Dónde reside la inmortalidad del superhéroe. Quién lo sostiene y lo sostendrá, pase lo que pase. Quizás haya que buscar las respuestas en esas otras realidades que ocupan una butaca del cine.

—Tengo ganas de ver una película, pero no sé cuál.
—Asumo que no será Spider-Man…
—¡Eso no es cine! —su voz se vuelve más grave cuando se altera y comienza a gesticular— Quiero ver una película de culto, no sé, algo que me haga pensar.
Me muerdo la lengua y respondo con paciencia, le sugiero mis favoritos de siempre, Kieslowski, Kim Ki-Duk (por supuesto, no los conoce) y David salva la charla cuando coincidimos en Good bye, Lenin (Baker, 2003) y cambiamos el tema hacia un territorio que al señor “quiero que el cine me haga pensar” le resulta más familiar.
Aquí es cuando debería entrar la sesuda defensa de Spider-Man: no way home (Watts, 2021) proponiendo una lectura a partir de Umberto Eco y el concepto de mass cult, transitando quizás hacia lo kitsch e incluso estableciendo paralelismos entre el trabajo del académico acerca de Superman y el cómic en tanto lenguaje. Quizás entonces convendría aludir a Danielle Barbieri y sus lenguajes del cómic, un libro publicado en una colección supervisada por el propio Eco y que brinda muchísimas luces acerca de algo que no es un género, sino que se consolida más bien como un lenguaje en sí mismo. Y bueno, ya estando en el asunto, no habría mayor conflicto si nos desviamos hacia Sontag. Pero no la parte que dice que el cine murió, sino más bien esa amable categoría apenas esbozada que es lo camp.
Gritamos emocionados, sin que nos importe que afuera el mundo continúe destrozándose, sin que pensemos durante unos minutos en nuestras tragedias personales, en nuestros conflictos, en nuestras miserias.
Leer Spider-Man desde lo camp es una tentación maravillosa. Apartándonos de la idea de que sí es un cine pensado para vender un efecto, de que sí es una piecita ensamblada (de manera efectiva, cabe resaltar) para despertar determinadas reacciones en los espectadores, apartándonos de todo ello para ir casando escenas memorables con las notas que Sontag escribe. Pero no voy a hacer eso. No quiero, me niego a definir a partir de un constructo teórico el momento preciso en que Spider-Man se quita la máscara para develar el rostro de Andrew Garfield (protagonista de la saga The amazing Spider-Man, la segunda hasta ahora, dirigida por Marc Webb) y los cinco asistentes de la sala (porque también las películas taquilleras tienen funciones casi desiertas —especialmente cuando se trata de una versión subtitulada en lugar de doblada—) gritamos, fundidos en una sola y misma emoción. Ya sabíamos, desde luego, por memes y spoilers, que el spiderverse estaba confirmado. Ya sabíamos que en algún momento Andrew Garfield y Tobey Maguire aparecerían luciendo el traje del arácnido, y aun así… Aun así gritamos, brincando sobre nuestras butacas, sin que nos importe que afuera el mundo continúe destrozándose, sin que pensemos durante unos minutos en nuestras tragedias personales, en nuestros conflictos, en nuestras miserias. Gritamos, porque quizás en esos minutos se hacía real ante nuestros ojos algo que solamente había sido una posibilidad, que se termine nuestro desempleo, que la sociedad deje de rechazar nuestra manera de amar (una de las parejas de la sala estaba conformada por dos chicos que entraron manteniendo distancia entre sí, pero que, a estas alturas de la cinta, intercambian besos amorosos), que la tragedia y el dolor se alejen o, en todo caso, que podamos avanzar y reconstruirnos. Nos estamos evadiendo.
Y de pronto, un meteorito
Es curioso que, a poco de la fiebre desatada por Spider-Man: no way home, con todas sus alusiones a las sagas anteriores, al cómic como tal, a la serie animada noventera entre otras, otra película haya ocupado ese lugar privilegiado, quizás no con tanta fuerza, pero sí con cierta insistencia. Y lo curioso no es tanto el suceso (después de todo, vivimos en una cultura del descarte y de lo reemplazable), sino la película en cuestión. Me refiero a Don’t look up (McKay, 2021), una sátira brillante acerca del fin del mundo. En ella, dos astrónomos (interpretados por Leonardo DiCaprio y Jennifer Lawrence) descubren que un meteorito se dirige a la tierra. Las dimensiones del mismo resultan preocupantes y, por ello, buscan advertir a las autoridades. A partir de ahí comienzan a desarrollarse una serie de intrigas y conflictos francamente desesperantes. Pues la premisa de la película parece ser: ¿Qué pasaría si el fin del mundo es inminente y a quienes podrían evitarlo no les importa?
Unas líneas atrás, había escrito que nos estamos evadiendo. Los personajes de la película llevan esta evasión al extremo. Voluntariamente, se niegan a ver lo que sucede a su alrededor y priorizan los beneficios particulares que podrían obtener de una tragedia mundial. ¿A dónde puede conducir esto? ¿A dónde vamos como sociedad si los líderes mundiales no solo no intervienen para solucionar el problema, sino que además sabotean salvajemente a quienes lo intentan? ¿Existe una salvación posible?
Confieso que a partir de la mitad de la película comencé a sospechar un final más bien al estilo The mist (Darabont, 2007), con el protagonista tomando y ejecutando la decisión más difícil de su existencia, pero estaba muy lejos de imaginar lo que iba a suceder.
El blanco de más de un meteorito
No sabría decir bien desde cuándo, pero no es raro que un meteorito aparezca en una película y se transforme en la dificultad contra la que los protagonistas deben lidiar. A fines de los noventa, hubo dos ejemplos conocidísimos, Impacto profundo (Leder, 1998) y Armaggedon (Bay, 1998), esta última además contó con una bellísima banda sonora en la que intervino Aerosmith. Ambas fueron películas comerciales y, de hecho, Armageddon es parodiada en ciertos momentos de Don’t look up.
La visión mesiánica en ambas noventeras es innegable. Los salvadores están presentes y buscan la forma de resolver el problema. Por otro lado, sobre todo en Impacto profundo, quienes eligen no hacer nada y enfrentar la muerte desde una posición más bien digna y voluntaria, son casi una elegía a la posibilidad de decidir. La periodista, Jenny Lerner, que apuesta por sanar heridas de infancia y morir rodeada por el cariño familiar es el mejor ejemplo de ello.
Es por eso que Spider-Man no muere, no puede, lo sostenemos nosotros, lo guardamos en la memoria, ahí, juntito a la infancia y a la adolescencia, enredado entre nuestras primeras frustraciones y decepciones amorosas, reparando las heridas del bullying y la imposibilidad de relacionarse socialmente.
Por otro lado, aunque todavía dentro de la temática, está Melancolía (2011), la maravillosa pieza dirigida por Lars von Trier y protagonizada por una fascinante Kirsten Dunst. Hay un meteorito, sí, llamado Melancolía, además. Pero la mitad de la película nos muestra el desastre emocional del personaje interpretado por Dunst que se casa, pero no puede ser feliz con ello, que traiciona al flamante esposo y se mete en demasiados problemas, que arma tragedias en vasos de agua, que se sumerge en una depresión espantosa que desespera y casi duele al espectador.
El apocalipsis se vuelve en Melancolía un asunto personal, individual e interior. Tiene que ser también procesado desde el yo, desde mi propio dolor, desde la gestión emocional. No es extraño entonces que quien mejor pueda manejarlo es la chica que ha vivido sufriendo en carne propia la depresión, que afirma incluso que tiene una cierta conexión con los eventos que están sucediendo y alterando el rumbo de la humanidad.
Melancolía y Don’t look up encarnan dos extremos y evidencian la diferencia abismal entre aceptar la inevitabilidad de las cosas y la desidia para hacer algo al respecto.
Alerta spoilers… más o menos
Hubiera querido llorar en la escena en que el Spider-Man de Garfield atrapa a MJ. No miento cuando digo que sentí un estremecimiento en el momento exacto en que las palabras: “Are you ok?” se dibujaron en los labios del personaje y el gesto de dolor cubrió su rostro. Creo que sí se me escapó un gritito, pero ninguna lágrima quiso salir. Es que en ese momento, no solamente se retrata la referencia a las entregas pasadas, sino que ese sencillo gesto alude a todos los conflictos de Peter Parker en los diferentes universos, el dolor por la pérdida de seres amados, la culpa, la soledad, el abandono, las ausencias, una complejidad emocional tremenda que se ha ido instalando en la mente de quienes vivimos nuestra infancia en los noventa y aprendimos a traducir al lenguaje del humor nuestras emociones más complejas. Quienes aprendimos a contar nuestras tragedias como números de stand up, pero que muy dentro tenemos a ese Peter que tiene que aprender a vivir sabiendo que el tío Ben no volverá, que llegó tarde para salvar a Gwen, que provocó el fin de la tía May.
Al final, comprendemos que los tres Spidey no son sino representaciones de las tres generaciones que han aprendido a encontrar en este producto de la cultura pop un referente y un compañero, una manera (no necesariamente la más sana) de aprender a procesar lo que nos pasa. Y es por eso que Spider-Man no muere, no puede, lo sostenemos nosotros, lo guardamos en la memoria, ahí, juntito a la infancia y a la adolescencia, enredado entre nuestras primeras frustraciones y decepciones amorosas, reparando las heridas del bullying y la imposibilidad de relacionarse socialmente. En ese lugar privilegiado en que la mente le baja tres rayitas a su intensidad y es la emoción la que toma el mando. Y recuperamos, por un momento, esa parte de nuestra humanidad que nosotros mismos, a diario, nos esforzamos por silenciar.