Estamos vivos. Esto nos recuerda, en la coyuntura que todavía intentamos superar, la creación de Tabla Roja: su Tinkunakama, claro, pero representada en sala propia, El Gallinero, con gente festejando codo a codo que aun de la muerte se puede volver si hay comunidad.
Hay funciones y funciones de teatro. He visto cuatro de la obra Tinkunakama… hasta el encuentro y la más reciente ha sido para mí la mejor. Puede ser porque el elenco de la Compañía Tabla Roja la ha trabajado tanto, desde su estreno en 2019, que se ha apoderado ya de muchos de sus secretos, del tiempo que se vive desde dentro y que se impone hacia fuera. Puede ser el reencuentro carnal entre artistas y público. Puede ser la intimidad que posibilita un espacio en el que el escenario está a pocos pasos de los espectadores. O tal vez confabuló el hecho de que la velada a la que me refiero fuera especialísima: la apertura del hogar propio de la compañía: ¡una celebración!
Todo eso ha debido ser. Lo cierto es que esa conexión que se vive a veces en un teatro, de existir una cámara capaz de registrarla se vería como haces de electricidad yendo y viniendo, configurando eso que se conoce como placer.
El espacio propio, pero para todos
La comedia y la tragedia son lenguajes que Tabla Roja ha explorado en sus 13 años de búsqueda y experimentación escénica, con ejemplos destacados como Simplemente rojos – clown–, Los hermanos Vargas –coreografía teatral– o Carnaval –máscaras e improvisación–. Ariel Baptista, Mayra Paz y Alejandra Quiroz han sido el eje de esas obras: sea actuando, produciendo o diseñando las formas (máscaras, vestuario) más adecuadas para dar vida a las ideas y las emociones. Al ser una compañía, como se autoidentifica el grupo, muchas personas han pasado por ella, hasta llegar a los 13 integrantes actuales, los que tienen el reto de sostener el centro cultural propio: El Gallinero.
En la jerga teatral, el gallinero es la galería, es decir el espacio que dentro de un teatro clásico, está ubicado en la parte más alta del área destinada a los espectadores. Quienes allí se instalan pagan menos, pero deben soportar la incomodidad de la lejanía, de la mirada en picada y de puntos ciegos si no se tiene la suerte de conseguir un asiento de frente al escenario.
La galería, en un teatro hecho a imagen y semejanza de una sociedad estratificada, es para el pueblo. Antes, cuando ir al teatro era un acontecimiento de élite, a galería se podía ir sin frac y sin pieles. Se podía comer y reaccionar al espectáculo sin el acartonamiento de platea y palcos.
El Gallinero de Tabla Roja es un teatro de cámara en el que escenario y platea son uno solo. No hay sino una gradería para todos. Pero quiere –quieren sus ideadores– que allí esté el pueblo: ése que llora o ríe a los gritos, que come y que saca fotos con el celular. Hay un gesto de rebeldía en esas libertades que el grupo le reconoce explícitamente al público y hay un guiño de complicidad con el que pretende seducirlo.
El Gallinero es un teatro de barrio. Está ubicado en Tembladerani que, según datos municipales de 2016, tiene más de 53 mil habitantes, de los cuales casi la mitad son jóvenes menores de 25 años y casi el 25% son personas en edad escolar (de entre 5 y 19 años). Público, señores, público en potencia.
El Gallinero es también un teatro de barrio, es decir de un lugar distinto del centro de La Paz. Está ubicado en la parte alta del macrodistrito Cotahuma, más propiamente en la zona de Tembladerani que, según datos municipales de 2016, tiene más de 53 mil habitantes, de los cuales, si se sigue la pauta de la población de todo Cotahuma, casi la mitad son jóvenes menores de 25 años y casi el 25% son personas en edad escolar (de entre 5 y 19 años). Ése, aunque no exclusivamente, es el público potencial para los espectáculos y otras actividades como talleres que tiene en agenda Tabla Roja.
Las alianzas son la estrategia de la compañía y, como se ha visto en la programación de estreno, diversidad de grupos –incluidos los que tienen sus propios espacios- han sido parte de El Gallinero, como seguramente seguirá pasando.
Estamos vivos pese a tanta muerte reciente y el teatro en sala, con todos respirándonos pese al barbijo, nos lo ha recordado. Hemos vuelto a encontrarnos.
Esos muertos, tan vivos
Voy a volver a mi asiento en primera fila de El Gallinero la noche del 26 de marzo. Desde allí, entre una treintena de espectadores, viví intensamente ese encuentro de vivos y muertos. De eso se trata Tinkunakama, una versión teatral de la novela El run run de la calavera (Ramón Rocha Monroy) narrada en el lenguaje del clown y con medias máscaras no solamente expresivas, sino estratégicas para la multiplicación de roles de los siete actores.
Es Todos Santos y los muertos en el cementerio están listos para recibir la comida y la chicha que van a llevarles sus familiares. Una rebelión de los habitantes del cementerio del pueblo, con bloqueo de camino incluido, provoca que todo se transtorne y que quien respira y los que no se vean las caras. La Muerte, una chola risueña, acude para poner orden. Vanidosa como es, cae en la tentación de competir y el pícaro demuestra de qué está hecho.
Las situaciones son divertidas; pero resultan mucho más por las reacciones del público. Ésa es la fuerza del teatro: la proximidad no solamente de artistas y público, sino de espectador y espectador. Cómo no va a ser contagiosa la carcajada de alguien –y la noche de marras alguien entendió bien lo que significa estar en un gallinero- si de asistir a una comedia se trata. Si a eso se suma la extraordinaria capacidad de Ariel Baptista –el pícaro– para improvisar y aprovechar las situaciones imprevistas e incorporarlas a la trama, involucrando al espectador en ella, la fiesta está garantizada.
Con Tinkunakama se puede ceder a otra tentación: preguntarse sobre qué es el “teatro boliviano”. Para el caso, es un teatro, que bebe de las tradiciones que muchos tenemos incorporadas, sea porque las practicamos o porque alguien nos las contó: la abuela, la madre. Se viste de nosotros, es decir con ropajes que reconocemos como de aquí: mantas, ponchos, polleras, lluchus. Se refiere a costumbres cercanas a nuestro cotidiano, por ejemplo ese beber por todo y pensar que también lo hacen así los que yacen bajo tierra. Pero, no hay folklorismo. No hay con Tabla Roja el afán de regodearse en lo propio como algo exótico y excluyente. Es hablar desde lo que se conoce para que cualquier humano lo comprenda y lo disfrute.
El disfrute tiene que ver con las actuaciones de Baptista, Quiroz, Paz, Daniel Prieto, Jorge Ernesto Barrón y Ana Grace Tarqui, con el vestuario (la muerte, por ejemplo, toda de blanco y con sus largas trenzas negras, no puede ser más seductora) y con recursos como el de la escenografía (Gonzalo Callejas) que hace que la imaginación quiera volar como en una wallunka.
Hay un detalle más. Algo coyuntural, para usar lenguaje de prensa: estamos vivos pese a tanta muerte reciente y el teatro en sala, con todos respirándonos pese el barbijo, nos lo ha recordado. Hemos vuelto a encontrarnos.