¿Ecologista es siempre sinónimo de buena persona? Quizás haya que viajar hasta Vilcabamba, un paraíso en las alturas de Ecuador, para buscar las respuestas.
Hay muchos lugares del mundo donde las personas viven más de cien años. La fuente de la juventud es algo mítico, todos quieren conocerla y beber de su agua. De ahí que conocer Vilcabamba sea importante. Ese valle tiene la fama de lugar perfecto para hacerse viejo y pasar los cien años. Para conocerlo, no sólo hay que ir a Ecuador, sino que hay que descender hasta Loja, donde el aeropuerto tiene una distancia tan pequeña que uno, yendo en avión, necesita confirmar que el piloto tiene una alta estima por su propia vida.
Loja es un poblado pequeño, algo colonial, poco pintoresco, cercano a la seductora Cuenca. Como muchos de los pueblos de América ostenta el título de “Capital de la Cultura” por más que la actividad sea nula y que el teatro municipal sea utilizado para fiestas de egresados, actos de colegios, de comerciantes y reuniones políticas. Las autoridades municipales, como siempre, aplican la misma vara para una reunión de Avon, que para la presentación de un espectáculo teatral. Alquilan las instalaciones con muchos peros.
—No se puede mover nada.
—¿Ni las luces?
—Luces no hay.
Los teatros de América latina se han transformado en algo así como una playa de estacionamiento. Se alquilan por tiempo. “Por usarlo tanto tiempo, vale tanto”. Si tenés, bien, si no, mala suerte. Loja no se diferencia de ello, de modo que tuve que hacer mi presentación en un bar. Un grupo de gentes entre las que estaba Ryan, una chica que había conocido en Tarija en el 99 y que formaba parte de “Tinku”*, fueron quienes organizaron mi estadía.
En Tarija me recibieron Kees, un holandés asentado allí con un cargo de cooperante, y Bayardo, un artista plástico de Loja. Una mañana planificaron el viaje a Vilcabamba, el pueblo de los ancianos de ciento y pico de años. Llegamos pero no había tales; por cinco dólares, algunos niños aceptaban fotografiarse afirmando que tenían 50 años.
Vilcabamba se había transformado. El agua se la habían llevado los japoneses. Los centenarios se habían retirado a sus casas. Estábamos sentados frente a la plaza cuando Kees tuvo la idea.
— ¿Y si vamos a buscar al argentino?
— ¿Quién es?
— Un personaje del pueblo, un ecologista muy convencido, vive aquí, lucha contra el turismo y quiere conservar el lugar tal cual como era.
— Vamos — dije.
Entre el follaje se veían dos hombres transportando algo, atravesándolo. Cuando uno de ellos se acercó, vi que tenía el torso desnudo y peludo, botas altas, ojos claros y barba.
Subimos a la camioneta y a la voz de “¿Dónde vive el argentino?”, empezamos a adentrarnos en el valle y a subir un cerro. Al final pasamos una tranca y estacionamos entre la casa y el río. Entre el follaje se veían dos hombres transportando algo, atravesándolo. Cuando uno de ellos se acercó, vi que tenía el torso desnudo y peludo, botas altas, ojos claros y barba. Nos saludó.
— Estuve tratando de llevar agua hasta unos animales que están del otro lado y que se estaban muriendo de sed. Así es la vida acá, luchar contra los que no hacen nada porque viven en la ciudad y todo les da lo mismo; vienen, sacan fotos, ensucian, se meten a dañar la naturaleza. Ahora quieren hacer un camino; yo los tuve que sacar a tiros porque los mandan los de la municipalidad, que son otros ladrones.
— ¡Qué terrible!
— ¿Ustedes son de una ONG?
— No, nosotros…
— … ¿Y qué vinieron a hacer?
Ahí sentí que tenía que intervenir, en realidad no me gusta hacerlo, prefiero que hable la gente del lugar.
— Lo vengo a invitar a ver mi espectáculo de títeres para adultos.
— ¿Por qué a mí?
— A mí se me ocurrió decirle que acá tenía un compatriota –dijo Kees—. Entonces él quiso conocerlo.
— ¿Y por qué a mí?
— Bueno aclaró —Kees—, cuando yo le dije que usted estaba aquí, quiso conocerlo y vinimos. Yo tengo una amiga que a usted lo conoce, trabaja en una ONG ambientalista, es holandesa.
— Sí, sí y esto de los títeres. ¿Es ecologista?
— Es una cosa poco vista— interrumpió Kees.
— No, no es ecologista—dije yo, neutral.
— Entonces no me interesa, sólo me interesan las cosas ecologistas.
— Bueno.
La charla había empezado a terminar para mí, pero no para él.
— ¿Por qué no hacés una obra ecologista? La gente no está para ver pavadas con los problemas ecológicos que hay.
Ahi recordé el placer de hablar entre argentinos.
—Entonces, no vengas —le dije . Fue en ese momento que él sintió el mismo placer que yo y reanudó el ataque.
— Es un deber tratar el tema de la ecología, la gente no está para reírse de cualquier cosa, tenés que tratar algo importante y serio. Yo te voy a dar ahora un material.
— No, gracias. Usted tiene sus prioridades y yo, otras.
Vengo de dispararle a tres tipos que cortaron un árbol. Tiene que haber una ley que diga: “A los que no respetan la ecología hay que matarlos”, porque un árbol de estos tarda cien años en crecer.
Lo miré a Kees como diciendo “¿A dónde me trajiste?”. Kees, muy holandés en Latinoamérica, intentó conciliar.
— Es bellísimo el espectáculo, ojalá pueda ir. Creo que no se va a arrepentir, volverá distinto.
— Mis chicos ahora llegan y tienen que hacer los deberes. No creo. Acá hay que ocuparse de todo. No puedo andar paseando.
Bajé la vista.
— Vengo de dispararle a tres tipos que cortaron un árbol. Tiene que haber una ley que diga: “A los que no respetan la ecología hay que matarlos”, porque un árbol de estos tarda cien años en crecer.
— Tiene que haber más control —dijo Kees.
— ¿Y quién lo va a hacer? ¿Yo?
— Lo tiene que hacer una policía ecológica — acotó Bayardo. Y estaba tratando de ampliar el concepto con su experiencia europea.
— ¡Hay que matarlos! Esa gente no entiende. Yo defiendo este cerro con esta arma, dijo mostrando su escopeta, como me tienen miedo y saben que los voy a matar se controlan.
— Hace falta educación— medió nuevamente Kees.
— Al que no entiende hay que matarlo.
— Sí —dije yo—, acabar con el distinto, así como hizo Hitler.
— Hitler era un líder. Tengo un libro donde muestra la historia de Hitler y de otros… Y fue a buscar un libro. Me exasperó tanto que no pude aguantar.
— ¡Vamos, Kees!
El ecologista estaba ahora más ensimismado. No encontraba el libro, entonces volvió y comenzó a mostrar el sistema que había creado para traer agua con baldes desde el río mientras anunció la llegada de sus hijos. Estábamos en el segundo piso de la casa cuando dos rubiecitos treparon a la casa como monos. Instantáneamente vino a mi cabeza la película “La Costa Mosquito”. Apareció la mujer, una flaquita rubiona.
— Vinieron a buscarnos para ver una obra mañana—, dijo el tipo.
— Hoy, es hoy.
— ¿Cuál es el mensaje de la obra?— dijo la mujer con una sonrisa en la cara.
— No tiene ninguno— me apuré a decir.
— Debería tener.
— Es muy buena, si usted quiere ir, no se va a arrepentir — insistió otra vez Kees.
Salimos al patio, miré el paisaje imponente y pensé cosas no recomendables para ser escritas en un libro de viaje. Salimos de Vilcabamba y almorzamos en Loja. Durante el trayecto permanecimos en silencio. Kees trató de hacerme olvidar el encuentro llevándome a un pueblo de estilo asiático. Pero no lo logró. Yo me limité a preguntarme si Vilcabamba podría hacer llegar al tipo a los cien años. Antes de llegar al hotel donde iba a bañarme, me apareció el título de un cuento: “El ecologista nazi”.