“¡Ya es hora! ¡Ya empezó, ya empezó la revolución!”.Tres días boca arriba, entre la balacera y el miedo.
Ramiro tenía apenas 9 años. Cierta noche, ruidos como de serpientes relampagueantes y gritos diluidos por la distancia, rumores apenas, lo despertaron. Subió a la terraza del edificio en construcción en el que vivía con su familia, y desde ahí logró oír aquellos sonidos cuya intensidad iba incrementándose. El viento ingresaba por los cuatro costados. Usó dos ladrillos para contrarrestar su corta estatura y así levantar la cabeza por encima del muro que le impedía ver. Lo saludó la ciudad de La Paz con una efervescencia de colores, chispas y explosiones. “De noche se veía como fuegos artificiales”, recuerda. En realidad, era gente matándose en las calles. La Revolución de 1952 había iniciado esa madrugada.
Lo que debía de ser un golpe de Estado –pactado entre el MNR y el general Antonio Seleme– se convirtió en una revolución a secas, una que Hernán Siles Suazo, encabezando el Comité Revolucionario de los movimientistas, tuvo que comandar, mientras los exiliados seguían las operaciones desde Buenos Aires.
“De noche se veía como fuegos artificiales”, recuerda. En realidad, era gente matándose en las calles. La Revolución de 1952 había iniciado esa madrugada.
Tres días mirando al techo, tres días de gente corriendo por las calles y luego silencio absoluto. Un disparo, dos. Gritos, más gritos, y Ramiro volvía, a escondidas de su padre, a subir las gradas, ponía los ladrillos y veía con cautela los cambios en el escenario.
“Solo sacaba mi cabecita”, recuerda hoy y ríe pesado; “era bien macho, no tenía miedo de los tiros”.
El segundo día vislumbró cómo una muchedumbre avanzó por la avenida Perú y avasalló un arsenal cercano a la terminal de buses. La gente salía con fusiles y ametralladoras. Muchos de los hombres eran excombatientes del Chaco, y para ellos los disparos eran “trinos de aves”. Lo demostrarían venciendo una y otra vez a los conscriptos en los distintos barrios de la ciudad.
Muchos de los hombres eran excombatientes del Chaco, y para ellos los disparos eran “trinos de aves”. Lo demostrarían venciendo una y otra vez a los conscriptos en los distintos barrios de la ciudad.
Pero tuvieron que salir de casa a comprar algo de comida, alguna medicina. Y cuando Ramiro y sus padres regresaban a su casa para refugiarse, los fabriles armados –que vestían traje, camisa y zapatos negros empolvados–, los detuvieron. “¡Sus carnets!”, le increparon a su padre que obedeció sin protestar. Pasaron el punto de guardia y se parapetaron en el edificio esquelético otra vez. Desde El Alto comenzaron a bombardear la ciudad de La Paz. Los morteros ladraban, y segundos después, un eco, un temblor.
“Parecía el salvaje oeste”, dice Ramiro mientras una imagen parece invadirlo y le templa la voz. “Luego de escuchar el morterazo, subí a la terraza, puse los ladrillos y vi muertos a los fabriles que nos habían pedido el carnet, con las piernas al otro lado”.
La inocencia de sus nueve años desapareció en un segundo.
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Ramiro es un seudónimo a pedido del protagonista de esta historia.
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Este texto fue seleccionado en la convocatoria de Rascacielos a sus lectores, para escribir juntos la Memoria familiar de la Revolución de 1952.