Es de esos seres que todavía existen en urbes como La Paz. Llegan tras larga caminata hasta tu puerta, tocan y te dejan productos alimenticios que agradeces, además de recordarte que te conocen desde hace tantos años que son un poco parte de tu vida. Así es Benita.
Debe estar cerca de los ochenta años de edad. Desde hace más de veinte que vende quesos frescos y huevos criollos del altiplano, que deja en las casas de familias de la zona Sur de La Paz. Camina largas distancias con los productos sobre las espaldas.
Ahora, ya encorvada, avanza lentamente mirando sus pies cansados. Su rostro surcado por innumerables arrugas está enmarcado por pocos cabellos desordenados y blanquinegros, recogidos en dos trenzas ralas que desaparecen bajo el atado que carga.
Cuando le compras un queso, sonríe y notas que le faltan dientes. Te sostiene la mirada con esos ojos negros empequeñecidos por la vejez; te habla y muchas veces no te escucha por la sordera avanzada. No importa cómo, nos entendemos porque ella habla el lenguaje de la calidez.
Su energía se siente desde que toca el timbre. Insistentemente. “¿Quién es?”, preguntas aunque ya intuyes la respuesta: “La Benita”.
Sus manos siempre están tibias. Es de las personas que toca las tuyas al saludarte. Después te pregunta cómo estás y cómo están los tuyos, nombre por nombre o detallando algo que probablemente tú ya ni te acuerdas. Te das cuenta entonces de que no sólo le interesa ser amable, sino que te toma como parte de su vida, así como ella es, luego de tantos años de ser caseras, un poco parte de la tuya.
Hay confianza. Un par de veces, al no haber acudido nadie a atenderla, entró hasta la cocina y dejó en el refrigerador dos quesos “a cuenta”. Por supuesto, mi perro Ramón no se inquieta, pues la conoce muy bien desde que era un cachorro y la recibía brincando y moviendo rápidamente la cola.
Cuando se le invita un vaso de agua o un plato de comida, sabes que su “gracias” viene de un cuerpo que camina, muchas veces bajo el inclemente sol de las alturas de La Paz.
Benita es viuda, tiene una hija y un nieto. Sebastián es el niño de sus ojos, la persona en la que seguramente ha proyectado los sueños que cumplió y también los que no pudo cumplir. Cuando habla del pequeño se le ilumina la cara y repite: “Tiene que estudiar para vivir mejor”.
Sus despedidas son muy simpáticas; no tiene ningún problema en preguntar si vas a salir en auto para echarle un aventón. Cuando la llevo, hablamos un poco más, yo a gritos. Al momento de bajarse, siempre me dice algo que me encanta: “Que te cuide el Dios”.