ALASITA
En Santa Cruz, el Equeco cambió hace tiempo el chulito colla por un sombrero e sao. Y viste de blanco, como buen camba.
Su boca abierta en forma de óvalo esperando un pucho: lo más antiguo que recuerdo. Mi abuela tenía uno y mi madre otro. Él: robustito, cargado de productos importados, con su mirada pícara (qué diferente nos hace tener dioses pícaros), con su corbatita de moño, un saquito amarillo (quizás era del Tigre), posibles pulmones cancerosos, y su chulito ‘’colla’’. Decimos ‘’colla’’ para expresar algo que no es ‘’camba’’, una ley de oposición fundamental en Santa Cruz. Años después este señor, míster Equeco, renovaría outfit, e incluso vestiría traje blanco y sombrero e sao, como todo buen camba.
Si llevara a un niño a las Alasitas, lo haría caminar por toda la feria hasta cansarlo sin comprarle nada. Muy al estilo de mis padres. Le apostaría una fridosita en los futbolines. Y si jugáramos a la suerte sin blanca, lo obligaría a que se quede con el premio que le tocó (aunque sea un horrible Nelore de alcancía, ¿quién quiere una vaca con tremenda jiba para ahorrar?). No apelaría a esa vieja costumbre de aumentar algunos pesos para tener un Chavo del 8 o un peluche de Gokú. No. ¿Por qué en Bolivia queremos corromper hasta a la suerte?
Le contaría que antes las Alasitas se ubicaban en distintos barrios cada año, y que estuvo en el mío tres veces. De esos años me quedé con un yenga, regalo de mi abuela, y una veintena de soldaditos de plomo que representaban la guerra de Chile y Bolivia, 10 colorados que en mis juegos recuperaban el mar y asesinaban con felonía, deleite y sadismo a los 10 rotitos chilenos.
Esta existencia errante de la feria acabó y ahora se instalan oficialmente en el cambódromo. En el cambódromo, sí. Allí uno encuentra gente de toda laya: viejas copetudas que reniegan de tanta inmigración (es que, de todingos estos puej, cuántos se irán a quedar) mientras compran incienso y billetes pa challar sus boliches; venezolanos que buscan algunas monedas o aunque sea…’’un abrazo con cariño, pana’’; mirones yescas que sólo van a chequear, e incluso algún político fingiendo empatía popular.
La feria ahora se instala oficialmente en el cambódromo. En el cambódromo, sí. Allí uno encuentra gente de toda laya, incluso viejas copetudas que reniegan de tanta inmigración.
En mi ciudad las Alasitas aterrizan en octubre, aunque hay quien dice que en realidad los vendedores nunca se van y viven en Santa Cruz, (vaya uno a saber). Octubre, durante y despuesito de la Fexpocruz. Cuando niño, tenía ganas de ver las vacas y ponys en la Fexpo, comprarme un pack de galletas, coleccionar panfletos y ofertas de cursos de inglés que nunca utilizaría. Pero recuerdo más las ganas de ir a ese mundo de miniatura al alcance de la billetera de mi madre, un sueño encontrar tantos elementos que parecen juguetes, juguetes que son como invocaciones, como santos, como dioses. Tanto bicu bicu, magia, bromas, y hasta jalea cotoqueña.
Me alucinaban las innovaciones pop’s, cómo olvidar el monopolio de Evo Morales. O el Ken Pedro el Escamoso, con greñas y camisas floreadas. O ver a esa rubia anglosajona curvilínea en distintos atuendos: Barbie Betty la fea, Barbie caporal, Barbie kunumi con tipoy. En estos últimos años he extrañado novedades que me hagan sucumbir, no he visto Kenes ni Barbies Casas de Papel o Juegos de Tronos, ni el que podría haber sido un fenómeno en ventas: un Ken Camacho, incluido pack de gorras y una biblia a escala.
Llevaría al niño a sufrir del calor espeso de octubre y de tanta gente junta. Porque las Alasitas todos los días está lleninga (nótese que este diminutivo pretende lo contrario: maximizar el hecho. Es así que en ‘’lleninga’’ hay muchísimas más personas que en ‘’llena’’. ¿Por qué? Vaya uno a saber).
Le explicaría al niño que la existencia de Las Alasitas en Santa Cruz, se resignifica. Que se vuelve puente y puerto. Un evento que en sí mismo es una metáfora. Y mientras, caminaríamos en un espacio donde las k’oas se unen a rezos cristianos y al capitalismo feroz: billetitos en la imagen de la virgencita embadurnada en misturas pa conseguir un autazo. Gente que ‘’te lo reza’’, y entre más rezos, más plata. Le mostraría que puede elegir la virgen que él quiera: una de Copacabana tiene glamour, pero la oriunda de Santa Cruz es puej la Mamita e Cotoca, y además con ese sombrerito e sao queda muy pintuda. O por último le ofrecería comprarle varias vírgenes, por cuarta o por docena. Sale más barato.
Estos últimos años he extrañado novedades que me hagan sucumbir. Por ejemplo el que podría haber sido un fenómeno en ventas: un Ken Camacho, incluido pack de gorras y una biblia a escala.
Terminaría llevándolo a la rueda panorámica, y que venza sus miedos al subir a fierros chirriantes, flacos y mal soldados, y con un borrachín en el control. Esa rueda tan kamikaze, llena de calientes adolescentes pirañeando y de padres divorciados con sus hijitos. La rueda subiría hasta tocar la luna. Y desde allí veríamos la aglomeración, manjar pal covid; el tráfico imprudente, manjar pa los pacos; la globalización folclórica y el mercado de los deseos. Y contemplaríamos que hasta la esperanza tiene un precio y, a veces, un sombrero e sao.