Eran cerca de las 7 de la noche del 29 de agosto de 2001. La Plaza Villarroel de la ciudad de La Paz olía a flores, todavía se escuchaba el eco de las multitudes y nosotros seguíamos suspendidos en nuestra propia perplejidad. Dos horas antes, este lugar había sido escenario de un hecho histórico sin precedentes en la historia boliviana.
Era la primera vez que el pueblo enterraba en una tierra que sentía propia a uno de sus héroes, casi cincuenta años después de aquel hecho que inauguraría definitivamente el rostro moderno de Bolivia: la Revolución de abril de 1952. En el Mausoleo y Museo de la Revolución descansaba ya el cuerpo de Juan Lechín Oquendo, el Maestro, dirigente indiscutible de la Federación Sindical de Trabajadores Mineros de Bolivia, desde 1944, y de la Central Obrera Boliviana desde la Revolución.
Ninguno de los protagonistas fundamentales de abril había tenido el privilegio de un entierro de estas características. Siles Suazo, Paz Estenssoro, Wálter Guevara, Carlos Montenegro, Augusto Céspedes, descansan lejos de este panteón, como si el territorio simbólico de la Revolución no hubiera tenido un reconocimiento pleno, no hubiese sido sentido por el pueblo como suyo. Parecería que la conspiración de los fantasmas de la oligarquía los hubiera desterrado nomás del abrazo del pueblo, y los líderes intelectuales del 52 terminaron enterrados en el espacio que finalmente les correspondía, el espacio de lo privado.
Al fin y al cabo, el pueblo entierra en la tierra que nos pertenece a todos a los héroes que han nacido de él mismo. Nuestros héroes, sólo entonces se convierten en un arma que nace de nuestra memoria.
Pero la memoria no basta como no basta el testimonio. Por eso, cuando los líderes mueren, las élites se conmueven. Cuando mueren los héroes, el pueblo se desgarra. Y como si el proceso revolucionario de la nación moderna no hubiera estado del todo cerrado sin la presencia del cuerpo de Lechín, el pueblo se apropió de su único héroe moderno y lo enterró en el Museo de la Revolución, ese espacio que sentía comunitariamente suyo. Porque aún si únicamente en esos momentos la voz del pueblo era la voz del pueblo, esa voz enterró al Maestro y esa voz cantó su muerte.
Dicen que la muerte iguala a todos; quizá por eso el acompañamiento al féretro rebalsó de anécdotas reveladoras de cierto gesto altiplánico que cuando venera a sus muertos busca una reconciliación con su pasado. Juan Claudio, el hijo, recibió el abrazo de decenas de personas que estuvieron con su padre o se vincularon con un pedazo de nuestro pasado. Allí estuvo presente, habiendo llegado de Potosí, la nuera de María Barzola. “Cómo no iba a venir Juanito”, le dijo abrazándolo y con los ojos llenos de recuerdos. U otra, “soy la hija de Luis Gayán Contador, vengo a darte mis pésames”. Gayán Contador, una de las figuras tristes de la represión movimientista que en algún momento se opuso a Lechín, estuvo presente a través de su hija, como un reconocimiento más allá de la revancha política.
O Freddy Márquez, el único sobreviviente de la pandilla Los Marqueses, que en julio de 1971 había dirigido la toma de la Universidad Mayor de San Andrés al frente de un grupo fascistoide, opositor de la Asamblea Popular que dirigía Lechín. Cuánta gente más, con una historia en la espalda, buscó ese momento para exorcizar su pasado, para calmar, recordar, reconciliar, ampliar sus voces internas, sus ecos, sus recuerdos, su conciencia intranquila.
Pero como la muerte iguala sobre todo a los vivos, allí también estuvieron, desde sus ventanas y con pañuelos blancos, con la amargura desamparando sus rostros, niños y ancianas, beneméritos y estudiantes universitarios, comerciantes minoristas y empresarios. Cuando el féretro del Maestro pasó por el Mercado Yungas, más de una veintena de vendedoras que rememoraba su antigua conciencia de barzolas salieron de sus puestos y le rindieron su homenaje echando flores y uniéndose a las glorias. Necesitaban convocar el mito de un proletariado anacrónico que a esas alturas ya había sido profanado por los movimientos sociales del siglo XXI: “¡Gloria a Lechín!”, “¡viva la Federación de Mineros!”, “¡viva la Central Obrera Boliviana!”. Incluso una anciana, con la voz cascada por tanta lucha acumulada, gritó la consigna más popular de los años juveniles del MNR: “¡abajo los cachorros de la Rosca!”. Era la memoria de los momentos heroicos; era también la inevitable evidencia de su pérdida definitiva.
Dos cachorros de dinamita anunciaron la llegada del cortejo a la Plaza Villarroel a las 5 de la tarde.
Cómo no, las dinamitas. Cómo no un minero con las dinamitas en bandolera anunciando la entrada de este hombre a su morada definitiva. El cuerpo de Lechín ya no le perteneció a su familia. El féretro fue insurreccionalmente asaltado por el pueblo mismo que, junto a los mineros, se agolpó inmediatamente alrededor de él para enterrar un proceso trascendental de nuestra historia. Lo subieron por las gradas del mausoleo y lo depositaron en su interior, donde los murales de Alandia Pantoja y Wálter Solón se convirtieron más que en escenografía, en imagen viva e instantánea, un repaso condensado de la historia del Maestro.
Juan Claudio esperó que el pueblo le rindiera homenaje a su padre. Parado en la puerta trasera del mausoleo recibió interminables condolencias. Cuando llegó Mónica Medina, a quien Don Juan quería como a una hija, inevitablemente llegó también la memoria de las pasiones del Maestro. Si Don Juan estuvo tanto tiempo con nosotros, fue también por ese apego a la vida y a sus placeres. Esa energía que le da sentido a nuestras pasiones y que nos hace humanos, y a la vez, como lo reconocería él mismo, esa fuerza que en la vida de un político lo traiciona. Mónica le hizo rememorar esas pasiones, y con su compañía le recordó que él era, sobre todo, un hombre que resistía.
009 era su número de Carnet de Identidad. Nacido en Corocoro un 19 de mayo de 1912 y de profesión minero. No sabemos si ese año es el correcto. Muy probablemente sea 1914 el año verdadero de su nacimiento, pero al final qué importa esa clase de verdad de calendario en la vida de un político como Lechín. Lo que importa es lo que queda en la memoria del pueblo porque sobre eso construimos nuestra historia. Con su vida aprendimos que para combatir el olvido es necesaria la memoria y es necesaria la pasión. Con su entierro recordamos que es necesaria la solidaridad. En todo caso la democracia minera estará aquí para recordárnoslo.
El cortejo fúnebre había partido de la Plaza Murillo a las tres y quince de la tarde. Cerca de las siete de la noche la guardia de trabajadores mineros todavía custodiaba el ataúd. En ese momento, ingresó al mausoleo otra guardia de honor. Era la guardia de la Policía Militar. Y entonces sucedió. Se cuadraron ante los mineros y dieron parte sobre su intención de reemplazarlos. Estos aceptaron y entonces se produjo el cambio de guardia. ¿Cuándo los militares se cuadraron ante los mineros? ¿Cuándo los mineros aceptaron las intenciones de los militares? Ahí, en ese gesto, se pudo comprender que el mito de un hombre como Lechín, fundado en la generosidad personal y política, pudo más que sus maniobras de dirigente sindical y candidato partidario. De haber estado vivo en ese momento y de no haber aceptado un minero ese cambio de guardia, con seguridad Lechín le habría espetado: “Oye, no seas crudo. ¿No ves que éste es otro mundo?”.