En la concurrida avenida paceña 16 de Julio, más conocida como El Prado, se erige una estructura precaria de tres habitaciones. Es la Casa de Resistencia, donde se reúnen los sobrevivientes de dictaduras en Bolivia. Hombres y mujeres, que se llaman a sí mismos “compañeros”, luchan desde allí por una justicia que, en democracia, se les escapa.
Esta crónica fue finalista del Premio Nacional de Crónica Bartolomé Arzáns de Orsúa y Vela 2021.
“Cuando se le atosiga con preguntas, el recuerdo se asemeja a una cebolla que quisiera ser pelada para dejar al descubierto lo que, letra por letra, puede leerse en ella…todas las siguientes (capas) exudan palabras demasiado tiempo evitadas”.
Günter Grass, Pelando la cebolla.
Sentados en una especie de sala, con los ojos clavados en Victoria López, la oyen decir que en los últimos días han muerto dos compañeros de la Plataforma de Luchadores Sociales Contra la Impunidad Por la Justicia y la Memoria Histórica del Pueblo Boliviano “Sobrevivientes de las Dictaduras”. Se ponen de pie, agachan la cabeza y escuchan que sus derechos como sobrevivientes son ignorados.
El lugar donde están reunidos es una precaria estructura llamada Casa de Resistencia, instalada en El Prado de la ciudad de La Paz, justo frente al Ministerio de Justicia. Tiene una cocina a la derecha de la puerta, con dos ollas y una caldera, dos tachos de agua a medio llenar, cartones por aquí y por allá; un cuarto a la izquierda con dos catres –“es la habitación para dormir”, dice Constantino Lima Chávez–, un televisor y más cartones, y, por último, una sala en medio –con una máquina de escribir medio consumida por el fuego, una computadora en la misma condición, fotos del padre Luis Espinal, Marcelo Quiroga Santa Cruz, Ernesto Che Guevara y Julio Llanos, entre papeles arrugados y polutos–. Allí en esa sala, se reúnen 20 personas que piden que se reconozca cuanto vivieron en épocas dictatoriales, cuando lucharon y sufrieron por defender la democracia.
La casa de tres ambientes desde donde se pide justicia hace más de nueve años –el lugar fue erigido exactamente un 13 de marzo de 2012–, está frente al Ministerio de Justicia.
Victoria López pasa la lista de asistencia. Al principio son 15, luego cinco más llegan como por cuentagotas. López es la representante de la Plataforma de Sobrevivientes de las dictaduras. Informa que hace dos semanas –lapso en el que murieron dos de los compañeros de lucha– hubo una reunión con dos abogadas y un representante del Gobierno para establecer el pago de las indemnizaciones. “Hermanos, escuchen bien porque no voy a decirlo de nuevo para los que llegan tarde. El otro día nos reunimos para esto del pago, pero no se ha presentado el viceministro de Justicia y Derechos Fundamentales, Carlos Vacaflor, que sólo mandó a un representante, el que se fue en cuanto nos saludó”, explica una furibunda Victoria López.
Se queja por el incumplimiento de la Ley 238, aprobada por el Gobierno de Evo Morales en 2012 y que establece un pago individual único y definitivo con recursos del Tesoro General de la Nación (TGN) a 1.714 beneficiarios. A pesar de que algunos nombres de quienes forman parte de la plataforma están en la lista, el Gobierno no cumplió con la reparación integral que señala dicha ley y no contempla a personas como la propia López, Concepción Pinto, Aurelio Conde, Eloy Alcócer, Edgar Calani, Martín Mamani, Francisco Colque y Eduardo Blanco Gutiérrez, entre otros.
El hombre de varias muertes
El 14 de diciembre de 1972, durante la dictadura político-militar de Hugo Banzer Suárez, Constantino Lima Chávez era un hombre que para entonces, dice, ya había muerto varias veces, pero le faltaban más.
Mientras escuchaba radio Illimani desde su casa, atento a lo que ocurría en el Palacio de Gobierno, supo que iba a ser arrestado. Sucedió lo que temía. Un contingente de 10 militares lo atrapó y llevó a instalaciones del Ministerio del Interior de esa época, cerca de la plaza Isabel la Católica. Allí lo torturaron por cinco días consecutivos: desde el 14 hasta el 19 de diciembre.
Después de la tortura, “sentí que me dolía todo, no podía respirar y sólo atinaba a llorar. Recuerdo que morí cuando me lanzaron contra el piso. Mis compañeros de celda me dijeron que desperté luego de cuatro horas, pero yo sé que me morí”.
Los “tiras” –como se llamaba a los torturadores– jugaron con él. El primer día de su arresto, un grupo de siete personas le sacaron tres uñas de cada pie y dos de cada mano; el segundo día, otro grupo le propinó patadas, una de las cuales le alcanzó la sien izquierda y le dejó con el ojo a medio cerrar. Al día siguiente, otro grupo de “tiras” molestos por la rebeldía de un moribundo Lima, hicieron que comiera mierda de una taza de baño donde los mismos torturadores habían defecado. A fuerza, metieron la cabeza del torturado en el inodoro, hasta que obligado a respirar lo absorbió todo. Desfalleciente, fue cargado por tres hombres que lo arrojaron contra un piso de concreto. Como no despertaba, los “tiras” lo vistieron y lo llevaron a su celda, donde lo acostaron sobre una payasa (colchón de paja) como si nada hubiese pasado. Luego de unas horas, Lima resucitó entre vómitos: “Apenas me senté, sentí que me dolía todo, no podía respirar y sólo atinaba a llorar. Recuerdo que morí cuando me lanzaron contra el piso. Mis compañeros de celda me dijeron que desperté luego de cuatro horas, pero yo sé que me morí”, solloza al recordar.
Ahora, a los 87 años, con las manos apoyadas en un bastón y llenas de cicatrices blancas por quemaduras de cigarrillo, Constantino Lima quiere que no lo maten nuevamente, es decir, que no lo dejen en el olvido.
La tortura continuó el cuarto día. Le pusieron una especie de clavo que mantuvo su boca completamente abierta para obligarlo a tragar más mierda, mientras los golpes y patadas no cesaban. El quinto día, otro grupo de “tiras” se hizo cargo y aunque el método del inodoro fue el mismo, ahora los golpes se dirigieron al estómago, sin que Lima entendiese el porqué. Ya en el piso, el hombre soportó el desfile de torturadores que se bajaron los pantalones para echarse gases (pedos) en su cara.
Ahora, a los 87 años de edad, con las manos apoyadas en un bastón y llenas de cicatrices blancas por quemaduras de cigarrillo, Lima afirma que lo único que quiere es que no lo maten nuevamente, es decir, que no lo dejen en el olvido, como a otros de sus compañeros. “Somos claros, pedimos un monto para vivir, para ayudar a nuestros hijos, para poder comer. Pedimos que nos reconozcan como mártires; hemos luchado, hemos hecho lo más importante por este país: le hemos dado democracia. No quieren escucharnos, el Gobierno sólo se lava las manos. Esta mañana vinieron dos hombres y nos dijeron que nos darían otra casa donde reunirnos, pero nosotros creemos que nos quieren hacer desaparecer”.
Lima, que en la lista de beneficiarios sin beneficio lleva el número 1.518, es de los que apoyaron al Movimiento al Socialismo (MAS) para que lograra la Presidencia de Bolivia en 2005. Sonríe y sus arrugas se notan más cuando recuerda haber confiado en que con un gobierno de izquierda algo iba a cambiar. “Los apoyamos todos. Somos de izquierda y pensábamos que ellos también lo eran; pero no, no son. Parece una traición”, se pone muy serio. Sus compañeros ya muertos, añade, no han sido reconocidos ni por la historia, ni por nadie, y “quién sabe cuándo llegará mi muerte definitiva”, me mira y sonríe otra vez entre el bigote y la barba blanca, con el ojo izquierdo medio cerrado.
El hombre de muchos nombres
Tomaba sol en una banca, a unos 10 metros de la Casa de Resistencia. Cuando le pregunté sobre las dictaduras, miró al suelo, a los lados y susurró para contar que es el hombre que usó cinco nombres para no ser encontrado.
Fue Julio en las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), El Tordo en Uruguay, Julio el Chacascanista en Perú, cuando trató de formar parte de Sendero Luminoso, Pablo cuando estuvo en Alemania, y Doctor Mortis durante las dictaduras en Bolivia.
A las 18.00 de un jueves de abril de 1973, un grupo de ocho militares y policías lo secuestraron en la zona de Villa Fátima de La Paz, donde Pedro Nova tenía una casa. Lo llevaron a dependencias del DOP, donde lo torturaron sin piedad.
Su nombre real es Pedro Nova y, según se autodefine, es el guardián de la casa de los Sobrevivientes de las Dictaduras.
Cuando comenzó el gobierno de facto de Banzer Suárez, en 1971, Pedro Nova no era nadie para los detentores del poder. Pero de la nada, su nombre –uno de sus nombres– empezó a sonar dentro de las filas de los “tiras”.
A las 18.00 de un jueves de abril de 1973, un grupo de ocho militares y policías lo secuestraron en la zona de Villa Fátima de La Paz, donde Nova tenía una casa. Lo llevaron a dependencias del DOP (Departamento de Orden Político), en la calle Potosí.
El día que lo secuestraron le propinaron patadas y puñetes en el estómago y lo apalearon en el trasero hasta hacerle sangrar por el ano. No contentos, esa misma noche usaron el método del inodoro para que responda a preguntas sobre las que no tenía idea.
Al día siguiente, en el “cuarto azul” del DOP, otros torturadores le insertaron alfileres en las yemas de los dedos: un dedo sí, un dedo no.
Nova los retaba a pelear con ellos, uno a uno. “Yo, como era cachascanista, los podía reventar si nos hubiéramos agarrado a solas”, dice mientras caminamos hacia el mercado Camacho, entre la calle Bueno y la avenida Camacho.
Se dirige a un lugar llamado la Casa de Amandita del adulto mayor, donde Pedro Nova recibe, cada 15 días, bolsas de panes especiales y bebidas lácteas, entre otras cosas.
Hacemos la fila durante media hora. Hay alrededor de unos 60 adultos mayores que, al igual que él, son beneficiarios de la Casa de Amandita. Quienes salen del lugar luego de haber recibido su porción, saludan a Pedro Nova de muchas maneras: Doctor Mortis, Tantha lippichi, Chofercito y Teoponte.
Lo de Doctor Mortis, me explica, es por su profesión de ginecólogo. Llegó a trabajar como chofer y atendió la salud de sus compañeros de transporte San Cristóbal. Thantha lippichi (del aymara, cuero viejo) describe su piel curtida y dura, así como lo destrozado que quedó Nova luego de las torturas. Teoponte obedece a su participación en la guerrilla del mismo nombre, puesta en marcha en julio de 1970, de la que resultó sobreviviente.
Pedro y Constantino apoyaron al MAS en las elecciones de 2005. Creyeron, que con un Gobierno que en su propaganda decía que se preocupaba por los de abajo, iban finalmente a obtener el reconocimiento. Se equivocaron.
“Yo pertenecía al ELN (Ejército de Liberación Nacional); era uno de los que formábamos focos de guerrilla en el norte de La Paz”, cuenta mientras volvemos a la Casa de Resistencia. Una vez allí, prepara un café y recuerda que cuando se produjo el golpe de estado de Luis García Meza, en julio de 1980, él estaba lejos de La Paz, en Caranavi, a donde había llegado por una enfermedad; llegó a ser dirigente de un sindicato minero que explotaba oro.
Se salvó por eso, pero “aquel día, muchos de mis amigos y compañeros de pelea y militancia murieron”, lamenta.
Pedro Nova apoyó incondicionalmente al MAS en las elecciones de 2005. Creyó, al igual que Lima, que con un Gobierno que en su propaganda decía que se preocupaba por los de abajo, él iba a obtener el reconocimiento. “He hecho mucho, soy de izquierda y siempre seré de izquierda; que nos vean, ya es otra cosa”, dice y del cuartito dormitorio, donde él duerme a diario, retorna con un charango y una guitarra.
Mientras tomamos el café, Nova toca una pieza de los Kjarkas, en ritmo de caporal, y se mueve con el charango por la que es su casa, la de El Prado. Al terminar, me muestra una credencial del Ministerio de Culturas que dice: “Artista boliviano reconocido”. Toma la guitarra y entona una melodía triste. Se detiene. Llora. Saca un pañuelo morado para secarse los ojos y la nariz: “He sido artista que ha tocado con músicos internacionales. He sido y soy militante del MAS –tiene su carnet para probarlo– y aun así no me reconocen y no me dan una indemnización económica para poder vivir”.
La mujer fuerte que llora
Tiene la voz de mando mientras explica a sus compañeros qué medidas van a tomar si el Gobierno de Luis Arce Catacora no los escucha. No retrocederán, repite, ante las amenazas y asegura que las agresiones recibidas en tres ocasiones ya, no son motivo para rendirse.
Victoria López tiene una voz gruesa y una mirada atenta. Es la mujer que organiza cada miércoles una reunión en la Casa de Resistencia, donde se definen medidas, se toma una taza de café de vez en cuando y donde la veintena de personas que acuden se llaman “compañeros”.
Yo la miro, pero ella sólo se dirige a esos compañeros. Cuando la reunión termina, le pido que charlemos, porque una entrevista suena muy formal.
Le pregunto sobre sus vivencias durante las dictaduras. No quiere recordar, pero con su mirada me lo dice todo: sus ojos se llenan de lágrimas. El autor Günter Grass, en el capítulo “Las pieles bajo la piel” de su libro Pelando la cebolla, compara el recuerdo con esa hortaliza, porque cuando se lo atosiga con preguntas –como yo con la señora Victoria López–, se esconde bajo capas y más capas. López no esconde sus recuerdos, sólo “que no quiere recordar”.
La dirigente de los sobrevivientes de dictaduras prefiere no hablar de lo que le pasó. Lo que sí tiene claro es que en democracia sus compañeros y ella han sufrido ataques y atentados que tampoco se han investigado.
No quiere recordar aquello, pero sí me cuenta lo que ocurrió un 8 de febrero de 2013, en tiempos de democracia, cuando un grupo de desconocidos la golpeó. El certificado de médico forense le reconoció 15 días de impedimento por lesiones en la cabeza y el brazo derecho.
Me cuenta también sobre el incendio provocado durante la noche del 8 de febrero de 2014, en la casita donde Pedro Nova duerme solo. Se quemaron papeles, ardieron panes, canastas con papas, bolsas de fideos, la máquina de escribir y la computadora.
Otro atentado se vivió el 29 de octubre de 2019, cuando un grupo de mineros y campesinos que marchaban en apoyo al entonces presidente Evo Morales, justo cuando el país vivía una crisis político-social, golpearon ferozmente a su antecesor, Julio Llanos Rojas, quien murió luego de estar hospitalizado alrededor de un mes.
Ya han pasado más de 50 años desde la dictadura de Banzer; más de 41 desde la de García Meza y más de 9 desde que se instaló la casa de resistencia en El Prado. Y la dictadura aún dura para muchos.
“Después de mucho sufrimiento, el caso fue abierto ante la Fiscalía con el número 1914814, por el delito de homicidio”, afirma López; pero, aclara entre lágrimas, nunca avanzó y no se tiene ningún resultado ni culpables.
“Nadie hace nada –ni la Defensoría del Pueblo–, nadie quiere decir nada sobre nosotros. Estamos aquí desde hace más de nueve años y vamos a seguir. Nos han dicho que quieren movernos porque afeamos el lugar; pues que se aguanten, a nosotros nos siguen afeando nuestras vidas”, sentencia Victoria López.
La plataforma, encabezada por ella, pide cuatro respuestas. La primera, la verdad de los hechos, lo que pasó en las dictaduras, sin obviar los testimonios de quienes las vivieron. La segunda: justicia; juicios para quienes torturaron y para quienes incitaron las matanzas, torturas, secuestros y desapariciones. La tercera, memoria: un recordatorio de aquellos que pelearon por la democracia, ese bien común para vivir en libertad, para no olvidar a quienes dieron su vida por ello. Se incluye en este punto la reparación integral, es decir el reconocimiento social a través de algún monumento o la nominación de alguna calle. La cuarta es la reparación económica y una garantía de que hechos similares a los ocurridos entre 1964 y 1982 no se repetirán.
La Comisión de la Verdad
En 2016, durante el último periodo gubernamental de Evo Morales, se creó la Comisión de la Verdad de Bolivia con el objetivo de atender los casos de las víctimas de las dictaduras. Dicha comisión fue instituida mediante la Ley 879.
En noviembre de 2020, la comisión entregó 14.689 páginas divididas en 11 tomos. Los cuadernos contienen acápites de metodología, contexto histórico, violaciones de los derechos humanos, conclusiones y recomendaciones y anexos con fichas sobre victimarios y fotografías.
Los tomos tienen, sin embargo, enormes errores, además de que ese legajo, según critica el activista Edgar Ramos Andrade, solamente prioriza la ideología del MAS antes de cumplir con lo que se había propuesto.
Según la Ley 879, el objetivo de la comisión era “esclarecer asesinatos, desapariciones forzadas, torturas, detenciones arbitrarias y violencia sexual, entendidas como violaciones graves de derechos humanos, fundados en motivos políticos e ideológicos, de noviembre 1964 a octubre 1982”. Pero en la página 18, Tomo I del Informe, se señala: “La verdadera finalidad de investigación de la Comisión radica en escudriñar causas internas y externas que propiciaron la instauración de dictaduras”, objetivo que jamás se cumplió, según dice Andrade.
Seguir sobreviviendo
La lista de fallecidos sigue creciendo en la carpa de los Sobrevivientes de las Dictaduras. Ya partieron Felipe Mita Ticona, Antonio Zapata, Abel Sánchez, Antonio Guevara, Víctor Sandoval, René Albino, Dionicio Fernández, Ramiro Otero, Segundino Espinoza, Prudencio Carrasco, Alfonso Núñez, Jaime Alanoca, Alfredo Navarro, Zenón Acarapi, Juan Álvarez, Diva Arratia, Aleida Callisaya, Máximo Lara, César Villca, Bonifacio Surco, Zenón Barrientos, José Hurtado, Miguel Casas, Jorge Frías, Roberto Vega, Roberto Criales, Raymundo Paredes, Julio Altamirano, Niver Osaki, Gregorio Mendoza, Irma Cortez, Eduardo Blanco y Julio Llanos. Quienes siguen en la lucha, entre ellos Pedro Nova, Constantino Lima y Victoria López, coinciden en una sencilla palabra para describir sus avatares y su persistencia: suerte.
Buena suerte, mala suerte. Puede ser tan relativo. Ya han pasado más de 50 años desde la dictadura de Banzer; más de 41 desde la de García Meza y más de 9 desde que se instaló la casa de resistencia en El Prado. Y la dictadura aún dura para muchos.