Cuatro años han pasado del asesinato de Marielle Franco, socióloga, política feminista brasileña. Se lloró, claro que se lloró su asesinato. Pero los brasileños tienen otros modos de hacer frente a la violencia cotidiana de Río de Janeiro, donde besar puede ser el acto más subversivo, el más hermoso.
Río de Janeiro, marzo, 2018
1
Suave es la noche.
No hay música pero es como si la hubiera: el acento de los cariocas es melódico, casi música, palabras que bailan aunque el locutor no baile. Vivarachas, caralhos inofensivos, tudo bem, de boa, sobre todo a esta hora, diez y algo de la noche, mientras las botellas de cerveza aceitan los humores y el olor de la marihuana suaviza el mundo.
No estoy en la playa, pero el mar se siente a dos metros de distancia: en la melena de aquella chica cuyos churcos producen movimientos oceánicos: mujer-mar.
Río de Janeiro. 22:30. Las afueras de un bar. Fútbol en la tele. Mi amigo y yo bebemos mientras esperamos el inicio del segundo tiempo.
Los jugadores regresan al televisor. Pasan los minutos, nada del otro mundo, gol del rival. Las cervezas emocionan más que la pelota. Hasta que: minuto 77 llega el gol de Vinícius Junior. Los fanáticos, que son más de treinta, alucinan.
Cierro los ojos mientras le doy el último sorbo a mi cerveza y cuando los abro, veo que una muchacha se planta frente al televisor. Tiene la piel pálida, los ojos irritados, el ceño fruncido.
Está enojada.
– “¡Mataron a Marielle!” –grita, mientras los fanáticos le piden que se quite de ahí.
Aunque sus gestos dan a entender que está encabronada, los silbidos de los hinchas me impiden escuchar la totalidad de sus oraciones. “¡Irresponsables…!”. “¡No tienen conscien…!”. “¡Vergüen…!”.
Armo las frases sueltas y lo que obtengo es esto:
–Son unos irresponsables. No tienen consciencia. ¡Acaban de asesinar a Marielle Franco y ustedes locos por el fútbol! Deberían sentir vergüenza.
Una segunda muchacha aparece en escena. También discute con los hinchas, pero va más lejos. Comete un sacrilegio: intenta apagar el televisor y, al no encontrar el botón de apagado, jala el cable del enchufe y la pantalla ennegrece.
Silbidos.
– “¡Fuera de aquí!”, le gritan.
Todavía enojadas, las muchachas se apartan del televisor y se pierden entre la multitud que se apelotona en las afueras del bar. La gente las insulta.
Diez segundos más tarde, una vez que el dueño conecta el aparato, la algarabía retorna al lugar y es como si nadie hubiera muerto.
2
Marielle Franco era todo lo que las familias tradicionales brasileñas creen que es mejor no ser: homosexual, negra, madre soltera, habitante de favela, politizada. Murió precisamente por eso. Porque, de ser heterosexual, blanca, cristianamente casada y oriunda de la zona sur de Río (la parte rica de la ciudad), la vida no la habría obligado a meterse en la política y las balas que le quitaron la vida hubieran ido a parar a un cuerpo más oscuro.
18 de marzo por la noche. La concejala de 38 años Marielle Franco participa en un evento llamado Mujeres negras moviendo estructuras. Habla de lo que mejor sabe hablar: lucha social, activismo. Luego de dos horas de charla, cierra su participación con una frase de la escritora feminista Aude Lorde: “No soy libre mientras otra mujer es prisionera”.
Agradecimientos. Selfis.
Marielle, que es tan terrenal como cualquier mujer de la sala, quiere una cerveza. Ha sido un día difícil en la Prefectura, y tal vez el arroyo de una Bohemia deslizándose por su garganta la ayudará a procesar el estrés del día, renovar fuerzas, recargarla para más lucha.
Pero está cansada. Muy. Así que se despide de sus colegas militantes (que sí van al bar) quizá con el deseo de que en el refrigerador de su casa la última lata de cerveza siga intacta; quizá –quién sabe– pensando en los detalles de la boda que ella y su novia, Mónica Benício, celebrarán el año que viene.
Sube al coche oficial en compañía de su asesora.
Saluda al chofer.
A las 21:40, en la calle Joaquim Paralhes, en la zona central de Río, un Chevrolet Cobalt se arrima al vehículo de la concejala.
Lo que sucede a continuación dura un par de segundos: mientras Marielle y su asesora miran fotos en el asiento trasero, alguien baja la ventanilla del Cobalt.
Dispara.
Son trece tiros: cuatro impactan en el cuerpo de Marielle y tres en el chofer. Ambos mueren. Sobrevive la asesora, que días más tarde declarará que “sobrevivir es muy cruel” y se mantendrá en la clandestinidad por temor a represalias.
No es un asalto, pues nadie roba nada.
Se trata de una ejecución.
El lanzamiento de bala es al atletismo lo que Ringo Star es a los Beatles. Puede tener toda la calidad del mundo pero jamás tendrá la misma relevancia social.
3
Si nos concentramos en las estadísticas, lo de esa noche no fue extraordinario. Otra inocente muerta por un tiro. Noticia común. Tan común que, un día antes de su deceso, Marielle Franco, en protesta por la muerte de un joven alcanzado por una bala de la Policía Militar, tuiteaba lo siguiente:
“¿Cuántos más van a tener que morir para que esta guerra acabe?”.
Nunca estuve rodeado de tanta muerte. Lo digo sin filtro, y eso que vengo de la ingobernable Bolivia, país cuya furia al protestar bien podría darles una cátedra de insurgencia a los manifestantes cariocas. Pero en esta ciudad hay demasiadas armas de fuego, y las daguitas que los choros bolivianos usan para intimidar a sus víctimas nada tienen que ver con los fusiles y bazucas con los que las mafias cariocas hacen tronar la cidade maravilhosa. Disparos entre facciones de narcotraficantes. Tiroteos entre narcos y policías. Balas perdidas. Asaltos a mano armada, en la calle, en los buses, en el campus universitario. Incluso suicidios: hace algo más de un mes, Víctor Heringer, un escritor de 29 años, conmocionó al mundillo literario lanzándose desde la ventana de su departamento en Copacabana, el barrio más famoso de la ciudad.
Nadie es inmune a la violencia carioca. Ni siquiera los clasemedieros como yo, moradores de la zona sur de Río, profesionales liberales, oficinistas que trabajan ocho horas diarias, estudiantes de posgrado, gente que escucha los disparos que se producen en la favela y, aún así, se pierde en la noche como quien se mezcla en una piscina de pelotas, gente que bebe hasta las dos de la mañana, toma un Uber, duerme donde copula, despierta con chaki, lee en el celular sobre los tiroteos y toda la sangre derramada la noche anterior y, aún así, cierra la ventana de noticias, abre la del WhatsApp, mira sus mensajes, se levanta de la cama, toma una ducha y se enjabona el cuerpo mientras fantasea con la noche de mañana, y la de pasado mañana, que se proyectan memorables como todas las resacas del mundo. La violencia carioca te toca, precisamente, cuando piensas que Río solo consiste en un estar de chaki infinito. Te cae de repente, cuando le has perdido la tuca a la ciudad –a su fama, a su ferocidad mítica– y piensas que eso que ves en la tele nunca te pasará a vos.
Pero pasa, les pasa a todos, y me pasó.
La primera vez que me asaltaron paseaba en bicicleta cuando dos asaltantes aparecieron de la nada. Me quitaron el teléfono y algo de dinero. Lo peor no fue eso sino que, como andaba en bici, caí sobre el cemento y me produje una lesión en la mano que me impidió escribir por más de dos meses. El segundo asalto ocurrió cuando apenas empezaba a recuperarme del primero. Viajaba en bus cuando un tipo apareció con una pistola apuntándome en la cara. Nada de burocracia: asalto exprés: mientras el ladrón A se dedicaba a recoger los celulares de los pasajeros, el ladrón B cuidaba la puerta de salida mientras le recordaba al chofer que, si hacía algún movimiento extraño, filho da puta, el plomo volaría su cabeza. Todo sucedió en menos de cinco minutos. Ningún herido. Cero drama. Una vez que los ladrones bajaron del bus, volví a sumergirme en el libro de Junot Díaz que estaba leyendo.
La lógica de la muerte, que no es otra cosa que la posibilidad de dejar existir, contrasta con la vitalidad que la ciudad le vende al mundo. Río es difícil. Difícil y sensual. En la fila para renovar las visas, todos los extranjeros con los que charlo me dicen que, pese a la delincuencia, pese al calor, pese a la economía, nadie los mueve de ahí.
“Soy feliz. Esto es el paraíso. Me siento viva”, me dice una portuguesa de treinta años que vino de vacaciones y acabó enamorándose de un carioca que conoció en una fiesta.
“¿Quién quiere volver a Europa?”, dice un español de sesenta años, rosáceo, talla XXL, cuyos brazos pomposos parecen apretar demasiado fuerte la cinturita de la morocha que lo acompaña.
Pero de sensualidad no vive el ser humano. Y mucho menos los cariocas. Más allá de las caipiriñas, el pandero, el mar y todo el estereotipo que, mea culpa, embrutece a los extranjeros y nos hace creer que este país se reduce a una playa y a un buen culo, el otro Río de Janeiro, el Río que no tiene arena, ese al que el Cristo Redentor le da la espalda material y simbólicamente, respira una realidad en la que la pólvora es el aroma de todos los días.
La respuesta gubernamental a esta ola de violencia –que de hecho no es ola; es un tsunami, y viene de años–, ha sido la intervención federal promulgada por el presidente Michel Temer, que implica que los temas relacionados a seguridad pasan a ser responsabilidad militar. A partir del 20 de febrero, un general de las Fuerzas Armadas administra la seguridad pública del Estado de Río de Janeiro. Controla la Policía Civil, la Policía Militar, los bomberos y la administración penitenciaria.
Para muchos, la medida no pasa de ser una compresa de hielo sobre una realidad cuyo origen es un volcán que ha hecho ebullición hace mucho. Según Federico Almeida, profesor de la Universidad de Campinas, “el peor efecto de la intervención federal será sobre quien ya está sometido a la intervención militar. Para ser más precisos, hay regiones y poblaciones determinadas bajo fuerte ocupación militar. Esas regiones y poblaciones tienen un domicilio y un color de piel muy bien definidos”.
Favela y negros, en otras palabras.
Los abusos cometidos por las fuerzas policiales en las zonas bajo su intervención son un asunto que se arrastra hace décadas. Solo este año, al menos 154 civiles fueron asesinados por oficiales de la Policía en el Estado de Río de Janeiro. Hace pocos días, una niña de 13 años fue alcanzada por una bala perdida mientras jugaba en el patio de su escuela. Hace algo más de dos semanas, en la zona norte, un joven motociclista que regresaba a su domicilio fue confundido con traficante y, en consecuencia, baleado por la Policía.
Marielle Franco, la activista favelada asesinada el 18 de marzo, luchaba para acabar con eso.
A diferencia de Bolivia, la juventud carioca –en especial la universitaria– está híperpolitizada. Hay pajpakerío, sí, pero en pequeñas dosis. Por lo general, las discusiones entre militantes y/o académicos te cuestionan, te hacen pensar, te hinchan las pelotas.
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Oí hablar de Marielle Franco por primera vez en 2016, en las campañas para la prefectura de la ciudad de Río de Janeiro. Nunca la vi en vivo, pero sí sentí en carne propia el clima de las reivindicaciones por las que ella luchaba. A diferencia de Bolivia, la juventud carioca –en especial la universitaria– está híperpolitizada. Hay pajpakerío, sí, pero en pequeñas dosis. Por lo general, las discusiones entre militantes y/o académicos te cuestionan, te hacen pensar, te hinchan las pelotas.
Cuando llegué a Brasil, mi inercia boliviana me hacía sentir alergia hacia cualquier problematización de la realidad social. Me acuerdo: en mi primera clase de maestría en la Universidad Federal de Río de Janeiro sentí un “trágame mundo” cuando la profesora empezó su lección con la palabra feminismo. Así somos los bolivianos, así era yo, made in Los Andes, un analfabeto político que se había aventurado a hacer un posgrado en portugués pensando que con eso tendría mensualidad asegurada y, lo más importante, tiempo libre para escribir crónicas y una novela que se resistía a cobrar forma. Fue por esos días que una amiga de la facultad, Suellen, mencionó a Marielle Franco en una clase sobre literatura y marginalidad.
El profesor titular dijo que hablar de Franco no tenía mucho que ver con el tema que se estaba discutiendo. Suellen insistió. Hasta que la dejaron hablar. Como por esos días andaba enamorado de la muchacha que se sentaba justo frente a mí, poco o nada escuché de Suellen ni de la tal Franco.
A lo mucho: que era negra, que venía de la favela.
Ese fue mi primer acercamiento a Marielle.
Quién diría que, dos años más tarde, escribiría una crónica sobre su muerte.
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Marielle nació en 1979 en el complejo de Maré, un conjunto de favelas ubicadas en la zona norte de Río de Janeiro. Carioquísima y católica, Marielle Franco era hincha del Flamengo y en las fiestas le gustaba bailar funk. Su vida, como la vida de cualquier mujer nacida en la favela, fue un nado a contracorriente marcado por la precariedad y el ruido de fusiles. Comenzó a trabajar a los 11 años para pagar sus estudios, fue catequista, educadora en una guardería y, años más tarde, se convirtió en miembro de eso que los periodistas brasileños bautizaron como el “grupo de intelectuales de la favela”, una generación que hizo cursos prefacultativos comunitarios y consiguió becas para estudiar en universidades reputadas.
En 1998, a los diecinueve años de edad, Marielle fue madre. Ingresó a la carrera de ciencias sociales de la Pontificia Universidad Católica y, dos años más tarde, se inició en la militancia. El golpe que despertó al animal político que habitaba en ella provino justamente de un arma: el año 2000, una de sus mejores amigas fue alcanzada por una bala perdida en un tiroteo entre narcos y policías militares.
Como si ser periférica, madre soltera y de piel oscura no le bastara, Marielle se enamoró de una mujer. Su viuda se llama Mónica Benício y la conoció en una excursión a Saquarema el año 2003: el mundo era joven –Brasil, un infante prejuicioso– y ver a dos mujeres amándose en plena calle provocaba indignación, violencia (o ambas).
–Tuvimos un año de relación como amigas hasta entender que aquello era más que amistad –dice Mónica en una entrevista a la BBC Brasil–. Por influencia religiosa y por el contexto en el que vivíamos, no entendíamos bien lo que estaba pasando. Hasta que un día sucedió… un beso.
Con ese historial, resultaba imposible que Marielle no interviniera en la realidad que la rodeaba. Combatió desde la militancia y la academia. En 2014 defendió la tesis de maestría titulada: “UPP: la reducción de la favela a tres letras” (en referencia a la Unidad de Policía Pacificadora, proyecto estadual que pretendía instituir policías comunitarios en las favelas, pero que devino en un incremento de violencia).
Consciente de que sus investigaciones serían vanas si no las fusionaba con militancia activa, en 2016 candidateó a la concejalía de la ciudad de Río de Janeiro junto al PSOL (Partido Socialismo y Libertad). Esperaba obtener 6.000 votos y acabó siendo escogida por más de 46.000 electores: la quinta concejala más votada de todo el Estado.
Como autoridad electa, se concentró en defender los derechos de los históricamente rezagados: los negros, las mujeres, los homosexuales. Fue una crítica feroz de la intervención militar decretada en febrero. De hecho, si uno guglea bien, no hay entrevista en la que Marielle no cuente qué se siente despertar con un tanque de guerra haciendo ruido en tu calle.
Marielle denunciaba, insistía, jodía, se hacía escuchar.
Jodió tanto que logró convertirse en la relatora de la Comisión de la Cámara de Concejales de Río, creada para hacer seguimiento a la actuación de las tropas militares en la intervención federal.
Jodió tanto que algunos se incomodaron.
6
Y la ejecutaron.
Se lloró, cuánto se lloró. Aun así, ni toda la sangre derramada ni todas las lágrimas del mundo parecen ser suficientes para que la polarización ideológica que divide a los brasileños baje sus decibeles.
Cada hecho, cada tapa de periódico, cada comentario aleatorio capturado en el bar o en el metro, cada post en las redes sociales, me han convencido de que gran parte de los problemas por los que atraviesa una sociedad –y, por lo tanto, gran parte de los métodos que se utilizan para resolverlos– empieza con simples palabras. El verbo importa: se reproduce, se transforma en idea, sentido común, pensamiento dominante, hábito, prejuicio, política, ley.
Mientras la afabilidad for export de los agentes de turismo y gringos de todo el globo da la impresión de un Brasil sosegado y hasta inofensivo, los verbos del Brasil político mantienen una tónica marcada por el odio, cada vez menos sutil, y que se foguea en las redes sociales. Apenas se conoció la noticia del asesinato de Marielle, Marília Castro Neves, una jueza del Tribunal de Justicia de Río de Janeiro, comentó que Franco había sido asesinada por tener vínculos con narcotraficantes.
“Marielle fue electa por el Comando Vermelho (la mayor organización criminal del Brasil) e incumplió ‘compromisos’ asumidos con sus patrocinadores. Cualquier cosa diversa es charlatanería de la izquierda intentando agregar valor a un cadáver tan común como cualquier otro”.
En el Brasil de hoy domina la idea de que la izquierda y los valores que ésta defiende son los grandes culpables de la crisis en la que está sumergido el país. Idea aceptable hasta cierto punto, pues tras 13 años de gobierno del PT –partido encabezado por Lula– la inseguridad y los casos de corrupción no han hecho otra cosa que crecer. El problema surge cuando el descontento de la población alcanza tal magnitud, que cualquier discurso proclive a la inclusión –como lo es el de Lula da Silva y sus seguidores– es rechazado con una ferocidad que asusta. Ocurrió con Marielle y ocurre con cualquier defensor(a) de los derechos humanos: di que estás a favor del matrimonio igualitario, que eres feminista, que te preocupa el medio ambiente, que luchas por los derechos de los pueblos indígenas o que simplemente prefieres el arte a las ciencias exactas, y, a ojos de una gran porción de brasileños –sobre todo de los seguidores de Jair Bolsonaro, el diputado evangélico vinculado a la dictadura, que está detrás de Lula en las encuestas para las presidenciales– serás un comunista cuya visión de mundo está convirtiendo al Brasil en una segunda Venezuela.
“Marielle vive”, se lee en el sticker que pego en mi camisa. Hago fila en la panadería. La mujer que está delante mío mira mi adhesivo, mira mi cara y frunce el ceño:
— “Estos comunistas”— murmura.
Quiero decir algo, pero guardo silencio. Para qué negarlo: aquí soy un comunista. Nunca he leído un libro completo de Marx, nunca he militado en ningún partido político, pero, según el izquierdómetro de los conservadores brasileños, ser extranjero y defender un par de cosas me convierten en amenaza para el país desarrollado con el que sueña gran parte de la población. Una población que piensa que lo que sucedió con Marielle “no es para tanto”.
7
15 de marzo de 2018. Cinelândia, centro de la ciudad. La noche calienta con el ardor propio del final del verano. Cientos de personas sostienen carteles con la cara de Marielle Franco: “Paren de matar a la población negra”. Mujeres de rojo. Banderas del PT. Hombres con minifalda. Gente que se toma selfis, que bebe cerveza, que habla de política, ríe a carcajadas.
La concentración surgió en las redes sociales minutos después de que la noticia del asesinato se hiciera viral. Vine en compañía de dos amigos, Luiz y Anderson. Luiz critica lo festivo de la protesta. Anderson se queja del calor y dice que lo que más quiere en este mundo es una cerveza helada. Los vendedores de alcohol tienen un radar para los eventos: en el entendido de que toda lucha necesita de un fiel Sancho Panza, los vendedores de cerveza cumplen la función de nobles escuderos de los izquierdistas brasileños.
Como buen paceño acostumbrado a las gasificaciones y a las marchas que paralizan un país entero, siempre me ha parecido que las manifestaciones cariocas carecen de la furia necesaria para transformar la realidad. Se me hacen tibias, desprovistas de rabia. Paren de bailar, me digo, paren de ser felices. Cadê a indignação? Pero nada. En vez de eso, dos mujeres de cabello crespísimo se besan apasionadamente mientras un hombre captura el momento con su celular.
Hace algunas semanas, un mensaje homofóbico fue hallado en la pared de un baño de la universidad estadual. En respuesta, los estudiantes de la carrera de artes visuales organizaron un “beijão” masivo: una concentración en la que los manifestantes besaban a personas del mismo sexo a modo de protesta.
La resistencia brasileña tiene formas que los bolivianos desconocemos: cerveza, alegría, sonrisas, amor. Esta noche, mientras observo el beso de esas dos mujeres negras, me doy cuenta de que, después de todo, las armas de la izquierda brasileña no son tan inútiles como pensaba.
¿Cómo responder al odio sino con amor?
¿Acaso la lucha de Marielle Franco –y de tantos “comunistas”, “victimistas” y “feminazis”– no es un movimiento impulsado, precisamente, para besarnos más y mejor?