La manta colorida hecha por la abuela lo sabe todo de mí. Todo. Por eso, quiero morirme envuelto en ella. Así, Ramona sabrá encontrarme y yo podré abrazarla de nuevo, dice el nieto de la mujer que lo tejía todo.
Era blanca y tejía, tejía, tejía y tejía. No era necesario preguntarse qué estaba haciendo, por más charla radio tele, tejía. Supe lo que es bello de admirarla. Cuando me detenía delante de su blancura, su celeste cara, ella me hablaba sobre sus lentes con los cuales enfocaba su mano derecha, que espadeaba al aire enredando un hilo que no sabía que iba a quedar aprisionado para siempre en un croché de la ropa que inventara.
¿Por qué tejía tanto? nadie lo sabía, había tejido los pullóveres de sus hijas y con los años los destejía y volvía sobre la lana. Fue de ese modo que supo que absolutamente todo puede ser deshecho. Alguna vez hizo un vestido de 15 por encargo, pero sólo le interesaba lo cercano, y se enfocó en las mantas de toda la familia. A unos les tocó cuadrados de colores y a otros les tocó a rayas. Después empezó a tejer medias y guantes, hasta que se dio cuenta de que podía también tejer sombreros, pantalones y por fin un día sus ojos claros, que ya habían encontrado el camino, le hicieron tejer zapatos.
Hizo un canasto para la ropa y después hizo la mesa de luz, un velador, e hizo un armario, y después, sabiendo lo que se venía, tejió todo su alrededor.
Claro que la lana no daba para todo. Un día pidió lo que ya nadie usaba y lo destejió en su cama. Empezó entonces a tejer todo a su alrededor, hizo un canasto para la ropa y después hizo la mesa de luz, un velador, e hizo un armario, y después, sabiendo lo que se venía, tejió todo su alrededor, donde por cuestiones lógicas entró mi abuelo.
Tejió una alfombra que la llevaba al baño y tejió su toalla y tejió el camino a la cocina. Hizo todas las alfombras de la casa. Nada y ni nadie quedó lejos de su aguja. Mi abuela tejió todo a su alrededor. Si te quedabas un rato te tejía.
Cuando le pregunté por qué tejía, me dijo que era porque siempre lo había hecho. Pero no era del todo exacta su apreciación, porque todos sabían que empezó ya madre.
Hay una historia que tiene un elemento poco claro que puede develar el momento exacto. Es el año 46 en Entre Ríos. Llega una carta a un rancho donde abre el sobre un carpintero falto de dedos enteros, a razón de la velocidad de las sierras eléctricas; Ramona escucha de lejos que el carpintero dice que la carta llama a que entrando a las chacras, donde los Elías, un escribano leerá un testamento.
Entre el carpintero y la mujer hay una mirada. Los días pasan y los mejores vestidos tienen las tres niñas cuando llegan de la mano del carpintero hasta la plaza. El hombre alquila una volanta mientras la mujer de una caja de lata saca las monedas que inventarán un helado en las manos de las niñas.
Es cuando el sol raja que los cinco toman el camino de las chacras. Pasando la tranca, aparece a la izquierda la capilla, es mucho menos que una iglesia y es algo más que una casa. La volanta queda a un paso del camino.
Las tres niñas están sentadas hasta que el carpintero las baja. Ramona está pensando pero no habla. En el año 46 el mundo tenía otro silencio. Otra consistencia de aire hacía que el viento traiga las palabras. La limpieza del aire alcanzaba para ver el casco de estancia y los coches entrando. Bajaban sacos y sombreros que brillaban. La mujer y el hombre veían a lo lejos el paisaje y de pie a un lado de la volanta no se decidían ni por la iglesia ni por el camino. Pensaban.
En el casco iba apareciendo la parentela de Elías, aquel que no había podido tener hijos repartiría lo que siempre le había sobrado. Lo que ninguno de los que en auto bajaban sabían, era que Elías por vez primera iba a hablar desde la muerte e iba a reconocer a la hija que había tenido con Candelaria, la sirvienta, aquella india que al saberse embarazada tuvo que decidir. Cuando le ofrecieron quedarse no le dieron la bienvenida a la familia, pero le dijeron que el niño se quedaría entre ellos como un rey, evitando aclarar que ella seguiría entre ellos como esclava. Es ahí cuando la india Candelaria escapa y tiene la niña blanca celeste y la llama Ramona. Todo esto es el pasado de esta mujer que ahora está en este presente de carpintero, tres niñas y volanta.
El carpintero, que para evitar eufemismos se llama Juan, mira a la mujer, mira a Ramona y “si nos llamaron es porque tu padre te va a dejar algo, lo ha reconocido, por eso llegó el aviso del escribano”. Hay unos diálogos más hasta que la familia sube al carro, el hombre agita al caballo y el sulky avanza. Éste es el momento que gracias a las letras estará ahora detenido como una foto.
La foto es el campo de Entre Ríos, las afueras de Villaguay del 46, o sea 20 cuadras. El camino de tierra tiene la huella de los carros, los rastros de los caballos y el polvo que el viento levanta. Ramona está mirando su futuro, pero le viene la imagen de su madre lavando, mira para atrás y sus hijas están en silencio sin decir nada. Juan agita la rienda cuando ella toca el brazo del hombre. El hombre la mira. Todo se ha congelado.
La mujer dice volvamos a casa. El hombre mira sereno y manso como era, tira el lazo a la izquierda y gira el caballo y la volanta. El corazón de Ramona galopa mientras el caballo avanza. El corazón de Ramona galopa
Cuando alguien toma una decisión, el mundo se acaba y debe y necesita volver a construirse. El mundo está hecho de estos silencios. Incluso mucho menos que de acciones comunes o descabelladas, mucho menos que de arrebatos, actos heroicos, y sobre todo acciones en masa.
El mundo está hecho de estos silencios, cuando esta mujer sosteniendo el brazo del padre de sus hijas dice volvamos a casa. El hombre mira sereno y manso como era, tira el lazo a la izquierda y gira el caballo y la volanta. El corazón de Ramona galopa mientras el caballo avanza. El corazón de Ramona galopa.
Cuando el carro toma la huella, Ramona se permite mirar para atrás, para calcular lo que le pertenece. Está mirando cómo deja atrás lo que tal vez sea la voz de su padre. Una voz escrita que tendrá en realidad voz de escribano. Mira entonces al hombre que está a su lado. No tienen nada más que un rancho, cualquier cosa que le sobre a Elías será todo para ellos. Será el futuro seguro y deseado.
Mira sus niñas, ninguna hace nada, ni siquiera hablan entre ellas o se ríen. Las niñas saben no hacer nada cuando las decisiones de sus padres son definitivas; entonces, viendo el futuro, Ramona vuelve a tocar el brazo del carpintero.
Después de ese acto habrá una carta que llegará intermitente, pidiendo su presencia ante el escribano para tomar cuenta del testamento. Todas las veces que la carta llegue será ignorada por una mujer que teje.
¡Oh!, dice el hombre y los caballos se detienen. Ramona baja, se agacha y toca en la tierra algo, mira a lo lejos y vuelve arriba. Le ha cambiado la cara. El hombre la mira. Ahora sí, ahora sí. Ahora sí. Vamos Juan, vamos a casa. No hay más palabras.
Después de ese acto habrá una carta que llegará intermitente, pidiendo su presencia ante el escribano para tomar cuenta del testamento. Todas las veces que la carta llegue será ignorada por una mujer que teje.
De todo este relato hay algo muy oculto y que sólo el tiempo hará visible, y es qué cosa recogió mi abuela del camino de tierra que conducía a la casa de un padre muerto que demasiado tarde quiso reconocerla. Mi abuela había encontrado la razón de su vida. No todos tienen esa fortuna.
Pues es simple, mi abuela al agacharse tomó la aguja con la que de allí en adelante iba a tejer su vida. Desde esa tarde de sol rajante, la vida de mi abuela sucedió entre lanas. Y tejió todo lo que estuvo a su alcance; el día que la muerte vino a buscarla, ella estaba tranquila porque había tejido todo.
El día que murió, lo recuerdo siempre. Yo estaba lejos, pero la soñé: ella entró a mi pieza uruguaya y me acomodó la manta. Su manta. Cuando el teléfono sonó un rato después, yo ya sabía lo que iban a contarme. Todo esto lo recuerdo hoy que el solsticio avisa que el frío vuelve y tengo en mis manos la manta colorida que tejió mi abuela, la de lana, la viva, la colcha que calentó mi niñez en mi cama. La que llevé conmigo en todas las partidas. Me cubrió cuando escapé en barco de la tos convulsa, la que elegí llevar para dormir al ras del cielo, la que fue garupa en mi galopada, la que fue un día techo y otra carpa.
El día que muera quiero morir de frío envuelto en la manta colorida que tejió mi abuela. Sé, por lo que he sentido, que esa manta sabe todo de mí y me permitirá guiar mi alma, atravesar el silencio indomable de dejar la vida, así como me permitió otrora atravesar las fronteras del sueño. Sospecho que morir envuelto en ese su tejido le permitirá a ella encontrarme fácilmente y, por lo tanto, a mí volver a abrazarla.