Cómo encontrar las historias relevantes
¿Cuál es el futuro del periodismo?. Cecilia Lanza, directora de Rascacielos, lo imagina comunitario y sus reflexiones son parte del libro Futuro Imperfecto, editado por la Revista Anfibia, donde escriben otros 14 editores y directores de los medios más influyentes de Hispanoamérica.
El Ekeko es el idolillo aymara que carga todas las provisiones necesarias, desde alimentos y conservas hasta materiales y herramientas para el arado o la construcción; cemento, ladrillos, picos o palas, pero también teléfonos celulares, computadoras, camiones y, por qué no, casas enteras y lo que haga falta. Lo importante es que no falte. El Ekeko es el dios de la abundancia. Y la abundancia es, por principio, plural y es una idea comunitaria.
Me gustaba llamarme Ekeka porque, como él, salía a las calles cargada de mis herramientas de trabajo: cámaras, trípode, estuches, mochila, chaleco, sombrero, paraguas. Y lo que hiciera falta. Claro, las llaves del auto. Una Ekeka cabal. Era lo que entonces, hace más de una década, se conocía como videoperiodista. Aquella profesional-orquesta capaz de producir relatos periodísticos de principio a fin, en solitario. Éramos periodistas, choferes sobre caminos de tierra, productoras, guionistas, camarógrafas, sonidistas, editoras, técnicas; todo en uno. Clic. Send. Ok.
Historias con carne, hueso y memoria
Pero ¿era yo una Ekeka cabal? La carga del Ekeko no es propiedad individual. Siguiendo el principio de reciprocidad de la cultura aymara tendrá que compartirse y, visible y ostentosa, es más bien una alegoría de la desapropiación que hace evidente así la presencia de otros en su propia historia. ¿Cómo es un periodista desapropiado?
Rematerializar, propone la mexicana Cristina Rivera Garza, es devolver al otro a su cuerpo, pasar de lo etéreo a lo concreto, de la cosa al sujeto, al cuerpo –con alma– con esencia (recuperar su “presencia”, dice ella). Rematerializar es volver a mirar, es reconocer en el otro un cuerpo lleno, no vacío, “descarnado”, sino un cuerpo como el del Ekeko, ataviado de objetos con historia(s), con carne, hueso y memoria.
Así, en este mundo descarnado en el que somos gentes sin cuerpos y quien sabe sin almas, “no nos duele lo que no nos toca”, dice Rivera Garza en su artículo “Del verbo tocar: Las manos de la pandemia y las preguntas inescapables” (Revista de la Universidad de México, Especial: Diario de la Pandemia, https://bit.ly/3gxSYjm). Pero ahora que estamos inevitablemente detenidos por el encierro de la pandemia sucede una paradoja: los cuerpos que antes no sentíamos, hoy nos tocan. Y lo hacen de múltiples maneras. Ya no es posible no mirarlos y ojalá también sea imposible no sentirlos.
Rematerializar es el verbo, aun o sobre todo para aquellos que no vemos tras las pantallas. Porque si la idea es devolver al otro a su cuerpo, reconocer su (pr)esencia, ¿a quién le hablan los medios cuando hablan?, ¿importa cómo son quienes escuchan, quienes miran y leen, más allá del like? Surge así otra paradoja. Y es que, si por un lado el perfil de las audiencias está definido con precisión de relojero, al mismo tiempo estas –las audiencias– parecen estar invisibilizadas, diluidas en el océano de la hiperoferta y demanda de contenidos que inundan hoy las redes y los medios sociales. Las audiencias vistas de ese modo serían “cosa”, masa informe de sujetos “descarnados” (sin carne, sin alma): consumidores insaciables, consumidores ad infinitum.
¿Qué pasa entonces si asumimos el reto de incorporarlas, ya no desde el punto de vista utilitario sino en una relación de horizontalidad? ¿Ese nuevo “tacto” pos-pandémico nos llevará a los medios y periodistas a leer y escuchar a esos otros cuerpos sin más mediación que su propia voz y su propia escritura? Más aún, ¿seremos capaces de compartir nuestro lugar hoy puesto en crisis? Y finalmente, ¿qué desafíos nos plantea desplazar la mediación que hemos adoptado como propia hacia esa pretendida horizontalidad de medios y audiencias?
Una Ekeka digital
Es curioso como aquella videoperiodista Ekeka, loba solitaria por fuerza de un mercado periodístico mundial que hace más de una década buscaba ya optimizar recursos con la fórmula del periodista todo terreno, 5 en1, sea ahora, por la misma razón, una suerte de Ekeka digital a tiempo completo.
Si la situación del diario en el que trabajo, uno de los tres más importantes del país, antes de la pandemia por COVID-19 era ya precaria, luego de esta, la revista dominical de periodismo narrativo que creamos a inicios de 2018, Rascacielos, dejó de imprimirse. Francamente la situación no cambió en el fondo: habíamos nacido con recursos mínimos, a pura creatividad, exprimiendo eso que llamamos alianzas colaborativas y que en tiempos remotos conocíamos como trueque: tú me das, yo te doy, ganamos todos. Tras la pandemia quedé solo yo, nuevamente la Ekeka y su carga. Sin más, mis compañeras, dos estudiantes de literatura y una periodista cultural con quienes iniciamos el proyecto, cuyo apoyo era inmenso pero retribuido al modo de una pasantía, quedaron fuera del diario. Su respuesta al teléfono fue “no te preocupes, aquí estamos, no nos vamos”. Y aquí están. Porque construimos Rascacielos con eso que llamamos “cimientos antisísmicos”: una alianza estratégica con nuestros lectores. Quizás allí, con más intuición que otro tipo de certezas, se perfilaba la posibilidad de esa relación de pretendida horizontalidad.
No era que sin periodistas ni dinero quedaran los colaboradores, esos profesionales en distintas áreas habituados a una suerte de mecenazgo por el que donan su trabajo en número de caracteres. No. Lo nuestro fue hacer de los lectores nuestros escritores permanentes, pero, además –aunque no siempre– pagados. Y convocatoria tras convocatoria, llegamos a los rincones menos pensados y descubrimos historias y experiencias a las que no hubiéramos llegado por nuestra cuenta. Cuatro mujeres en la cocina de Rascacielos tuvieron todo que ver con que la primera convocatoria a nuestros lectores fuera escribir sobre “Las abuelas”. Aunque podría considerarse un lugar común, pensamos que sería una buena manera de probar varias cosas: que en esas historias había un mundo por descubrir, que nadie mejor que los nietos para contarlo desde el propio cuerpo, que era necesaria esa pausa en un tiempo sin pausas para apelar a la memoria afectiva, a la oralidad de la que venimos, y por tanto convocar a ese coro con el que iniciábamos, casi sin querer, un relato polifónico colectivo, valga la redundancia.
No está de más recordar y acaso recuperar como piedra fundamental de la comunicación en América Latina, la potencia y la tradición de las radios comunitarias que hicieron posible la presencia contundente de aquel relato polifónico de la diversidad. En contextos culturales básicamente orales, por tradición histórica primero y por limitaciones de acceso a una educación basada en la escritura después, estas radios fueron el soporte natural de las voces, lenguajes, costumbres y culturas de aquellos pueblos, incluso barrios y comunidades, que estando marginados de la mirada y del relato de los medios dominantes supieron preservarse a sí mismos y por tanto preservar la riqueza cultural colectiva (¡qué sería de algunas lenguas sin las radios comunitarias!).
Es curioso pero no es casual que 70 años después apelemos a la tradición de las radios comunitarias –como las radios mineras en Bolivia (1947)–, que en su origen contestatario y de resistencia a los mandatos dominantes, autoritarios y homogeneizantes, como sucedió durante las dictaduras militares, adquieren relevancia en un contexto global mediático dominado por una suerte de neotecnodictaduras del sistema digital global de los grandes
monopolios (como dicen, de formas distintas, los filósofos Srecko Horvat y Markus Gabriel -Conferencias en el marco de la Beca Cosecha Anfibia-). Recuperar el sentido de la comunalidad, que en esa idea de conjunto reconoce a su vez a sus integrantes, uno a uno, parece necesario. Esta suerte de soplo de cuerno a través de las claves de la oralidad que en sus relatos construye el sentido colectivo, nos permitió llegar a rincones geográficos y emocionales a los que solo es posible acceder con el puño y la letra de sus protagonistas.
Así supimos, por ejemplo, cómo Julia, nieta de Ladislao Cabrera, héroe de la Guerra del Pacífico (1879), como buena guardiana de la historia familiar y quién sabe heredera de algún tipo de valentía, guardó por años el arma de su abuelo y la libró de un estafador que pretendió venderla. O cómo otra abuela, Natividad, furibunda dirigente sindical de los empleados de la oficina nacional de correos, abofeteó al mismísimo Juan Lechín Oquendo, hombre grande, líder de la poderosa Central Obrera Boliviana, debido a algún desacuerdo político en aquellos años en que las mujeres estaban proscritas a la cocina. O supimos que en el norte del país hubo una mujer, Adalia, que recorrió pampas, selvas y pueblos, en carretón, canoa o a caballo, organizando a las “Madrinas de guerra”, quienes, desde esa punta del país, en el norte, enviaban vituallas a los soldados de la Guerra del Chaco (1932) en el sur lejano. Hubo otra, que fue adoptada como abuela por una niña vecina con quien se sentaba tardes enteras a mirar el cielo, hasta que un día se apareció un ovni y ellas, muertas de risa, jugaban a comerse un trozo de mandarina según el plato volador se movía a izquierda o a derecha. El Observatorio Nacional de San Calixto, en La Paz, dio fe de que efectivamente un objeto volador no identificado fue visto esa tarde de 1962. Ese amor de nieta y abuela postizas era un amor de otro planeta.
Recibimos decenas de textos con historias entrañables y cuando en uno de ellos leímos que el autor había recibido el encargo de la familia campesina de contar la historia de su abuela, supimos que habíamos sellado nuestro pacto con los lectores. Más tarde convocamos a escribir Relatos desde la cocina, historias que recuperaran el patrimonio gastronómico boliviano desde el cultivo del producto en comunidades lejanas y en muchos sentidos desconocidas y ausentes en los relatos urbanos, hasta su consumo. Difícilmente hubiésemos sabido, por ejemplo, que el “mull’e” es un modo ancestral de elaboración del queso en Chuncarcota de Machaca, en el altiplano boliviano, sobre todo en tiempos de lluvia cuando nacen los corderos y la leche abunda. El “mull’e”, escribió Jaime en su crónica, es un pequeño saco que almacena la vesícula biliar de la vaca y que al modo de una bolsita de té se sumerge en la leche hervida para cuajarla. Uno encima del otro, separados por capas de paja, cada cuajo escurrido es un trozo de queso en la cocina y en la memoria. Tías, abuelas, niños y niñas reunidos alrededor del fogón donde hierve la leche y cuaja el relato que Jaime comparte ahora con la comunidad, a través de Rascacielos y la galaxia digital. Esa comunidad que somos todas y todos. Por eso, cuando poco después sucedieron en Bolivia graves conflictos sociales tras las elecciones nacionales de 2019, que derivaron en veintiún días de violentas protestas ciudadanas, volvimos a convocar a nuestros lectores a escribir. El resultado se lee ahora como un valioso documento histórico que relata no solo lo sucedido –los hechos– sino lo vivido –la experiencia encarnada– por los propios actores, en cuerpo presente; detrás de los vidrios rotos de sus casas, en sus barrios o en las calles tras los trapos y pañuelos empapados en vinagre para no sucumbir a los gases lacrimógenos. No son citas, no son entrecomillados, no son declaraciones, son textos escritos por ellos y ellas, a su modo. Quizás en esas tres palabras –“a su modo”– radique el meollo del asunto. Todos contamos historias –dice Rivera Garza en “Desapropiación para principiantes”, (ver https://bit.ly/35qxsHZ)- pero un escritor investiga y recorre con “paciencia ética” el material ajeno, las fuentes, las voces, que luego firmará como propios.
Un paso más allá diremos que el periodista, el cronista, hace ambas cosas, a veces la primera y ojalá siempre la segunda; pero el lector que protagoniza y escribe los hechos que narra encarna esa ventaja: el material por el que firma es propio. ¿Será ese el horizonte deseado? ¿Cuál es entonces el rol del periodismo –cuál su autoridad– y su lugar de mediación desde donde procesa los datos respecto de cuestiones como la verdad o la relevancia pública de un hecho?
El ilustrado, el bárbaro y la Ekeka
(Periodismo profesional, periodismo populista y periodismo comunitario)
La crisis de los medios ha implicado, entre otras cosas, la volatilidad de las audiencias. Sostener, recuperar o atraerlas es el desafío que ha llevado a medios y periodistas a múltiples ensayos que exploran sin demasiada certeza los caóticos territorios donde habita la “dictadura del clic”, el algoritmo o las trends, con malabares que intentan responder a ese mercado al mismo tiempo que insertar –casi de contrabando– contenido relevante, ese material al parecer poco atractivo cuyos adeptos son cada vez más escasos. El periodismo, así como los “pactos de lectura” del periodismo tradicional con sus audiencias, se ha “dinamitado”, dice Silvio Waisbord en “Crisis y profesionalismo en el periodismo contemporáneo” (ver https://bit.ly/3cJ9Mmk). Se trata, evidentemente, de un nuevo “régimen de verdad” que tiene que ver tanto con el complejo contexto donde pugnan verdad y posverdades, pero también, creo, con los lugares desde donde se construyen hoy los sentidos sociales; aquellos múltiples espacios de la esfera digital que han erosionado la centralidad de los medios tradicionales. Son espacios “burbuja”, dirán, son barrios, son comunidades con intereses específicos, sí, pero si los medios somos capaces de incluir aquellas voces –suena a verticalidad, sé– y, más aún, si estas voces son en primera persona y de puño y letra, tanto mejor –suena a horizontalidad, espero–. El lugar del periodismo se habrá movido.
Un desplazamiento inevitable desde el “periodismo profesional” (Waisbord) que preserva su jurisdicción, sus normas y la búsqueda de “la verdad”; donde el sujeto es el periodista, llamémosle el ilustrado, aquel sujeto y lugar autorizado que señala lo que “es”. Ese periodismo que frente a las fake news parece reafirmar su rol pues, “aún como utopía”, la búsqueda de la verdad es su razón de ser. Lo mismo que su vocación ética de servicio social que se traduce en la producción de contenido relevante para la colectividad. Como aquello ha entrado en crisis y el periodismo hoy produce también fast news así como fast food, la siguiente estación es, digamos, el periodismo de mercado.
Si el periodismo de mercado responde al like, al algoritmo, a “lo que pide la gente, el pueblo”, bien podríamos llamarlo también periodismo populista, donde a diferencia del periodismo profesional, cuyo sujeto es el periodista, en este caso el sujeto es precisamente el mercado, y aquí no se dice lo que “es” sino lo que la gente “pide”. Y si antes era el ilustrado, ahora es, digamos, el bárbaro. En el mercado de la libre oferta y demanda, todo vale. Cabe entonces proponer otra cosa, ni siquiera un “punto medio” o algún tipo de equilibrio –entre periodismo profesional y periodismo de mercado–, no.
Cabe un periodismo que esté por encima, no porque se imponga sino porque reúna. Llamémosle periodismo comunitario, cuyo sujeto no sea ni el periodista ni el mercado sino el propio periodismo (la relevancia, lo que importa). Aquel que reúne y gestiona las experiencias compartidas por aquellos lectores-escritores para beneficio colectivo. Bien podríamos también llamarlo periodismo democrático, en tanto reúne saberes diversos en espacios comunes, pero también porque supera la polaridad entre la verdad del periodismo ilustrado, y la mentira del periodismo de mercado. El periodismo comunitario será entonces un periodismo ciudadano distinto, posible, aquel del retorno a la comunalidad. Y el periodista será el editor que encuentre el grano y deje fuera la paja. Porque todos podemos contar historias, incluso historias relevantes. He ahí el desafío: el periodista deberá encontrar la relevancia de las historias relevantes. Y esas son, finalmente, las historias que carga y calza la Ekeka. Historias encarnadas.