¿Un cuento podrá ser culpable de la suspensión del carnaval? Quizá un escritor orureño sea más odiado que el murciélago que inició el fin del mundo conocido.
Fotografías Marcelo Meneses
La mayoría de los orureños nace en febrero, porque en Oruro es febrero todo el año. Oruro, ante todo, no es un lugar, es un estado mental. Creo que es por esa razón que mucha gente que viene por acá ha visto los bordados y las lentejuelas, pero quizá no ha visto el Carnaval de Oruro (así, con mayúsculas); o no ha sido consciente del carnaval invisible. Ahora que este año el carnaval va a ser más invisible que nunca, vale la pena hablar de ello.
Los orureños vemos el carnaval de un modo distinto. Si podemos recordar, por ejemplo, la teicoscopia de Helena en el canto tercero de la Iliada, veremos que hace una descripción de los guerreros afuera de la muralla haciendo mención a su origen y genealogía; Agamenón hijo de Atreo, Odiseo hijo de Laertes, Áyax Hijo de Telamón, y así sucesivamente.
Del mismo modo, desde las tribunas del carnaval, mientras la gente piensa que ve la Gran Tradicional Diablada Auténtica, nosotros estamos viendo la diablada de los matarifes y de la familia Corrales. Mientras pasa la Diablada Tradicional Oruro, nosotros estamos viendo a la familia Zabaleta. Mientras la gente grita ¡fuego! al paso de la Diablada Artística Urus, yo estoy viendo a mi amigo Fico, hijo de Freddy Céspedes, el mejor diablo que conocí en mi vida, que bailó cuarenta años, desde el vientre de su madre, y giró en pirueta maravillosamente sobre una pequeña mesa del Bar La Nave del Olvido, que a su vez fue hijo de don Julio Céspedes, que murió un día sábado de Carnaval, viendo la transmisión del carnaval en su cama, esperando la diablada que hubo fundado, y que gritó: ¡Mi pañueleta!, y la agitó al ritmo de la banda para dar el último suspiro; que estuvo a su vez casado con doña María, hija de Juan Herbas, quien dio su casa en la calle Herrera, a las faldas del Faro de Conchupata, para la fundación del nuevo conjunto, tras separarse de la extinta Diablada de Artes y Letras, de don Julio Quintanilla.
…desde las tribunas del carnaval, mientras la gente piensa que ve la Gran Tradicional Diablada Auténtica, nosotros estamos viendo la diablada de los matarifes y de la familia Corrales. Mientras pasa la Diablada Tradicional Oruro, nosotros estamos viendo a la familia Zabaleta.
Algunos pueden ver solo las máscaras, pero nosotros estamos viendo pasar el río de nuestra historia. Me parece que antropológicamente ya estamos de acuerdo con que el supay no es un demonio, sino más bien el espíritu de nuestros ancestros. Y por eso, en toda su simbiosis, la diablada es una danza de fecundidad y de muerte, de lluvia y expiación. Y ese verdadero argumento invisible es el que pasa a través de los años por nuestras calles, y nosotros, cervecita en mano, estamos diciendo aquí en la morenada Zona Norte baila el Rolito, hijo del Rolo, que baila desde hace 40 años en los Cocanis, y nos sacamos foto y le sacamos foto, y nos tomamos un “salud” y dejamos que el moreno pase con su compás de matraca, como el crujir de un reloj eterno.
Y podemos llegar a extremos de saber si las máscaras son hechas por la familia Flores o la maravillosa mano del extinto artesano Félix Aguilar, o reconocer los bordados según el número de cabezas que tengan sus dragones. Recuerdo que una vez, en una conferencia, alguien trajo una foto de unos morenos del Gran Poder y se hizo nomás reñir por la audiencia, entrenada para distinguir incluso si la bota de esos morenos era de talla 40 o 42.
Y podemos llegar a extremos de saber si las máscaras son hechas por la familia Flores o la maravillosa mano del extinto artesano Félix Aguilar, o reconocer los bordados según el número de cabezas que tengan sus dragones.
Somos fanáticos, y de ahí que nace el reprochado fundamentalismo orureño. Y sí, hay cosas que se ven, pero no se ven, y nuestro amado poeta Héctor Borda Leaño sí las podía ver:
“Cuando nuestros carnavales eran más sucios
digamos más hediondos,
digamos más Suramérica, más Oruro, más magia,
más misterio,
más Wawichu Zaconeta, más Q’apichón Quintanilla,
más Negro Zabaleta,
más Thanta Oso Méndez,
más Ángel Salazar,
menos ordenanza municipal, menos mascarada del CAN,
menos gringas culonas, menos fotografía,
menos turistas, menos cine, menos Coca Cola
menos vendedores de trampas y agonías”.
Este año, todas esas trampas y agonías se quedan fuera de la ciudad y quedamos nosotros, el carnaval invisible, el caudal de la sangre que bulle y que está en su torrente en una trampa de tiempo que también es un poco complicada de explicar.
Los últimos años hemos tenido malos comentarios por el hecho de haber seguido bailando después de la caída de las pasarelas y de la bomba. Y este año también bailaríamos, porque nuestra programación mental es indiferente a esos sucesos, por eso casi nunca hemos podido parar. Esta debe ser la primera vez que el carnaval se suspende desde la Guerra del Chaco.
Ahora, no sé lo que pueda ocasionar en nuestro reloj de vida, porque el carnaval cumple con un rol que corresponde a lo que se llama principio entrópico, en el cual nuestro orden se desordena para volver a cumplir con el ciclo eterno. Como la profunda raíz de la fiesta del carnaval tiene base en los acontecimientos agrícolas y cósmicos, algo le ha de pasar a nuestro tiempo y a nuestra sicología social.
Los últimos años hemos tenido malos comentarios por el hecho de haber seguido bailando después de la caída de las pasarelas y de la bomba. Y este año también bailaríamos, porque nuestra programación mental es indiferente a esos sucesos…
Así como nos dicen los hermanos del campo: Si tienes vaquitas, la vaquita no conoce sábado, domingo ni feriado, igual nomás tienes que hacerle pastar. De igual modo es el carnaval de Oruro, es como un gran animal mítico al que debemos alimentar año con año para que podamos tener cordura social.
Este año es como si nuestro reloj se hubiera parado. Es como detenerse dos minutos antes de la media noche y sentir que el instante, el suceso que hace que las cosas pasen de un estado a otro, nunca llegará. Nuestro reloj cósmico está descompuesto.
El carnaval es nuestra larga herencia animal sublimada a niveles extraordinarios. Si entendemos a nuestra ciudad como un gran animal, entenderemos que el tiempo del carnaval es su celo dorado. Si lo entendemos como una planta, lo entenderemos como una flor que brota una vez al año. Como el cactus que en la pampa agreste se da el lujo de florecer. Es la misma imagen. El carnaval es nuestro derecho de sacar lo extraordinario de cada ser a la vista de los otros, incluido su detalle barroco en lo grotesco de caos y borrachera, también hipocresía.
Es el profundo instinto que no nos permite volvernos locos, porque hay experiencias sociales e íntimas. Bailar es también una fórmula de invisibilidad. Dentro de la máscara, se experimenta la soledad como nunca la has sentido. La música pasa a segundo plano y el bombo y tu respiración vuelcan tu persona hacia ti mismo. Afuera de ti, la gente ve un diablo bailarín; adentro de ti, estás por fin contigo en un sitio recóndito donde nadie te ve, donde no existe el disfraz de todos los días, la apariencia hacia nadie, estás disfrazado para afuera, pero hacia adentro, el disfraz de todos los días ha dejado de existir. Anulas tu ser común y corriente y vives libre de ti mismo por un tiempo. Cuando llegas al socavón, te quitas la careta y regresas a ti; un choque terrible cuando toda tu personalidad te vuelve a invadir y vuelves a ser tú. Lo interesante es que tienes que hacerlo delante de toda esa gente que conoces o crees conocer y que cree que te conoce también. Si no fuera así de íntimo y social, creo que no tendría el mismo efecto. Si alguien lo hiciera solo, no se daría cuenta de si lo hace o no.
Dentro de la máscara, se experimenta la soledad como nunca la has sentido. La música pasa a segundo plano y el bombo y tu respiración vuelcan tu persona hacia ti mismo.
Entonces, ¿cómo sobrevives a la ausencia de ese sentimiento del cual te has hecho individual y socialmente dependiente?
Creo que la pandemia ha causado ya efectos sicológicos en el mundo de manera muy sensible. Y a nosotros, en particular, nos aleja de un tiempo que hicimos sagrado.
Nuestra sociedad se basa en rito, mito y ritmo. Es, en lugar de nuestro ecosistema, nuestro mitosistema. Como la poesía, son el conjunto de mentiras que nos permiten vivir. La permanencia ineludible de una percepción del conjunto de las cosas. Una preparación delicada de un encuentro con uno mismo en lo mejor de sí.
Además, a eso hay que sumarle el fenómeno de la nivelación social como mecanismo de convivencia que se desarrolla al interior de los conjuntos, donde si un militar baila a tu lado, puedes decirle con todo derecho “cállese”, porque somos todos hermanos hijos de la Virgen; y el que junta menos puede tener el mismo derecho de voto que quien junta un poco más, porque hay una autoridad de la comunidad, a nombre de lo divino, superior a la relación humana formal en el mundo aparente de la normalidad. Es un complicado sistema de prestigios distintos, seguramente mutados de las organizaciones comunitarias ancestrales.
Últimamente, mis amigos y familia me culpan por lo que pasa, ya que el 2012 se me ocurrió escribir un cuento llamado “El día que no hubo carnaval”, publicado en 2015, donde relato la sicosis de lo que eso podría significar.
Las razones en el cuento eran distintas, y se parecían mucho más al año en que se cayó la pasarela, porque me enfoqué en las consecuencias de lo que podría pasar si se le diera un golpe a todo ese mecanismo sicosocial que se fue construyendo en Oruro con el paso del tiempo.
Sin embargo, aun si no hay carnaval este año, hay ritos ineludibles que no podrán ser soslayados. Seguramente habrá ch’alla en la mina, en los campos y las oficinas; y pasaremos del carnaval invisible a un retorno del carnaval clandestino.
Es como si el 2020 y el 2021 fueran un año siamés, unido como dos papas. Un año extraño y algo defectuoso. Un año que durará dos años antes de que se cumpla el ciclo y llegue el punto de diástole social. Una sístole más larga, un año sincopado. Una anomalía.
Dado todo lo expuesto, si nos preguntan: “Oye, orureño, ahora que no va a haber carnaval, ¿qué vas a hacer con tu vida?”. Pues la respuesta es simple: no tenemos la más remota idea.
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