Por Fadrique Iglesias Mendizábal y Marcelo Martínez
Un caso de custodia familiar se enreda en una maraña que parece de ficción. La masacre en la cárcel de El Abra, El Tancara, una madre con prontuario en Estados Unidos, dos niños prisioneros… Este trabajo finalista del Premio Nacional de Crónica Bartolomé Arzáns de Orsúa y Vela es un ejemplo de crónica negra con su alta dosis de suspenso.
Ilustración de Antagónica Furry
(* Algunos de los nombres utilizados en esta crónica han sido cambiados para salvaguardar la identidad de los menores implicados en ella).
Federico (*) tiene a sus 43 años el cuerpo de un gimnasta juvenil. Menudo y robusto, de hombros amplios y pelo firpo, viste ropa deportiva gris sintética y zapatillas blancas. Se sienta en el café de un viejo cine, cerrado por la pandemia, donde ha sido citado para algo que no disfruta: recordar las densas aguas judiciales que ha navegado para recuperar la custodia de su hijo en 2014.
Federico llegó a EEUU en 1994 junto a su familia, con 16 años, sin saber inglés, empujado por una ola migratoria causada por los años inflacionarios en Bolivia y por el despido de su padre. Luego de egresar de una escuela pública de Arlington, Virginia, comenzó a estudiar contabilidad, pero terminó por decantarse por la carrera castrense: se enlistó en el Ejército de infantería de marina norteamericano y llegó a ser uno de los casi 220.000 soldados activos y en reserva.
En 2003 le tocó el turno de ser parte de un destacamento de avanzada en la II Guerra del Golfo Pérsico en Irak, como encargado de tácticas para desenredar conflictos; fue parte junto a otros 166 marines de las fuerzas especiales, los que divididos en tres pelotones avanzaban en tanquetas acorazadas. Nadie murió en combate, aunque alguno regresó con lesiones. Los daños emocionales que Federico arrastra son más difíciles de cuantificar.
Tras dejar la marina en 2006, dormir un cuarto de hora sin parasomnia era un premio. Los somníferos y los estados de ebriedad no facilitaban su reposo. Su cuerpo sufría estrés crónico desde que desembarcó en la base de Kuwait, a bordo de un avión Lockheed C-5 Galaxy, y quedó encerrado en un compound entre esquirlas y explosiones.
Consumido por la vida desordenada, de vacaciones en Miami acompañó a un amigo a una fiesta de bolivianos en la que conoció a la que sería su esposa, una vieja conocida en registros policiales de Bolivia y Estados Unidos: María L. (*).
Es agosto de 2021 y han pasado 18 años desde la Guerra de Irak, 15 desde que Federico dejó el Ejército y conoció a María L., y siete desde que su hijo fuera secuestrado.
Son días de pandemia y el padre nota algo raro en su extracto bancario. Transacciones que no reconoce y que apuntan, según él, a su exesposa. Los cobros reviven viejos insomnios al imaginar que la madre de su pequeño Freddy aparecerá un día a la salida del colegio.
Su vida se ha normalizado: no va a terapia psicológica ni consume fármacos, pero no descansa porque una sombra sobrevuela sobre su reciente tranquilidad familiar, pues nuevamente está en riesgo la custodia de su hijo Freddy (*).
Son días de pandemia y nota algo raro en su extracto bancario. Transacciones que no reconoce y que apuntan, según él, a su exesposa. Los cobros reviven viejos insomnios al imaginar que la madre de su pequeño Freddy aparecerá un día a la salida del colegio en Fairfax, Virginia, tras sus gafas de sol, pelo oscuro con rayitos rubios, uñas cuidadas y esa sonrisa tan seductora como enigmática.
Freddy, de 14 años, lleva una vida normal entre la escuela y las clases de soccer. Sus amigos jamás creerían que vivió en una prisión de máxima seguridad en Bolivia, en la celda del criminal más peligroso, ni que allí presenció, a los siete años y en una fiesta con alcohol, un tiroteo y tal violencia que acabó con cadáveres descuartizados en medio del patio de reclusos. La pesadilla para el niño duró de febrero a octubre de 2014, año en que dejó Bolivia y su padre recuperó la custodia. Desde entonces, no ha sabido más de su madre, de su hermano ni de ese ya lejano enredo legal que ha heredado sin quererlo.
Para todo contador en EEUU, el primer trimestre de cada año concentra la carga laboral anual, pues es cuando se entrega la declaración de impuestos. Esos días se volvieron tormentosos para Federico, quien luego de servir en el Ejército comenzó a trabajar como financial advisor. Las primeras semanas de 2014, el mayor reto de su vida ya no era sobrevivir a una guerra en Medio Oriente, sino recuperar a su hijo de los escondites y el embrollo judicial que su exesposa había tejido.
María L., a sabiendas de la saturación laboral de su esposo y luego de varios meses de progresivo desgaste en la relación, había considerado que sus hijos Freddy y Richard —producto de una relación previa— no debían verlo más. La urgencia en la decisión unilateral de volver a Bolivia tuvo que ver con una orden de deportación en su contra, que había quedado pendiente tras cumplir María L. una sentencia por narcotráfico y reingreso irregular a Estados Unidos.
Sorprendido, Federico tomó un avión a Bolivia y trató de contactar a su exesposa sin éxito, por lo que interpuso una denuncia ante la Fuerza Especial de Lucha Contra el Crimen de la Policía, el 27 de febrero de 2014. Acongojado, se vio solo en un país que ya no reconocía y ante lo que hasta ese momento suponía una posibilidad remota: su hijo biológico, Freddy, de siete años, y su hijo adoptivo Richard (*), de 14, desaparecerían con su madre sin dejar rastro.
La primera semana de marzo de 2014, María L. concedió un efímero encuentro entre los cuatro, en una heladería en Cochabamba, para festejar su cumpleaños; sería la última vez que se verían las caras en un vis-à-vis familiar. El alejamiento y las progresivas disputas desembocaron en una sucesión de denuncias y en la aparición de un nombre popular en los juzgados y crónicas rojas de la prensa cochabambina de esos años: Edgar Ariel Tancara Sandagorda, alias El Tancara, despiadado reo que repartía justicia, dinero y castigos en la cárcel de máxima seguridad de El Abra.
Sin importar el precio, Federico necesitaba conocer respuestas ante la desaparición de su hijo y, para ello, un detective pagado siguió a su exesposa y obtuvo información sobre los colegios por los que ella peregrinó para evitar la trazabilidad de la Policía. La investigación le permitió comprender la compleja estrategia de María L. después de la inesperada matanza en el festejo de Urkupiña, en el Abra, el 14 de septiembre de 2014, y la sobrevenida necesidad de ocultar a Freddy en Nebraska, con su madre, previo paso por México.
Para ello, ella acudió al consulado de aquel país en La Paz por un visado para el niño. El 25 de septiembre de 2014, Federico desde el despacho del cónsul mexicano, adonde fue en busca de pistas, observó absorto, a lo lejos, que María L. se acercaba a una ventanilla a entregar el pasaporte de su hijo. La mujer, más atónita aun, salió corriendo de la oficina hacia la calle, seguida por Federico, quien, evitando el contacto físico, trató de acorralarla hasta que la policía les diera encuentro. Aquel día María L. entró en prisión por cargos de intento de secuestro y trata de menores.
Detenida en La Paz, el juez autorizó su traslado a Cochabamba y posterior reclusión en la cárcel de San Sebastián. Allí siguió negándose a revelar el paradero del niño, hasta que a Federico, al borde del colapso, se le ocurrió una idea capital: amenazarla con un proceso por homicidio si ella no revelaba el paradero del menor. El susto resultó más persuasivo que la súplica: María L. reveló que Freddy estaba aterrizando en Nebraska, acompañado de su tía, burlando una orden de búsqueda de la Policía y el arraigo expedido por la Dirección de Migración.
Esconder a un niño donde nadie lo buscaría
Federico prefirió no escarbar más en la memoria de su pequeño Freddy, confinada como él en los escondites que preparaba su madre. Tampoco ha vuelto a tocar el tema ahora que su hijo tiene 14 años. Él sí recuerda los crudos testimonios de los niños la semana posterior al hecho que desencadenó decenas de titulares en la prensa nacional, y también la huida de Freddy, durante la ya mítica matanza del día de Urkupiña de 2014 en El Abra, la que terminó con cuatro muertos, 11 heridos y varios fugados.
En una declaración como testigo ante la Fiscalía Departamental de Cochabamba, a pocas horas del hecho luctuoso, Richard reconocía el deterioro en la relación familiar y la repetida ausencia de su madre, los frecuentes traslados de domicilio y los cambios de colegios.
Detenida la madre en La Paz, el juez autorizó su traslado a Cochabamba y posterior reclusión en la cárcel de San Sebastián. Allí siguió negándose a revelar el paradero del niño, hasta que al padre se le ocurrió amenazarla con un proceso por homicidio si ella no revelaba el paradero del menor.
Tras los años en Estados Unidos con Federico y la posterior deportación a Bolivia, María L. retornó a la universidad y comenzó unas prácticas en criminología. Allí fue donde todo comenzó a cambiar para Richard. Pasó de la lejanía a la sospecha constante, al misterio. Al desinterés inicial de María L. por sus hijos, siguió la irritación, las discusiones y los gritos. Y luego, lo peor: las rejas y el puño de hierro de El Tancara. Así lo recuerda Richard en su declaración a la Fiscalía1:
—Me enteré de que estaba saliendo con un Ariel, que me iba a caer muy bien… Pregunté quién era, ya que en varias ocasiones le escuché a mi mamá hablar por celular hasta tarde… Mamá nos llevó a Freddy y a mí en la camioneta de mi padre a conocer al supuesto tío. Llegamos a un lugar como una casa grande, con mallas y un letrero que decía Régimen Penitenciario de El Abra. En la puerta estaba un hombre medio gordo, de estatura mediana, moreno, con manchitas en su cara, de pelos lacios parados, con un polo de cuello azul, jeans y tenis. Bajé del auto y me dijo con su voz ronca “Richy”… Desde aquel día, mi mamá nos llevaba continuamente a visitar a Tancara, con quien enamoraba… Hacía ahí dentro lo que quería, parrilladas, fiestas, metía tragos, drogas, diciendo que era para el kiosko. Lo sé porque una vez mi mamá le compró cosas, las llevamos en el auto y las escondimos debajo de los asientos. Ariel hacía pasar… Le hizo una fiesta a mi mamá donde ella se emborrachó terriblemente. Yo fui a buscar a mi hermano. Ella me dijo que nos fuéramos a dormir al cuarto del Tancara. No era la primera vez que me quedaba, constantemente íbamos. Ni pedían que nos registremos al ingresar. Decían que yo era hijo del Tancara.
En el penal, los escoltas empuñaban bates y estaban acompañados de virulentos canes. El Tancara mandó a unos hombres a alistar mesas y les sirvieron un plato de fricasé. Richard recuerda al hombre como un tipo gracioso, pero intimidante cuando caminaba con guardaespaldas. María L. le repetía que no se preocupara, que estaba en buenas manos.
El relato más crudo de Richard remite a una discusión con su madre por la que decidió castigarlo aplicando un correctivo atípico: mandarlo unos días a El Abra como interno —aunque la norma no lo permitiese— para que adquiriese hábitos de disciplina con el jilakata, es decir El Tancara, el hombre que decidía quién merecía vivir y en qué condiciones. Para Richard, Tancara tenía en El Abra un estatus monárquico, casi mitológico, y trataba a su madre en consecuencia.
—Mi mamá me llevó con él personalmente y me dejó ahí dentro. Él a veces me pegaba… me reñía, me quería controlar… tratando de educarme, me insultaba y me hacía sentir mal. Mi mamá se quejaba de mí. Un día que ingresé al penal me pegó con un palo porque mi mamá se había quejado, y me dijo que debía portarme bien. No le pegaba a mi hermanito, sólo a mí, varias veces.
Freddy, de 14 años, lleva hoy una vida normal. Sus amigos jamás creerían que vivió en una prisión de máxima seguridad en Bolivia, en la celda del criminal más peligroso, ni que allí presenció, a los siete años y en una fiesta con alcohol, un tiroteo y tal violencia que acabó con cadáveres descuartizados.
Sin noticias de Federico, quien desconocía esa situación, sin la compañía de su madre, con la intermitencia de ver a su hermano Freddy y con la absoluta lejanía de su padre biológico, Richard soltó su última reflexión ante el compulsivo tecleo de la fiscal Corrales que tomaba declaraciones unas horas después de la matanza:
—Mi mamá parece que no piensa lo que hace. Estoy muy preocupado por la situación de mi hermanito Freddy, no sé hasta ahora dónde está… mi mamá siempre está huyendo, cambia de casa, su estadía es corta en cualquier lugar. Tengo miedo. Me dijo una vez que tiene un amigo que le ayudaría a pasar la frontera de México a Estados Unidos, entonces no les volvería a ver.
En efecto, a partir de ese mes, Richard no volvería a ver nunca más a su hermano Freddy, a quien aún recuerda en redes sociales. Tampoco a su padre adoptivo, Federico, y eventualmente decidiría usar solamente el apellido materno.
Festejando a la Mamita de Urkupiña con el Tancara
El patio de reclusos rebosaba de artesanos. Algunos tallaban madera que terminarían erigidas en mansiones como para el porte de perros. Otros cosían manteles, prendas de vestir y balones de fútbol. Algunos, más refinados, armaban maquetas de carabelas y corsarios del siglo XVII.
Quien haya estado en una cárcel boliviana sabe que su infraestructura se asemeja a un gran depósito de trastos. Paredes raídas —algunas de cartón— charcos en los pasillos, esquinas desportilladas y olores intensos. Las tomas aéreas son collages de calaminas y las estructuras internas una serie interminable de adendas que resultan en un laberinto de buhardillas y subterfugios. Ecosistemas feudales donde manda el jilakata que a menudo suele ser un recluso temido y aclamado por sus bases, con el suntuoso botín que ello representa: autogobierno, alquileres onerosos, barra libre para el ingreso de drogas, teléfonos y armas. Si el abundante torrente literario penitenciario ha construido mitos como La Bastilla o Alcatraz, El Abra le ha dado una vuelta de tuerca al concepto, aliñándolo con una sazón de realismo kitsch. Tancara en la cultura local es como un ícono pop, e incluso, ya muerto, es adorado por sus seguidores como el “milagroso”.
En El Abra, nominalmente un reclusorio de máxima seguridad, la oficina de El Tancara era luminosa, con dos camas, televisor de plasma y un puñado de celulares; casi onírica. A sus interlocutores les decía que él era el encargado de disciplina a través de un cartel de madera. Su cortejo lo formaban media docena de delegados superiores que dividían sus comisiones en carpintería, deportes, pabellones, kiosco, disciplina y celdas, acaso la parcela más onerosa por el flujo derivado de este peculiar negocio de bienes raíces con variedad de precios, tamaños y servicios.
Un póster a colores mezclaba una efigie de la Mamita de Urkupiña, notas musicales, comida variada y una burbuja que rezaba “No faltes”, anuncio del gran festejo del 14 de septiembre de 2014.
El hecho, por su carácter insólito, llegó a Euronews y a la prensa nacional. Aquel domingo, el guateque estaba montado y la secuencia de hechos fue frenética.
Se respiraba alegría desbordada y nadie sospechaba que, en unos minutos, en el patio principal estarían expuestas las entrañas de varios reos a la espera de que un policía, médico o ave de carroña borre⁹n el angustioso espectáculo.
Cerveza, coca, whisky y baile. Luego un apagón y el comienzo de la metralla. Horas después se exhibiría, como trofeo, el cuerpo inerte de quien hasta antes de la fiesta era El Delegado: El Tancara.
A punto de llegar el alba, la sangre ya había dejado de fluir y la adhesión plaquetaria resultante en coágulos —fríos— hizo su trabajo de parar la hemorragia. Por la boca de los presos tirados por el suelo rebalsaba una siniestra masa causada por galletas entre sus labios, alfileres incrustados en las heridas y llaves clavadas en las orejas; cuerpos rodeados de heces humanas, todo un perverso ritual carcelario. El día de la fiesta de Urkupiña penitenciaria ingresaron al patio, donde bailaba El Tancara, María L. y otras dos mujeres identificadas como amantes, según la prensa.
“Mi hermanito corre peligro porque estaba entre delincuentes… Temo que haya estado presente en la fiesta donde mataron al Tancara y pueda haberle pasado algo, ya que mi mamá sí estaba en El Abra en esa fiesta”.
En una pelea campal, con disparos cruzados, fulminaron a varios miembros del equipo de delegados: El Tancara, Chila Tigre, El Pilas y Lucifer, este último mano derecha de Tancara y miembro de la Mara Salvatrucha. Richard ya lo había advertido:
—Mi hermanito corre peligro porque estaba entre delincuentes… Temo que haya estado presente en la fiesta donde mataron al Tancara y pueda haberle pasado algo, ya que mi mamá sí estaba en El Abra en esa fiesta. Mi hermano no quiere estar con mi mamá, él es apegado a mi papá, pero ella lo tiene a la fuerza, exponiéndolo a riesgos… Cada fin de semana dormíamos en el penal y ahora se ha escapado mi mamá. No sabemos cómo está mi hermano y puesto que está pensando en volver a EE.UU., corre mayor riesgo.
Desde aquel lejano 14 de septiembre, El Abra ha vivido una tensa calma. El Tancara está a punto de ser elevado a categoría de santo o difunto milagroso. Al menos así lo cuenta la cadena Bolivisión, en cuya nota de 2017 se aseguraba que la gente reza ante su tumba en el cementerio general, la que está flanqueada por una bandera de Wilstermann. Los implicados prefieren olvidar. Richard lo sintió a su manera:
—Me encontré con mi mamá en la morgue; al verle a El Tancara me abrazó y dijo que no estaba bien con mi papá, que él me estaba usando para recuperar a Freddy; ahí me encontré con mi hermana y a ella también le había lavado el cerebro.
Richard da un salto en el tiempo y recuerda:
—Alisté unas cuantas ropas y salí de mi casa… No sabía adónde ir. Me quedé con mi vecina y, luego de contarles todo, me dijeron que no podían tenerme, ya que los ponía en peligro. Llamaron a un tío y me fui con él. Habló con mi mamá y me dijo que vuelva a casa dándome 5 Bs. No quise irme y me quedé donde un mecánico; entré al internet y luego intenté ir a la casa y no me dejaron entrar. Luego Zenobia me dio 40 Bs. a pedido de mi papá que llamó por teléfono y me fui a Tránsito y a la FELCC, pero no hicieron nada. Yo buscaba un lugar donde dormir y llegué hasta la Coronilla y ahí pasé toda la noche al lado de un pitillero. Al día siguiente, gente de la Fundación Estrellas de la Calle me llevó a almorzar. Luego me querían llevar a un hogar y, como me negué, me dieron 10 Bs. para ir donde mi amiga. Su hermana llamó a mi madre. Llegó rápido y me hizo quedar mal delante de ella; me dijo que volviera a mi casa, que sólo era una broma lo de Ariel (Tancara). Nos fuimos y pasé la tarde con mi mamá; le dije que quería irme con mi padre, que ya no aguantaba vivir con ella. Me dejó con mi abuela paterna. Me dejó llorando.
La peregrinación de Cochabamba a Nebraska
Nebraska es el tercer estado menos visitado per cápita de Estados Unidos, pero fue la zona escogida por María L. para agrupar a la familia. ¿La razón? Acercarse a su hermano Dalilo, quien, tras un crimen con arma de fuego en 1997, fue condenado a reclusión en aquel estado donde vive la madre de ambos, Gabriela Pérez.
El Día de Acción de Gracias de 2009, antes de comer el pavo, María L. recibió una orden de deportación ante la incredulidad de su todavía marido. Federico aseguraba desconocer su pasado vinculado a México, donde ella había cultivado contactos y negocios que la llevaron a ser condenada por narcotráfico en Estados Unidos, según sentencia firmada por el magistrado Thomas D. Thanlken el 18 de diciembre de 2009. El dictamen del juez para deportar a María L. contenía además el agravante por reingreso ilegal a Estados Unidos, notificado por el Departamento de Estado en julio de 1999, en el marco del llamado Plan Colombia.
Aquel episodio fue el comienzo de una huida que jamás pudo detener. La idea de un sistema de justicia maleable que María L. tenía en Bolivia chocó frontalmente con la realidad de las cortes y juzgados norteamericanos, implacables con aquellos que no entienden las grietas del sistema.
María L. llegó a Estados Unidos el 2000. Luego de haber pasado por la cárcel, su boda con Federico en 2006 y su divorcio en 2014 con inmediato retorno a Bolivia, su vida se volvió un frenético tránsito por un laberinto de callejones ciegos.
Ante el fallido plan de esconder a Freddy de su padre, y luego de los incidentes en El Abra, donde públicamente se conoció que en la masacre varios niños huyeron del centro penitenciario, María L. dio un paso más: decidió enviar al niño con su madre Gabriela, cuyo domicilio estaba en el barrio obrero de Vinton, Omaha (Nebraska), los días posteriores al 15 de septiembre.
La víspera de Halloween y una salida a contrarreloj
Desesperado, Federico, sabedor de que su hijo estaba en Nebraska —tras el episodio del consulado mexicano—, decidió volver a Estados Unidos para encarar un juicio por la patria potestad del menor. Allí, las autoridades judiciales sólo conocían una disputa matrimonial más. Pero faltaba una pieza: un testigo que corrobore su terrible versión de lo ocurrido en Bolivia. Contar del secuestro y confinamiento de Freddy en El Abra, los palos recibidos de manos de El Tancara, el acoso psicológico y la negligencia de la Policía fueron parte de una verdad difícil de digerir para un juez anglosajón a 10.000 kilómetros de distancia. Federico decidió jugar su última carta: pidió al Consulado de Bolivia en Washington que respaldara los antecedentes de María L. y los incidentes en Bolivia.
Sin levantar revuelo, como si de una traducción oficial se tratara, ese 24 de octubre se asomó por las puertas de cristal del consulado un Federico reposado, con gestos de jugador de póker y una historia que no merecía tranquilidad. Solicitó hablar con el cónsul. Con precisión casi periodística, en un castellano americanizado y maquinal, expuso su amarga experiencia, muy atenuada, con descripciones reducidas a episodios concretos y precisos en cuanto a lo que solicitaba: compañía oficial para validar su relato, lejos de la capital, en un juzgado de Nebraska.
Su ropa deportiva disimulaba el cansancio acumulado y hacía juego con el fólder amarillo que llevaba bajo el brazo, ya pálido por el desgaste, a punto de explotar por los cientos de folios apelotonados. Con la misma calma de su voz, depositó el contenido del fólder sobre la mesa del funcionario, y en él sus últimas esperanzas.
La carrera por recuperar la guarda de Freddy se volvió una partida de ajedrez. Federico debía defenderse primeramente de la familia de María L., que lo acusaba por amenazas de muerte para conseguir la orden de alejamiento en su contra, hecho que él negó rotundamente.
El 30 de octubre de 2014, al marine le temblaban las manos, no por temor respecto de su integridad física —confiaba en el sistema norteamericano—, sino por entrar en un territorio desconocido: el jurídico. Las armas: su abogado y la buena fe de los servicios sociales.
Parapléjico, con canas cargadas de experiencia, el Dr. Douglas R. Switzer fue a quien Federico encargó la importante misión. La estrategia consistía en conseguir que un juez instalase un juicio de urgencia, en el cual se valorara los incidentes de Bolivia.
Han pasado varios años desde aquellas memorias y Federico recuerda a diario una difusa mancha de tres puntos de quemadura por cigarrillo que le infirieron a Freddy en El Abra, algo que seguramente el niño ignora.
En una escena surrealista, mientras el juez se colocaba su toga, Federido buscaba la sala donde se llevaría a cabo la audiencia judicial, en la 5º planta del edificio, luego de la sesión en la primera planta de Child Protective Services, donde se habían vertido duros testimonios. Simultáneamente, la defensa de María L. buscaba ganar días con otra denuncia rocambolesca dirigida a detener el proceso o al menos devolverlo al punto inicial: foster care, un arreglo de vivienda temporal subsidiada, donde Freddy había terminado al volver de Bolivia. Pero esta vez Federico y su abogado tenían las tintas cargadas y se rodearon de voces de peso para que se verificara su tesis. Si la trabajadora social de Omaha, Marcie Bergquist, podía afirmar que el niño corría peligro, y si el cónsul general de Bolivia era capaz de convencer a la abogada de Child Protective acerca de los aterradores incidentes ocurridos en 2014, entonces el juez firmaría la sentencia final: “… el menor debe ser entregado a la custodia de su padre biológico”. El astuto Switzer dio un paso más: la coordinación con la familia de acogida de foster care que preparó el discharge y la protocolaria despedida, tan formalista como necesaria, para que Freddy se reuniera con su padre.
Aquel 30 de octubre, víspera de Halloween, la pesadilla de Federico parecía llegar a su fin, o al menos a una pausa. Sin embargo, padre e hijo debían salir de Nebraska, anticipándose a una réplica legal de la familia de María L. que pudiese congelar el caso. Con celeridad, la corte de Nebraska validó la información de Bolivia. Inmediatamente, Federico fue a recibir al menor, a la espera de la rúbrica del juez en la sentencia. Ambos, sin tiempo de descargar emociones contenidas, salieron con rumbo a Virginia.
La estancia de María L. en la cárcel de Cochabamba por secuestro del menor no llegaría a prosperar, ya que la demanda de Federico fue desestimada en cuanto recuperó al niño y decidió no saber más de Bolivia.
“La Fiscalía mandó el caso a la Corte Suprema porque el denunciante no lo ha seguido”, supone él, con una sonrisa impotente, encogiendo los hombros. Aun cuando está pendiente un careo con el abogado de María L. para tratar ella de recuperar la custodia del menor, Federico se siente más confiado. Ha pasado el tiempo y las cicatrices van cerrando. De su exesposa ha oído un rumor que la vincula con un negocio en México relacionado con la obtención de visados a Estados Unidos, pero poco más quiere saber.
“Que te cuente ella”, responde cuando se le pregunta sobre la sentencia de 2010 por delitos de narcotráfico. Se sorprende cuando se le informa que María L. denunció en 2016 a su posterior pareja, J.J., por violencia familiar, a través de su abogada Norka Cuéllar, defensora de la expresidenta Jeanine Áñez. También supo, a través de Romina Yáñez —quien resultara herida en El Abra la noche del 14 de septiembre de 2014—, que habían diseñado un plan para asesinarlo a través de contactos de El Tancara.
Han pasado varios años desde aquellas memorias y Federico tiene presente a diario una difusa mancha de tres puntos de quemadura por cigarrillo que le infirieron a Freddy en El Abra, algo que seguramente el niño ha olvidado. Federico espera que un día Freddy haya borrado de su memoria la balacera y aquel oscuro túnel que conduce a El Abra. Mientras, vivirá pendiente de que un día alguien vuelva a tocar su puerta en Virginia.