla frío y a lo lejos se miran llamas, paja brava y alguna que otra construcción de adobe. Es invierno y por aquí el sol arde furioso, más que calentar, quema, y el frío se siente bajo la sombra que no hay. Todo es planicie hasta donde la vista alcance, lejos, donde se alzan las montañas azuladas.
Es un desierto en las alturas, a 3.700 metros sobre el nivel del mar, que también podría haberse llamado Soledad. Pero no. Se llama Urcuri, la comunidad de pocas casitas donde vive Efigenia desde siempre, cerca al lago Poopó, no muy lejos del Salar de Uyuni.
Urcuri queda a veinte minutos de Quillacas, la población principal del municipio con cuatro mil habitantes, a dos horas y media de la ciudad de Oruro en el Altiplano sur, distante a su vez tres horas de la capital del país, La Paz. Urcuri es una comunidad pequeña donde viven no más de 50 vecinos que antes se habían marchado y que ahora (2015) han vuelto. El espacio es inmenso y sus casas no se ven, están muy dispersas en medio del Altiplano. La casa de Efigenia es más bien un cuarto o dos o tres, uno al lado del otro, o al frente: uno que mandó a construir ella, otro que es de su papá, otro que era del abuelo, dos que son de sus hermanos… y así. Hay un par de árboles, llantas en desuso, recipientes de plástico, botellas, dos cocinas en desuso y cinco gatos gordos. Allí vive la familia Encinas Choque: Efigenia Encinas, dos hermanos hombres y sus padres. Todas las hermanas mujeres han migrado a la ciudad. Y si estuviésemos precisamente en la ciudad, esas cinco construcciones ocuparían el espacio de una casa de quinientos metros cuadros, no más. Pero Urcuri tiene más de 50 hectáreas de tierra comunitaria donde la familia Encinas Choque cultiva quinua y pastea sus llamas cada vez más escasas.
Desde la carretera asfaltada hay que entrar hasta Urcuri un par de kilómetros. Bajamos de la movilidad y empujamos porque este es el desierto mismo y la arena no deja avanzar. Son diez centímetros de espesor de polvo y si agarras un palo y cavas un poco, más abajo encuentras algo de humedad. Sólo así puedes entender que esa tierra desértica sea capaz de parir la mejor quinua del mundo, la quinua real.
Efigenia cava con sus manos ajadas y muestra la tierra más oscura enseñando la particular fertilidad del suelo como si fuese su propio vientre. Porque Efigenia no tuvo hijos haciendo caso al miedo de su mamá Paulina aquellos días en que iba a la escuela. “No he tenido la oportunidad” dice, porque entre otras cosas nunca le gustaron los niños, repite varias veces. Efigenia es efectivamente un caso raro en un país donde las mujeres son madres muy pronto y muchas veces: siete hijos por mujer hasta mediados de los años 70 cuando Paulina, la mamá de Efigenia, paría un hijo tras otro hasta completar los 10. A partir de los años 80 las mujeres bolivianas comenzaron a reducir la cantidad de hijos hasta hoy que tienen en promedio tres, pero lo hacen cada vez más jóvenes, entre los 15 y 19 años. Las mujeres bolivianas son las que más hijos tienen en toda América Latina, inclusive más que Haití. En Chile y Brasil tienen como mucho dos.
Pajarito negro la llamaban sus compañeros en la escuela, haciéndose la burla porque de niña Efigenia andaba con esos trajes negros de bayeta propios de su comunidad. Bicho raro, Efigenia. Porque a contracorriente del resto de las mujeres y de los mandatos sociales, no tuvo hijos y creció sola igual que su mamá Paulina que, aunque fue única hija, no se libró de dar a luz esa decena de niños de los cuales murieron dos, “una con viruela y el chiquito con dolor de estómago parece”, cuenta Efigenia un poco insegura porque por aquellos años los niños morían a causa de una simple diarrea. Con tantos hijos, Paulina dejó a Efigenia a cargo de su mamá, de modo que el pajarito negro se crió con su abuela, una abuela que tuvo como única hija a Paulina porque su marido la abandonó. Sin embargo, fue ese abuelo quien un día de esos apareció y trajo consigo unas cosas raras llamadas lima y mandarina: “feeeeas…, duuulces”, dice Efigenia y se ríe.
Los frutos de la tierra
La tierra es su casa, su alimento, su todo. De esa tierra inmensa salía papa, quinua y cebada. Y con eso bastaba, asegura Efigenia. El resto lo conseguían mediante el trueque. De Potosí llegaban campesinos con harina de maíz o de trigo que cambiaban por una llama viva. Así, además de comer papa y chuño, de vez en cuando su abuela cocinaba buñuelo: harina mezclada con un poco de agua y frita en grasa de llama. Ese era su desayuno especial porque lo habitual era desayunar alguna sopa hecha con huesos y quinua. Aunque a veces la abuela hacía moler toscamente quinua o cebada para luego mezclar ese “pito” con agua al gusto. Así, el “pito” podía consumirse como caldo, refresco o papilla.
Pero si algo comía Efigenia era el ph’iri como pan de cada día. El ph’iri sacaba de apuros al hambre. Sólo había que tostar harina, mezclarla con un poco de agua, formar unos bolos y ponerlos a cocinar al vapor en una olla sobre las brazas; el resultado era una masa pastosa con la que se disimulaba todo. Así Efigenia podía comer ph’iri con charque de llama, ph’iri con chuño o finalmente ph’iri puro. Tres veces al día, no siempre mucho ni todo, esta era básicamente la comida de la niña Efigenia. Si para una niña de 10 años, mediana y delgada se necesitan aproximadamente 2000 calorías diarias, Efigenia consumía menos de la mitad.
Ahora que recuerda, cuenta que su mamá Paulina también le mandaba queso y mote de maíz -425 calorías más- Entonces dice: “mi mamá no me hacía faltar, sobre la comida he crecido”, y hace un gesto de beneplácito mirando a lo lejos, a la casa de su mamá Paulina que hoy tiene cerca de 70 años. Desde el lugar en el que estamos su casa se mira apenas como un punto en el horizonte, pero Efigenia mira bien y ni hace falta que mire porque todas las noches camina hacia allá en la oscuridad más profunda solamente guiada por su sentido de orientación. Porque aquí en el campo la noche es siempre la noche más oscura del mundo.
El hambre
A pesar de lo que cuenta, Efigenia sabe lo que es no comer. En los meses de agosto y septiembre, cuando el día es más largo, dice, da más hambre y cuando no hay comida el estómago comienza a doler.
Mientras vivió con su abuela casi nunca le faltó nada porque nada tuvo que compartir. Claro que en una comunidad como Urcuri las necesidades de una niña suelen ser pocas hasta que llega la hora de compartirlas. Eso mismo sucedió cuando su abuela murió y su mamá Paulina se mudó allí junto a sus siete hermanos, dos hombres y cinco mujeres. Eran tantos que la comida ya no era suficiente. “A veces el chuño no agarraba el estómago”, recuerda Efigenia, va y trae algo que parece un pedazo de madera del tamaño de una oca: “amañoqo”, dice. Este está seco. Un tubérculo que crece de las raíces de la thola, ese arbusto leñoso que alimenta a la llamas y que hasta hace poco solía ser el paisaje dominante en el Altiplano. Ya no. Yo nunca antes había visto el “amañoqo” y, al parecer, sólo se conoce en el campo y poco. “Tiene una parte bien dulce y otra amarga, la cabeza es amarga”, cuenta ella, enseñando el “amañoqo” como su dulce preferido en esa mala hora en que el hambre estrujaba el estómago. Porque como la familia se había multiplicado, si antes comía una porción, ahora comía la mitad: medio buñuelo, medio ph’iri, medio todo. Con tal motivo, ella y sus hermanos salían a buscar el “amañoqo” hurgando en la tierra agrietada, corrían a lavarlo al río, lejos, muy lejos, y entregaban a su mamá Paulina que hacía cocer el “amañoqo” en una olla de barro bajo la tierra, “whatía”, explica Efigenia, traga saliva y dice: “era riiiiico…, como lacayote cocía”.
Ahora que el valor nutritivo de la quinua se reconoce en todo el mundo, Efigenia insiste en que ese fue y es su alimento principal. La quinua es un grano diminuto de aproximadamente dos milímetros, fruto de una planta de no más de dos o tres metros de altura cuyas flores moradas, rojísimas o amarillas, resaltan en su mejor hábitat que está en las alturas del Altiplano boliviano próximas al Salar de Uyuni. La quinua es considerada un “seudo cereal” cuyas características nutricionales son excepcionales: tiene proteínas, grasas, carbohidratos y minerales en perfecto equilibrio, no tiene gluten y aporta más del doble de beneficios que ningún otro cereal. La quinua aporta con 368 calorías cada 100 gramos.
La quinua es considerada un “seudo cereal” cuyas características nutricionales son excepcionales: tiene proteínas, grasas, carbohidratos y minerales en perfecto equilibrio, no tiene gluten y aporta más del doble de beneficios que ningún otro cereal. La quinua aporta con 368 calorías cada 100 gramos.
Sin embargo, aún comiendo quinua tres veces al día, ni Efigenia ni sus hermanos alcanzaban a consumir los nutrientes necesarios. Primero porque la quinua es un grano difícil de llevar a la mesa. Está cubierto por una toxina llamada saponina que obliga a lavar mucho, y por allí el agua escasea; hay que quitar la saponina y limpiar, un proceso para el que se requieren equipos aunque sea domésticos. Efigenia y su familia no los tenían pero -como era habitual en el campo antes del auge de la quinua- lograban su cometido usando un tejido tan áspero que era capaz de raspar y limpiar la quinua. Un trabajo complicado y moroso que se hacía de vez en cuando. De modo que en la familia Encinas Choque el consumo de quinua era regular pero moderado y también insuficiente, no sólo porque no cubría los nutrientes suficientes sino porque hacía falta por ejemplo fruta (vitamina C) para ayudar al cuerpo a absorber el hierro de la quinua.
Por eso, aunque Efigenia ignoraba sus ventajas, la vez que conoció la lima y la mandarina fue importante. Fue el día que apareció ese señor diciendo que era su abuelo. “Nunca había visto fruta”, cuenta ella ahora abriendo grandes sus ojos, “no me gustaba porque era dulce” dice, y recuerda los días de colegio cuando su mamá Paulina le mandaba “pito” de quinua o cebada como merienda y su hermana Margarita cambiaba el pito por azúcar. Así conoció el dulce. Más tarde contará que lo que más le gusta en el mundo hoy es el chocolate, “es mi golosina fascinante”, se entusiasma.
Ese dulce llamado ciudad y el cuarto de hora de la quinua real
Desde la década de los 50, cuando la Revolución de 1952 devolvió a los campesinos sus tierras, sucedió un fenómeno singular porque la Reforma Agraria no sólo les devolvió sus tierras sino sus derechos ciudadanos, de modo que la presencia campesina en el país se volcó hacia las ciudades. En 1950, de cada 100 habitantes 73 vivían en el campo; para 1980 eran 58, y hoy sólo 33 personas de cada 100 viven en el campo. Aunque, claro, van y vuelven igual que Efigenia y sus hermanos que, pasada la siembra y la cosecha, se van a la ciudad a trabajar como choferes o comerciantes. Su hermano Irineo, por ejemplo, tiene una confitería en Challapata (cerca de Oruro) donde vende salteñas.
Parte de este proceso migratorio fueron los planes de colonización de las tierras del Oriente del país y gran cantidad de campesinos de tierras altas partieron hacia la tierra prometida. En la década de los 80 la migración campesina no sólo hacia el Oriente sino a otras ciudades del país, estaba ya consolidada. Muchos de quienes migraron llamaron luego a los suyos año tras año. Eso mismo hizo la familia Encinas Choque confirmando asimismo la historia que cuenta que los viejos se quedan en el campo mientras los jóvenes parten en busca de un destino mejor. Así, la tía de Efigenia partió a Santa Cruz y se la llevó.
Cochabamba y particularmente Santa Cruz eran destinos atractivos pues esos años comenzaba en Bolivia el auge de la soya, las plantaciones de arroz y también el narcotráfico. Eso cuenta la historia y Efigenia la ratifica. Cumplidos sus 14 años aprendió a cosechar arroz en los florecientes campos cruceños. No aguantó demasiado y ensayó como niñera en una casa tan pero tan grande que allí trabajaban varias cocineras, jardineros, choferes y niñeras.
Esos pocos años citadinos le sirvieron para ahorrar. Ella quería comprarse ropa pero sus papás le insistían en que comprara una mesa. “Mesa, mesa, mesa siempre querían”, cuenta ella que hasta ahora no entiende por qué. Y la mesa está ahí, en un rincón de su cuarto repleta de bultos encima que es para lo único para lo que finalmente sirvió.
Pero sus ahorros fueron suficientes y varios años después sirvieron para juntarlos con el dinero de sus hermanos que también habían migrado escapando de la terrible sequía de 1983 que obligó a carnear al ganado y venderlo como charque en el Chapare donde se trasladó buena parte de la migración andina. Así vivieron los Encinas Choque yendo y viniendo del campo a la ciudad, entre siembras, cosechas, sequías y heladas durante un par de décadas hasta que el año 2006 comenzó la buena hora de la quinua y ellos volvieron con una máquina que ayudara en su cultivo.
En Bolivia la quinua no era demasiado apreciada en las mesas urbanas de clase media pero el creciente mercado mundial comenzó a valorarla tanto que desde principios del 2000 y sobre todo desde el año 2006, la demanda por quinua desde los mercados internacionales -particularmente Estados Unidos- comenzó a multiplicarse: de 7.600 toneladas en 2006 a 12.400 el año 2012 que es cuando Efigenia decidió sumarse al proyecto exportador en el que sus hermanos se embarcaron, al ver cómo ellos construyeron sus cuartos con ladrillo y calamina, compraron un auto y una confitería en Challapata.
La quinua real
Efigenia camina hasta el pozo de agua que está a unos 100 metros de su casa. La bomba se ha arruinado hace meses, no tiene agua y espera que alguien la arregle algún día. Alguna vez plantaron por aquí tomate y cebolla en carpas instaladas por alguna oenegé que llegó con cierto proyecto de riego pero el entusiasmo pronto se secó como el agua y fue rápidamente desplazado por el auge de la quinua. La quinua sólo necesita el agua de lluvia que moja la tierra y allí se queda. En esa tierra capaz de retener suficiente humedad crecerá luego la quinua real, soberana y espléndida, sin que nadie la riegue.
Han pasado dos meses desde la última cosecha, por eso el suelo está pelado. Por ahí caminamos y finalmente nos montamos en la movilidad porque llegar hasta la casa de Paulina a pie tomará media hora. Encontramos a Paulina sentada sobre la tierra contemplando sus llamas. Son casi las seis de la tarde y ha estado allí todo el día, el rostro ajado. Señala con la mirada a una llama bebé que nació esta mañana. Paulina está contenta y sólo ella y su hija pueden reconocer a la llama recién nacida mirando a gran distancia entre decenas de camélidos. Son 130. Hasta el año pasado tenían 170 pero su ganado ha disminuido porque no hay alimento suficiente para mantenerlo: tierra para pastar y agua. El cultivo de quinua ha ido ocupando la tierra para el pastoreo desplazando a las llamas a un espacio cada vez más pequeño. Igual que ocurrió con Efigenia cuando era pequeña, ahora las llamas tienen que compartir su alimento y éste es cada vez más escaso. Por eso cada día son menos, aunque Efigenia todavía defiende la existencia de espacio suficiente. Sin embargo sabe que el abono que antes le proporcionaban sus propios animales no alcanza y ahora tiene que comprar. Si antes costaba 150 pesos (unos 20 dólares) la carga, ahora cuesta 3.500 (500 dólares).
El precio de la quinua trepó hasta el cielo el año pasado (2014) cuando llegó a costar 300 dólares el quintal. El último tiempo ha comenzado a bajar y está en 67 dólares. Asunto grave para los productores locales. El vuelo que alzaron las exportaciones desde el año 2006 tuvo un importante descenso: de 34.700 toneladas en 2013 a 29.500 en 2015. El agronegocio le echó el ojo y ahora se cultiva quinua en varios lugares del mundo al modo industrial convencional (utilizando químicos). La quinua real boliviana, probadamente la mejor del mundo por varias razones, está en emergencia.
Pero Efigenia suele decir: “tengo una iniciativa” y se inventa cosas. Cree que lo que hay que hacer es transformarla y consolidar el mercado local de una buena vez en convenio con los gobiernos locales y regionales.
El agronegocio le echó el ojo y ahora se cultiva quinua en varios lugares del mundo al modo industrial convencional (utilizando químicos). La quinua real boliviana, probadamente la mejor del mundo por varias razones, está en emergencia.
La competencia de la producción industrial convencional peruana, cuyo producto es ciertamente más barato, es inminente pero Efigenia es optimista pues tiene la ventaja de venderle una oenegé que le asegura mercado, certificación orgánica y un precio mayor, además de otros incentivos como el panel solar que le instalaron hace poco para obtener energía eléctrica, cuya mayor utilidad no ha sido alumbrar sus noches sino poder cargar la batería de su teléfono celular.
Y eso no es poca cosa. Desde que Efigenia se puso a estudiar Comunicación Social a distancia hace un año, le tiene mucha fe a la tecnología. “Bien cara había sido una Mac”, comenta de pronto. Y aclara: “para editar video y eso ¿no?”. En su gesto se ve que ahora que sus ingresos se lo permiten hasta sería posible comprarse una “Mac” (computadora Macintosh). Dentro de poco rendirá sus últimos exámenes en Cochabamba donde ha estudiado, yendo y viniendo: se graduará como facilitadora. Quiere dar conocer los problemas de su comunidad y para eso la tecnología es fundamental.
El sol ha comenzado a esconderse tras las montañas. De pronto, Efigenia y Paulina comienzan a ulular: uuuuh, uhhhh, shhhh, shhhh, uhhhh, uhhhh, gritan “¡oso! ¡oso!” y con la mano agitan una sonajera hecha con pequeñas piedritas. Las llamas dispersas comienzan a correr, se juntan y obedientes se dirigen a su casa, a dormir. El silencio del Altiplano se rompe unos minutos para luego volver a su lugar. Mañana saldrá el sol.