El relleno municipal de Villa Ingenio es una suerte de Gran Vecino alrededor del cual suceden las más cotidianas disputas políticas, sociales y económicas. Todos reclaman su parte donde el bien común no cabe. Y mientras intentamos averiguar si los cerdos continúan “pasteando” en ese inmenso basural, nos preguntamos ¿dónde está Santusa?
Ellas, los cerdos y los perros. La vida junto al basural
La mañana del 8 de diciembre de 2008 Santusa salió de su casa rumbo al botadero municipal de Villa Ingenio arreando a sus 20 chanchos, agarrada de un palo en una mano y en la otra un sombrero para cubrirse del sol, del viento empolvado y hediondo, y de las miradas ajenas.
Su tarea, como cada semana, era rescatar plásticos y algún otro material para luego venderlo, y también hacer “pastear” a sus animales. Una vez adentro, en ese basural tan grande como las dunas de un desierto (25 hectáreas dirá luego el Ingeniero Anónimo), Santusa, al igual que sus compañeras, se apuró muchos metros allá a lo lejos, hacia el camión basurero que acababa de descargar probablemente una que otra maravilla, y comenzó a escarbar, escarbar y escarbar. Sus cerdos comían por ahí, el viento soplaba, rugían motores, un inmenso tractor se movía de aquí para allá removiendo los desechos sin pena alguna, sin importar que uno fuera persona, cerdo, perro o basura, y entonces ¡crac! El inmenso tractor le partió la pierna que quedó abierta 20 centímetros por el frente, 30 centímetros por el costado, y acabó como una lata aplastada y sangrante.
Una década después, Santusa todavía cojea. Ya no entra al botadero de Villa Ingenio porque tras la pandemia por el Covid19 éste cerró sus puertas a los comunarios, pero Santusa está dispuesta a bloquear el camino una y cien veces más con tal de que la dejen entrar de nuevo y recuperar su fuente de trabajo. “¡Nada nos importa morir, nada!”, dice.
Fotografías de Cecilia Lanza Lobo
Las dunas del basural
Poco recuerdo cómo llegué a Villa Ingenio aquel año que conocí a Santusa. Me refiero a la ruta, por entonces de tierra y en los confines de la ciudad de El Alto. Así que esta vez eché mano de Google Maps que me llevó por los márgenes, dos horas y media de viaje, que fue como viajar hasta Oruro desde el sur de la hoyada paceña. Así llegué hasta esos mismos confines ahora prácticamente irreconocibles, con calles y avenidas de cemento asfáltico, otras enlosetadas, anchas y extrañamente desérticas si pensamos en el caos habitual del centro alteño. Allí en el Distrito 13, uno de los dos distritos alteños considerados rurales, acaba la ciudad de El Alto, la segunda más poblada de Bolivia después de Santa Cruz, con más de un millón de habitantes. Y ahí queda Villa Ingenio que convive con ese vecino incómodo, el inmenso basural, alrededor del cual giran las más cotidianas disputas políticas, sociales y económicas. Además de Santusa y su pierna, a mí me preocupan los chanchos. ¿Siguen entrando al relleno alimentándose de la basura para luego ser comercializada su carne en los mercados paceños?
Buscando la respuesta me acerco al relleno municipal –o botadero, depende– de Villa Ingenio, que desde lejos y por un distante y antiguo costado de tierra, se divisa grande en medio de la pampa. En el trayecto hay sólo un par de casas de adobe que acumulan pequeñas montañas de desechos, plásticos, calaminas y llantas; pero si algo abunda son los perros de tamaño exagerado, vivos y muertos, no sé si arrojados por alguien o muertos a causa de alguna enfermedad absolutamente probable. La última vez vi una jauría disputándose las vísceras de dos de sus congéneres.
Eso mismo reclama don Francisco Mendoza Castro, vecino de la zona: la presencia de perros salvajes a causa del botadero de Villa Ingenio. Él le llama así, botadero.
¿Cuál es la diferencia?
“Se considera relleno sanitario al sitio de disposición final que aplica las técnicas necesarias para no causar perjuicio al medio ambiente, ni peligros para la salud, implica principios de ingeniería sanitaria y ambiental de forma permanente. Los rellenos sanitarios pueden ser manuales, mecánicos o semimecanizados (…), los mecanizados usan básicamente maquinaria pesada cuando se procesan más de 40 Ton/día”.
En Villa Ingenio se gestionan 900 toneladas de basura diariamente y desde el punto de vista de las autoridades es considerado relleno sanitario. Entre los vecinos, en cambio, depende de sus afectos. Eso sí, en Bolivia buena parte son botaderos a cielo abierto (91%), pocos controlados (6%) y sólo diez son rellenos sanitarios (3%).
“Se considera botadero controlado, al sitio de disposición final, que aún sin disponer de todas las medidas técnicas necesarias, cuenta con algunas actividades de control y mantenimiento (…). Se considera botadero a cielo abierto, al sitio de disposición final, donde los residuos sólidos se abandonan de forma arbitraria, sin ningún tipo de control. A nivel general, el problema de la disposición final es acuciante, puesto que se realiza en su mayoría a cielo abierto. En las ciudades capitales y mayores, el tiempo de vida útil de los sitios se encuentra en la última fase, aproximadamente de 1 a 3 años, como es el caso de la ciudad de El Alto y Cochabamba”.
Ambas citas corresponden al Diagnóstico de la Gestión de Residuos Sólidos en Bolivia del Viceministerio de Agua Potable y Saneamiento Básico, 2011, todavía vigente pues una nueva actualización se tendrá, estima esa repartición estatal, a fines de esta gestión. Por ahora, esos son los datos oficiales.
Según ese documento, y considerando que se trata de un estudio de hace una década, habrá que decir que diez años atrás, en Bolivia, de 183 municipios, 154 echaban la basura en botaderos a cielo abierto y más de tres de cada diez estaban cerca de ríos. Una década ha pasado y aún no sabemos si la situación ha variado.
En cuanto a los rellenos, hay que subrayar su tiempo de vida útil que, según la ley (755) es de máximo 5 años. El relleno de Villa Ingenio, que también tiene un río al lado, lleva 25 años de existencia desde su creación, en 1996; y desde 2006, tras recurrentes conflictos con la comunidad, fue negociando la adquisición de hectárea tras hectárea hasta completar las 56 en las que funciona en la actualidad. Clásica comparación: 112 canchas de fútbol. La primera parte, hoy conocida como el botadero antiguo, esas dunas que conocí precisamente hace diez años, comenzó su proceso de cierre en 2008 luego de innumerables protestas vecinales tras 12 años de funcionamiento continuo, es decir con 9 años demás, fuera de la norma. El Ingeniero Anónimo, que es quien proporciona los datos actuales, cuenta que ese proceso va bien, pues dura entre 10, 15 y hasta 20 años, y explica una serie de datos técnicos como que la cantidad de lixiviados –los jugos tóxicos de la basura– son ya mínimos y la emisión de biogás lo mismo, pero ninguno de sus felices datos puedo comprobar estando a escasos metros de aquellas dunas que no puedo ver, porque el Ingeniero Anónimo, al que he logrado entrevistar luego de dos anteriores e infructuosos intentos con toda la burocracia telefónica y epistolar incluida, no me permite ir a mirar. Vaya, vaya.
Todavía me recuerdo de cuclillas sobre una montaña húmeda de basura cuando un cerdo blanco, que entonces creí de mi tamaño, pasó por mi lado saboreando trozos de papel higiénico.
El Ingeniero Anónimo es un hombre grande que usa un barbijo blanco y simple, que se le cae todo el tiempo y él no se hace problema. Me sorprende porque no sólo está la pandemia sino el lugar donde estamos y donde él trabaja: el enorme basural. La segunda vez que lo vea comprenderé que la razón por la que el Ingeniero sube y baja el barbijo, es el cigarrillo. Más allá del placer, éste debe tener la ventaja de espantar olores, pienso. Mi primera vez en aquel gigante, una década atrás, usé barbijo como la cosa más extraña del mundo cuando el mundo no usaba barbijos sino sólo en aquellos lugares a los que una iba por puro curiosa. La curiosidad era mirar con ojos propios la presencia de chanchos que se alimentaban de los más impensables desechos y podredumbre para luego ser comercializados para consumo humano. Todavía me recuerdo de cuclillas sobre una montaña húmeda de basura cuando un cerdo blanco, que entonces creí de mi tamaño, pasó por mi lado saboreando trozos de papel higiénico.
Antes de entrar a la sala donde me recibe, el Ingeniero Anónimo ha dado una última pitada a su cigarrillo, lo ha tirado al piso y apagado con el pie (una colilla de cigarrillo tarda entre 10 y 12 años en degradarse). Tiene las manos grandes, las botas algo embarradas, el casco blanco, los ojos algo amarillentos, y un traje azul como uniforme. Habla con propiedad técnica y con toda la paciencia del mundo hasta que le pregunto por las relaciones con la comunidad. Entonces no le gusta nada, se apura, le pasa el bulto a la Alcaldía y me despacha de una vez a pesar de mi insistencia. No quiere mostrarme todas las maravillas que acaba de contarme, sentados en esa cómoda y limpia sala de conferencias con televisor donde la empresa Colina, administradora del lugar, suele mostrar sus logros a sus visitas, pero, al menos por ahora, al parecer sólo en video. El Ingeniero Anónimo tampoco quiere que mencione su nombre y es la tercera vez que vengo para verlo (94 kilómetros y medio en total). La tercera fue la vencida y habrá una cuarta. Aún faltan llamadas telefónicas, kilómetros de teleférico y minibús, carta e impresora, para lograr el permiso necesario, esta vez con el Gobierno Municipal de El Alto, para que me permitan visitar el relleno mismo y sus actuales condiciones que ahora me intrigan. ¿Qué habrá arriba o detrás de esa montaña de tierra recortada en pisos al modo de una torta gigante que desde Google Earth se mira precisamente como 112 oscuras canchas de fútbol?
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Las disputas
Que se vaya. Que se quede. Que nos dejen entrar
Esas son las tres posiciones de los vecinos del lugar respecto de esa suerte de Gran Vecino.
Los olores insoportables, el tránsito de carros basureros, los perros salvajes que la basura convoca, los lixiviados que se escurren con cierta frecuencia a modo de accidente, la tierra degradada, la pérdida de ganado y de la cualidad agraria, y el deterioro mismo del medio ambiente, son las razones de quienes piden el cierre del relleno.
Pero si cumple el contrato, si hay buena gestión y tratamiento de los residuos, si se implementa aquella gran planta de tratamiento prevista que generaría importantes fuentes de empleo, y si se mantiene el apoyo económico del gobierno municipal a la comunidad El Ingenio, que se quede nomás, dicen algunos dirigentes.
Pero si se queda, dice otra parte de los vecinos, sobre todo las mujeres apalladoras, la condición es que las dejen entrar al basural para seguir escarbando y mantener su fuente de ingresos.
Francisco, Freddy y Santusa, ¿dónde está Santusa?
Don Francisco Mendoza Castro es vicepresidente de la urbanización Estrellas del Norte en el distrito vecino, el 14, uno de los 11 barrios que circundan el relleno municipal de Villa Ingenio. Una avenida ancha recientemente enlosetada los separa del Distrito 13 donde queda el basural; pero los olores no saben de fronteras así que, dependiendo de la dirección del viento, el mal olor y los gases tóxicos que despide la basura llegan a todos por igual. Olores que, a diferencia de mi primera vez, hasta ahora extrañamente no he sentido. “Esta urbanización, Estrellas del Norte, es demasiado grande”, dice, enfatizando en la extensión del territorio con el dedo índice que señala a un lado y al otro, explicando a su vez la división política de la zona por “láminas”, la 1, la 2, la 6, así y asá. Todo para decir lo grande y compleja que es la administración territorial y la dirigencia vecinal porque, además, de un lado y del otro, las dirigencias están divididas por distintos intereses, todos vinculados al Gran Vecino.
Más tarde Mónica, la hija de Santusa, dirá que “los de allá”, es decir los del lado de don Francisco, “hasta avenida grande se han hecho hacer”, en cambio los de su lado “nada” porque algunos apoyaban a la alcaldesa Soledad Chapetón del partido opositor al de don Francisco. Por su parte, don Francisco se jacta de la avenida, de los postes de luz que señala uno por uno, y de lo mucho que andó para conseguirlos. Por esa avenida enlosetada y nuevita que va derecho desde la ciudad al botadero y que él consiguió “con el Evo, directo”, ya no transitan los carros basureros, y ésa ha sido una batalla a su favor.
Ha sido un logro no sólo porque los grandes camiones malogran el camino sino porque en su trayecto derraman desperdicios que con el agua “chuman” (escurren) –se queja–. Y eso no es poca cosa sino quizás el ejemplo más cotidiano de uno de los principales reclamos vecinales: la degradación paulatina del terreno que ha afectado sus antiguas prácticas agropecuarias, la pérdida de tierras fértiles, de ganado y, por tanto, de trabajo, además de la afectación a su calidad de vida y la depreciación de sus propiedades. Los antiguos vecinos de Villa Ingenio han cambiado su modo de vivir para dedicarse, en gran medida, a depender de la basura. Al Ingeniero Anónimo eso no le preocupa pues cree que no hay tal degradación de los suelos, la tierra se limpia, se vuelve a abonar y cultivar, sino “mire nuestros jardines”, y enseña sus predios efectivamente con pasto y plantas. “No es por la degradación de los suelos (que no hay ganado ni agricultura) sino porque han cambiado su actividad, concluye tranquilamente.
¿Y los chanchos? Don Francisco da fe de que antes de la pandemia los chanchos ingresaban al basural a “pastear” porque a su vuelta dejaban sus excrementos en la cancha deportiva donde estamos ahora parados, “y con el sol era un olor fétido, fuerte, insoportable”. Ahora ya no. “Antes, ellos trabajaban bien, pero nosotros éramos los más perjudicados”, comenta sobre sus vecinos del Distrito 13. “Esos chanchitos” ya no entran al botadero, “los comunarios van a buscar comida en la mañanita, se van a buscar a la 16, a la Ceja, con su carrito van, con eso están criando; a la basura ya no”. Y habrá que creerle porque en principio don Francisco no tiene allí ningún interés. Sólo los vecinos del Distrito 13 cuentan con una suerte de derecho adquirido por haberse construido el relleno en sus predios, y son ellos los que insisten en volver a entrar a escarbar la basura y sacar algún rédito. Ésa es una de las razones por las que arman grandes bloqueos y se producen grandes conflictos. En esas circunstancias, eso sí, observa don Francisco, “nos han usado como escalera, ya nos hemos dado de cuenta”.
Don Francisco aparenta ser un hombre tranquilo y lo que le preocupa ahora es su campaña para recolectar regalos de Navidad para los niños, como hace cada año desde hace cinco que es dirigente. Comenta al paso que al parecer el asunto en Villa Ingenio es que los dirigentes que aceptan la presencia del relleno es porque reciben a cambio, de la Alcaldía, “parece que cuatro millones”.
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Don Freddy Cori sonríe. No son cuatro millones sino dos punto cinco.
Don Freddy Cori es jilakata de la comunidad El Ingenio, arriba en la montaña, en ese punto rojo que don Francisco señalaba con el dedo. De puerta en puerta y con algo de suerte he dado con su casa, que está a pocas cuadras de la avenida enlosetada. En la puerta hay un minibús blanco que es de su propiedad pues, como muchos de sus vecinos, cuando no es dirigente don Freddy se dedica al transporte público y tiene además un taller de mecánica que administran sus hijos mientras él cumple el mandato exclusivo de la dirigencia. Su esposa me recibe furiosa y lo llama a gritos. Llueve y, para el barrio y el basural, es cosa mala. La basura mojada no sólo despide mal olor sino miles de litros de lixiviados que rebalsan y no falta quién lo niegue. La temporada de lluvia ha llegado adelantada y con frecuencia se pone a tono con el humor de la esposa de don Freddy Cori.
Él es un hombre delgado y de lejos se mira que es autoridad. Habla con propiedad, menciona leyes, decretos y presupuestos, y aboga porque ni sus vecinos ni los animales de éstos vuelvan a ingresar al basural por el riesgo que implica para su salud –y la nuestra–. Eso ciertamente le ha granjeado enemistades y sospechas.
Don Freddy sabe que impedir el ingreso de la gente de la comunidad al relleno restringe su derecho al trabajo, pero sabe también que el trabajo debe y puede ser digno y en mejores condiciones. Porque, como en la sociedad misma, el oficio de la basura distingue clases: están los (a) recolectores o apalladores que hurgan en los basureros callejeros y venden lo rescatado a los (b) acopiadores, una suerte de mayoristas que reúnen grandes cantidades de material reutilizable y venden a pequeñas (c) empresas recicladoras que finalmente comercian con las medianas y grandes (d) empresas transformadoras. Los (x) recolectores como los de Villa Ingenio, cuyo espacio de trabajo son los botaderos adonde llegan los desechos de los desechos, las sobras que todos los demás han dejado, ocupan el lugar más primario de esa cadena acorde también a sus precarias condiciones económicas.
Aquello tiene, sin embargo, algunos matices.
Lo dice primero don Francisco. Cuenta que en una de las protestas vecinales, la empresa Colina, administradora del relleno, les ofreció fuentes de trabajo, pero los protestadores alegaron que no aceptarían sueldos tan bajos, ya que por su cuenta ganaban incluso “¡hasta mil dólares!”. “Se han hecho pescar”, sonríe don Francisco.
Don Freddy cree que “por generar problemas, lo han perdido todo. El gobierno municipal les ha ofrecido fuentes de empleo formal, por una parte mediante la empresa que está operando (Colina) y, por otra parte, como funcionarios públicos en áreas verdes, pero las señoras no han aceptado y han comenzado con el bloqueo. Ahí las tratativas se han roto y han perdido por no saber un poquito entender lo que era el Covid. Han pensado que era capricho del gobierno municipal o de la empresa, y lamentablemente el decreto (referido a la pandemia) sigue vigente y el Covid también sigue. El gobierno ha explicado que residuos sólidos recolectados de la calle y de los hospitales son riesgosos para cada familia”. Pero, como sabemos, doña Santusa, por ejemplo, prefiere morir antes que quedarse sin trabajo. La pelea, por tanto, es sobre todo de las mujeres.
Según los vecinos, y por lo visto sólo según ellos, la posibilidad de volver a ingresar al relleno no está clausurada y lo han discutido con las autoridades, insisten. Esperan que pase la pandemia. Pero don Freddy es escéptico, pues parece ser la típica promesa hecha para salvar la emergencia sabiendo que no se cumplirá. El Ingeniero Anónimo hace mala cara y deja el asunto en manos de la Alcaldía. Y en la Alcaldía las nuevas autoridades no acaban de ponerse al tanto, cosa que don Freddy cuestiona pues “volver a hacer entender (la situación) es un problema”. Eso sí, los chanchos no entrarán más. “Los hermanos que se dedicaban a ello, han reconocido que era una actividad anormal y ya no van a pelear por eso. Lo que están peleando es que las señoras puedan entrar al predio municipal”, pero además en mejores condiciones.
Lo que don Freddy quiere como dirigente es que se construya esa planta de tratamiento y que está en el “DBC, Documento Base de Contrato” –pronuncia el dirigente reiteradas veces–, que daría a la comunidad mejores condiciones laborales. El Ingeniero Anónimo asegura que es sólo un proyecto y más tarde dirá, siempre al paso y sin mucha gana, que ese proyecto lo implementará la Alcaldía en Milluni, no en Villa Ingenio. Milluni es el lugar previsto para trasladar el relleno luego de que el contrato de Colina termine en 2028.
Don Freddy está muy al tanto de los 7 millones que hay en juego de la cooperación internacional. He ahí el asunto. Si no se invierte allí y se lo hace en “otro relleno”, pues se armará otro lío. Con cada conflicto se activa el chantaje: si no se logra lo que la comunidad pide, ¡que se vaya el relleno!, pero como éste no se puede ir de un día al otro, la pulseta continúa. Es, digamos, una relación tóxica. Por eso don Freddy es un hombre cauto y prefiere negociar. Esos dos punto cinco millones de bolivianos que la Alcaldía ha negociado con la comunidad para obras de desarrollo a cambio de mantener el relleno en sus predios –sonríe– no están en su bolsillo: están en papeles, en proyectos y presupuestos que maneja el gobierno municipal y tiene limitaciones según la norma (Ley 417). Además, ese monto se divide entre las dos dirigencias de El Ingenio, una indígena originaria, otra agraria campesina. Fin.
¿Y cómo es eso de que con la basura ganan hasta mil dólares? Aunque distintos estudios lo corroboran, a juzgar por la situación de doña Santusa, tal cosa no sucede sino probablemente dos escalones más arriba en la cadena productiva. Pero primero habrá que encontrar a doña Santusa. ¿Qué habrá sido de ella y su pierna maltrecha?
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El portón amarillo, “fuerte tiene que golpear porque no escuchan”, fue la indicación después de mucho caminar acompañada de dos niñas porque los perros de la zona, decenas, ya dije, son de otro mundo. Doña Santusa no sale de la sorpresa, no me recuerda, se esfuerza, nada. Se sorprende al escuchar que nos conocimos una década atrás y que sé todo sobre su pierna, el tractor, la curación, el ingeniero ése que pagó y no pagó; pero su asombro es por cómo di con su casa, precisamente con su casa entre tanta puerta, tanto ladrillo, tanto silencio, allí donde, aunque viven más de 1.000 familias, parece un pueblo fantasma sólo habitado por jaurías de narices podridas. Me pregunta con absoluta incredulidad qué parientes tengo yo por ahí, si no “a qué has venido”, “por qué has venido”, pues quién iría al fin del mundo así nomás. Su desconfianza es genuina y encima don Tiburcio, su marido, no está y es él quien autoriza o no a hablar con extraños.
Hace una década –y hasta antes de la pandemia– sólo ellas podían entrar al botadero de Villa Ingenio, arreando a sus chanchos. Lo hacían por turnos, unas veinte mujeres y sus hijos. Que los chanchos se “alimentaran” de semejante podredumbre, perros muertos incluidos, ciertamente estaba prohibido pero acordado entre comunarios, la empresa administradora (Colina, desde 2007) y el Gobierno Municipal, entonces administrado por Fanor Nava (PPB-UN), que miraba para otro lado, así como todas las administraciones municipales. En ese inmenso basural conocí a Mónica, la hija de Santusa. Tenía 15 años, cursaba segundo de secundaria y acababa de abandonar la escuela para reemplazar en el botadero a su mamá, Santusa, que había sufrido un accidente. Así llegué a su casa en medio de la pampa, una construcción de adobe sin muro ni cerca, rodeada de pequeños promontorios de desechos, calaminas, llantas, plásticos, fierros, gomas, zapatos y los más variopintos objetos rescatados del basural.
Aquella vez estaba don Tiburcio que habló con ganas porque tenía fresquito el reclamo por el accidente de su mujer. “¡Nada, nada, nadies no ha ayudado!”. Santusa lo secundaba y hablaba sin parar, los dos al mismo tiempo, ella entre gemidos, igual que lo hace ahora, habla y habla, sólo que ahora ríe mucho y a pesar del bastón camina y camina porque curiosa como es, no se pierde de nada.
Tiburcio Quispe y Santusa Rodríguez son de los que recalcan que son originarios del lugar y que antes de que se instalara el relleno vivían de la agricultura y ganadería; pero que sus animales se fueron muriendo de tanto comer bolsas de plástico escapadas del botadero, además de beber agua contaminada. Aquella vez reclamaban también que sus chanchos morían seguido a causa de “esa enfermedad” (triquina), pues se alimentaban en el botadero donde la familia Quispe Rodríguez “cayó” nomás, a pesar de sus reparos contra la empresa. Una paradoja, pues eran ellos quienes alimentaban así a sus animales y el lugar era también su fuente de ingresos, aunque apenas ganaran “40 pesitos” a la semana vendiendo, por ejemplo, a 30 centavos el kilo de chatarra. ¡30 centavos! “En vano tanto trabajamos”, se quejaba Santusa, y Tiburcio más aún. Sin embargo, ya por aquellos años, la empresa le ofreció trabajo que él no aceptó alegando una paga mínima. “Como estamos contaminados, por eso nos contratan…”, añadía Santusa.
He ahí el tire y afloje de esa relación enmarañada. Porque, con todo, su participación en el rubro es un hecho, y “si ganasen centavos, no trabajarían allá, no sería negocio y no habría tanta gente involucrada”, dice la especialista de un organismo de cooperación, entendida en el tema. Pero quizás no sean mil dólares, ni 40 pesos, pues en el caso de los Quispe Rodríguez lo poco es evidente.
La casa es la misma de siempre, un cuarto de adobe y sobre el techo calaminas, piedras y llantas; en la puerta de entrada un promontorio de excrementos donde con la lluvia aparecen una especie de arañas-mosca anaranjadas. Y el patio. El patio es el lugar de trabajo de los apalladores, ese espacio perverso donde se reúne economía e insalubridad, para ellos y el entorno vecinal. En el patio embarrado de la familia Quispe Rodríguez hay un montón de desechos como hace años, aunque aquella vez no pude ver cuánto almacenaban en una pequeña construcción aledaña, porque Tiburcio y Santusa, en aymara, llamaron la atención a Mónica para que no me mostrara, “los vecinos pueden hablar”. Mónica dice que ya no se dedican a la basura y que esos desechos del patio son para su uso diario: la madera, para encender el fogón, y el resto, mucho, quién sabe. Quién sabe. Chanchos tampoco crían –dice– aunque en la entrada está el corral diminuto de uno muy grande y gordo: “nadie le quiere, como mascotita le crío”, comenta Mónica.
Desde aquella vez, Mónica dejó la escuela definitivamente y eso le pesa y lo repite con tristeza. Tiene dos niños que ocupan todo su tiempo porque Santusa quedó coja y poco puede hacer. “A esta chica quiero meter, trabajo necesita”, dice, refiriéndose a que Mónica vuelva a trabajar en el basural. Por ahora, quien lleva el pan del día es el marido de Mónica, que es albañil. Don Tiburcio “de vez en cuando botellitas busca por ahí, eso nomás vende, no es mucho”.
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La pelea es de ellas, los intereses de unos cuantos
“A mi hija más he perdido”, decía Tiburcio cuando Mónica dejó la escuela para dedicarse a escarbar basura. Con Santusa y su pierna inútil, alguien tenía que cuidarla y cocinar, a ella y a su hermano menor, Rodolfo, que continuó estudiando. Ese costo definitivo es el que no se mira porque simplemente se ha naturalizado. Son las mujeres las que pagan con su destino las consecuencias del círculo vicioso de la pobreza. Pocas logran zafar, por lo general lo hacen los hombres, y las consecuencias también afectan a sus hijos. Por eso Mónica suele decir que lo único que desea es que sus hijos estudien, “no como yo”.
Ocho de cada diez personas dedicadas a la recolección de basura en Bolivia son mujeres (Ximena Ayo, Swiss Contact). La situación es similar en gran parte de América Latina, donde un millón y medio de mujeres lideran el sector (Banco Interamericano de Desarrollo). De ahí que una de las demandas, quizá la principal, sea visibilizarlas. Reconocer la dignidad de su trabajo. Porque a pesar de formar parte de todos los estudios posibles como dato, como hecho, como fuerza laboral fundamental, la ley no las incluye como parte del proceso formal del circuito. ¿Por qué?
El meollo del asunto es claro: aquí hay intereses económicos. Pero no sólo, porque se diría que hay también incumplimiento de deberes y, es más, afectación de dineros públicos. ¿Tanto así? Veamos.
De lo que se trata es de generar menos basura y reutilizar y reciclar los desechos, de modo que el porcentaje descartable, ese que llega a los rellenos y botaderos, sea mínimo. 77% de toda la basura que se genera en Bolivia es material reutilizable (55% es orgánico y 22% es reciclable). De modo que sólo un 23% es desechable. Sin embargo, sucede que los ciudadanos, usted y yo, somos responsables según la norma de generar menos desechos y separarlos antes de tirarlos a la basura. ¿Cumple usted? No. Porque la norma es un saludo a la bandera. Por tanto, quienes se hacen cargo de nuestra irresponsabilidad son los gobiernos municipales que pagan ese servicio por toneladas de basura gestionada. ¡Ajá! Por toneladas. He ahí el asunto. Si los gobiernos municipales no aplican la norma con sus ciudadanos, incumplen deberes. Más aún, si además pagan millones a las empresas recolectoras y administradoras de rellenos y botaderos (Bs 520 millones a Colina, en La Paz, es decir, 74 millones de dólares), en vez de destinar parte de ese monto a la implementación de plantas separadoras y de tratamiento, ¿no implica acaso un mal uso de recursos públicos? Porque en los hechos, el recojo diario de basura, aun si los ciudadanos pagamos un monto mínimo, está subvencionado –malgastado, habrá que decir– por los municipios. Así, ni los ciudadanos, ni los gobiernos municipales, ni el Estado cumplen su parte. ¿Me equivoco?
Señor, señora, consuma menos, separe en su casa, empresa o negocio y deseche sólo lo indispensable.
Surge así un escenario complejo que da lugar a un mercado negro soterrado, paralelo, en el que las mujeres apalladoras cumplen un rol central. Porque efectivamente una cosa es que ese 77% de basura producida en el país sea material potencialmente reutilizable y otra es cuánto de eso se logra rescatar: apenas el 5%, (1% residuos orgánicos, 4% inorgánicos). Pero así sea mínimo, quienes lo hacen son justamente las apalladoras. Lo que queda claro es que si ese 77% de basura se rescatara, sería un 77% menos de ingreso para ciertas empresas. En Santa Cruz, por ejemplo, 740 toneladas al mes no llegan a los rellenos gracias a estas mujeres (La Región, 2021). Por lo tanto, cómo no invisibilizar su trabajo y esa suerte de circuito paralelo de gestión de los residuos, que involucra desde el precario trabajo de Santusa y Mónica hasta los intermediarios y las pequeñas y un par de grandes empresas. La basura, se ve, genera millones. En nuestro caso, millones mal gestionados y recursos desaprovechados que podrían producir industria, energía, empleos de calidad y, por lo tanto, un entorno más saludable y sostenible. No está demás sacar a cuento cómo algunos países nórdicos reciclan tanto que ya no producen basura y más bien compran a otros países como fuente de energía
Por lo pronto, lo que hay en Bolivia son mujeres organizadas, en algunas ciudades más que en otras; poco, porque éste es un trabajo sobre todo familiar y porque la informalidad tiene sus lógicas, no rinde cuentas y desconfía. Quién sabe si ésa fue la razón de la desconfianza de Santusa al recibirme.
Epílogo
Las tortas del Ingeniero A
Lester se llama el perro grande y negro que hace de guardia en el relleno de Villa Ingenio. Es el perro oficial porque hay otros diez o más que fueron apareciendo. Cuando la empresa administradora quiso echarlos y llamó a Zoonosis, animalistas hicieron un escándalo. Nadie los esterilizó y allí están, alimentándose de la basura y reproduciéndose. Aparentemente, los perros son los únicos que pueden entrar sin permiso al relleno de Villa Ingenio. Yo he tardado varias idas al lugar (la gasolina emite 143 gramos de CO2 por kilómetro, 13.442 en los 94 kilómetros de mi parte), dos cartas en papel (por fortuna, sólo 2 a 5 meses tarda el papel en degradarse), una visita a Colina en la zona Sur y otra hasta la Alcaldía alteña; he pasado Navidad y Año Nuevo en esos afanes para salir de la duda y saber qué siempre no me quería mostrar el Ingeniero A.
Nada. El paseo por el relleno de Villa Ingenio finalmente sucedió y fue soso. En agosto de 2021 fue el último rebalse de lixiviados denunciado por la comunidad. Duró cuatro días, el Ingeniero minimizó la cosa y ahora poco se podría mirar salvo atender a sus palabras cuando dice que a veces las cámaras de inspección se taponean y… corrige con otro asunto técnico.
De las dunas de ese basural donde atropellaron a Santusa hace una década, no hay ni la sombra. Ahora son montañas de basura compactada con tierra por donde circulamos mirando cámaras de inspección, chimeneas de biogás, celdas por aquí y por allá, todo bien señalizado. El proceso de cierre está controlado, se ven las piscinas de lixiviados cubiertas, plantas de tratamiento de agua con las que riegan sus caminos –dice– (120 mil litros al día); más allá está el área de descarga de la basura con el futuro a sus pies: un inmenso hoyo que recibirá otras toneladas de basura hasta 2028, cuando venza el contrato de Colina. Todo un desperdicio de recursos que bien podrían reutilizarse, pero que aquí se entierran para volverse tortas de basura. Al Ingeniero le importa poco porque él hace su trabajo y del resto que se encarguen los responsables. ¿Que por qué hasta ahora no se cerró ese relleno y, al contrario, se sigue ampliando? El Ingeniero fuma. La respuesta estará en el contrato y en los millones en disputa entre los comunarios. Mientras, la maquinaria va y viene. Tanto ruido para estas nueces: me pidieron que llevara casco, botas, doble barbijo, me dieron cubre botas, mandil blanco y gorro (desechable) como para entrar a un quirófano. Más tardé en cambiarme que en salir del lugar. El Ingeniero A, siempre agarrado de un cigarrillo, se despidió sonriente: “Ahora ya sabe cómo es el procedimiento”.
El Intendente no responde
Ha tenido que suceder una pandemia para que el Gobierno Municipal de El Alto ponga coto, y no por propia voluntad, a una situación inaceptable: el ingreso al relleno de personas por su cuenta y riesgo, y de porcinos cuya carne se consumía en los mercados paceños. Todo, a vista y paciencia del área de sanidad y de inocuidad de todas las instituciones del propio gobierno nacional. ¿Cómo fue posible? Una vez más, la respuesta está en las relaciones enmarañadas y finalmente promiscuas entre las instituciones públicas, privadas y la comunidad.
Pero si los cerdos ya no se alimentan en el relleno de Villa Ingenio, nada garantiza que no lo hagan en otros basurales. En La Paz hay casi un centenar de mataderos clandestinos; sólo ocho tienen registro sanitario, tres para ganado porcino, pero sólo el 20% del consumo paceño procede de uno de ellos, el más grande en Achachicala, otro tanto se consume de frigoríficos, y el resto quién sabe de dónde. Son datos pasados, pues el Intendente de la alcaldía alteña, teniente José Huaynoza, tiene la mala costumbre de colgar el teléfono. Por lo tanto, usted y yo vemos clausurado nuestro derecho a la información. La Unidad de Inocuidad Alimentaria del SENASAG, así como la repartición pertinente del viceministerio del ramo, dependen también de los datos y de la voluntad del teniente Huaynoza que, mientras no pruebe lo contrario, no sabe, no responde.
Con razón la ha olvidado
La Navidad está cerca y les he llevado algunos víveres como regalo, que reciben de buen agrado. Para Mónica, una crema de manos, que en un lugar como el que habitan podría no tener ningún sentido, pero yo creo que sí pues ambas mujeres, que están vestidas con ropas que aparentan ser también hallazgos del basural, no quieren ser fotografiadas así. Sólo aceptan si se cubren algo el rostro con un barbijo. Es que hasta en la más absoluta pobreza hay dignidad.
– Todos queremos trabajar, insiste Santusa y Mónica asiente con la cabeza.
– Y ahora el ingeniero no me ha pagado nada mi herida, él tiene que pagar siquiera algo. Aquisito nomás estoy en la casa, labor de la casa, con esto nomás estoy, ya no hago nada-, se queja Santusa una vez más.
Le digo que han pasado tantos años que ese ingeniero ya no debe estar en esa oficina.
– Sí, ya no está aquí, Oruro, Cochabamba, así me han avisado-, comenta Mónica.
– ¿Qué se llama era?, piensa Santusa en voz alta.
– Flores, responde Mónica.
– Folores, repite Santusa como puede, la ausencia de muchos dientes no la deja.
– Ya no debe ser el mismo, insisto.
– Con razón me ha olvidado.
Finalmente, Santusa nos regala un silencio.
Esta investigación fue realizada en el marco del Fondo Concursable Spotlight XI de Apoyo a la Investigación Periodística en los Medios de Comunicación que impulsa la Fundación Para el Periodismo.
LA BASURA EN DATOS Y CIFRAS
- El mundo genera 10 veces más la cantidad de residuos sólidos que hace un siglo: 210 millones de toneladas al año. Esto aumentará en 70% para el año 2050.
- 3% de los gases de infecto invernadero que dañan la capa de ozono proviene de la basura que emiten metano y dióxido de carbono.
- Bolivia genera aproximadamente 2 millones de toneladas de residuos sólidos al año, 4,782 toneladas por día.
- Cada boliviano genera 4,5 kilos de basura diarios. En las ciudades, 5,3 kilos por día.
- De toda la basura que se genera diariamente en el país, 87% aportan las ciudades y 13% el área rural. Santa Cruz es la ciudad que más basura produce, 31% del total nacional.
- Poco menos del 60% de los hogares bolivianos desecha su basura en un contenedor, el resto la quema, la bota al río o algún terreno baldío, o la entierra.
- Del total de residuos sólidos que se generan anualmente en Bolivia, 55,2% son residuos orgánicos, 22,1% son desechos reciclables (papel, plástico, vidrios, metales) y el restante 22,7% es basura no reciclable.
- De todos los residuos generados en el país, se aprovecha de manera formal e informal sólo 4,6%.
- 91% de los municipios del país dispone sus residuos a cielo abierto, 6% en botaderos controlados y sólo diez municipios en Bolivia (3,1%) cuentan con rellenos sanitarios.
- Del total de desperdicios que se generan en todo el país, aproximadamente 45% es dispuesto en rellenos sanitarios, 18% en botaderos controlados y 37% en botaderos a cielo abierto.
- En Bolivia, sólo los municipios de La Paz, Santa Cruz, Oruro, Tarija, El Alto, Sacaba, Villa Abecia y Tarabuco cuentan con rellenos sanitarios.
- Hace diez años eran 11 mil las personas dedicadas al rescate de la basura en Bolivia, ahora se estima que son 20 mil. Ocho de cada diez son mujeres.
- En América Latina, un millón de mujeres trabajan con los desechos.
Estimada Cecilia, lamento informarle que se ha estado trabajando en la problemática de los cerdos con todos los niveles del Estado durante 4 años (2015-2020), con Asociaciones fuertes y grupos de Lideres de El Alto, para que las 54 familias que quedaban con cerdos permitan el cerco perimetral, abril 2020. La Pandemia aceleró los arreglos y saco a otros grupos interesados en sacar provecho, que destrozaron el cerco y bloquearon, de ser como ud dice “La Pandemia” hubiera pasado lo mismo en otros sitios de disposición final donde siguen ingresando cerdos a comer basura. Todo se tiene documentado con la seriedad que se necesita para tocar estos temas delicados. Andres tenia conocimiento.
Gracias Patricia por la información. Le agradecería que me pasara su teléfono por favor para poder conversar con usted y ampliar la información que menciona. Se ha conversado con distintas autoridades en varias instancias gubernamentales y se ha buscado infructosamente al Intendente de la Alcaldía de El Alto. El acceso a la información es muchas veces dificultosa para los periodistas y, de hecho, sólo el acceso al lugar demoró casi un mes de llamadas y trámites. Muchas gracias.
Estimada Cecilia, admiro mucho el trabajo que realizaste, me encuentro haciendo mi perfil de tesis de sociología, sobre los efectos del botadero de Villa Ingenio sobre los pobladores mas cercanos, y me gustaría saber como poder acercarme a la comunidad o como fue tu acercamiento con los pobladores, ya que se me esta dificultando el poder acercarme a los pobladores, también me gustaría saber si tienes mas información sobre esta problemática que conlleva tener cerca el botadero de Villa Ingenio, pero entenderé si no puedes, de nuevo me parece increíble el trabajo que realizaste, gracias.
Hola Daniela. Con mucho gusto. Por favor, puedes contactarte directamente conmigo a través del correo: direccionrascacielos@gmail.com Un abrazo.