Hay momentos clave en la vida, momentos destinados a permanecer en la memoria, momentos que casi nos dan una razón para vivirla. Mercurio nos ofrece, a partir del relato sobre la peculiar relación con su abuelo, una excusa para encontrar nuestros propios instantes fundamentales.
-¿Dónde está?
-Lo traje envuelto en un trapo
-¿Quién agarró el dedo de este señor?
Mi abuelo tenía la mayoría de los dedos cosidos; cada vez que mi abuela preparaba matambre, él no podía dejar de mirarse. Las articulaciones de los dedos le andaban bastante bien, pero las falanges se movían como las ruedas de los cochecitos malos. Nunca lo escuché quejarse de algo. Si hablaba era para reír. Era también conocido como “el Ronco”, pero como empezó a quedarse sordo, no sé cuándo, mi abuela prefería llamarlo Sordo. Tuvo cuatro hijas mujeres que empezaron a hablar de lo mismo y al mismo tiempo hace más de 70 años y aún continúan.
A él siempre le llegaba el sol. Tal vez por eso reía. Desde la vereda veías que te observaba a través de la ventana. Yo entraba, saludaba a mi abuela, a mi tía y cuando me acercaba a él se sonreía y roncaba algo que le causaba gracia a todos. Juan Larroza parecía estar cómodo.
Un día le pregunté de qué se reía al mirar por la ventana y dijo dos palabras: “Me acuerdo”. Hablaba poco y si lo hacía enervaba a mi abuela que le saltaba encima con una cantidad de malas palabras y gritos que solo conocen aquellos que han vivido en una familia de verdad. Cada dos por tres se iba al patio, donde tenía la mesa y las herramientas, pero era solo un paseo porque ya había construido de todo; dan fe los muebles de casi todas las casas de sus hijas: los roperos y las bibliotecas lo sobrevivieron. Su trabajo es inolvidable, tal vez haya ayudado el que los muebles actuales –esos que se compran en los súper– son muy accesibles, pero duran un par de resfríos. En la casa de mi hermano y en la de mi vieja, los muebles que hizo mi abuelo siguen brillando en madera, mientras los otros se curvan en amarillo ante una humedad imperceptible.
Con mi abuelo aprendí el silencio. […] Pero según él, lo importante era hacer una escuadra. Si haces un cuadrado podés hacer todo y yo fui un mal alumno, de hecho no aprendí nada, pues solo me importaba estar con él.
Dos recuerdos
Me quedan dos momentos todavía. Yo ya era un joven cuando le pedí que me enseñara lo que sabía de carpintería. Se puso contento. Me esperaba, íbamos al patio, yo quería entender cómo se daba cuenta de que una madera estaba torcida. Lo había visto miles de veces apuntar un listón hacia el cielo, cerrar un ojo, dilucidar una estrella imposible con su madera en alza y descubrir una curva que nadie había percibido. Después agarraba el cepillo que iba ajustando a martillazos y se paseaba por la madera hasta que esta ardía en viruta. Después lijaba serena y constantemente, espolvoreando el suelo.
Con mi abuelo aprendí el silencio. No trabajaba con la radio prendida, supongo que por su sordera. En el primer encuentro que tuvimos me enseñó a clavar y sacar clavos, a recuperarlos a martillazos, guardarlos en un pote para volver a usarlos; solo eso. La segunda vez, me enseñó a cortar en la sierra eléctrica de la mesa sin perder los dedos. Pero según él, lo importante era hacer una escuadra. Si haces un cuadrado podés hacer todo y yo fui un mal alumno, de hecho no aprendí nada, pues solo me importaba estar con él. Esos pocos días que pasamos juntos me ayudaron cuando sucedió lo inesperado.
El abuelo explicaba en voz ronca y baja, pero tenías que retrucarle alto, muy alto. Mi abuela no usaba esta técnica, directamente le gritaba. Cuando mis tías estaban juntas, “la casa de Bernarda Alba” era un griterío ensordecedor, empezaban con intimidades, a desgañitar contra parientes, calcular los almuerzos y sobre todo no coincidir en cuestiones mínimas, como por ejemplo si era mejor el huevo rojo o blanco. Mientras todas gritaban, mi abuelo, imperturbable, miraba por la ventana y de vez en cuando sonreía. Cuando el conflicto entre ellas era insalvable, necesitaban del Sordo para que desempatase, y lo llamaban a los gritos. A no más de 40 centímetros, él se ponía la mano en la oreja y trataba de entender lo que decían. Pero como mi familia recibió de todo genéticamente, menos paciencia, entonces se aburrían, dejaban de explicarle el asunto que estaban discutiendo, volvían a los gritos y él a mirar por la ventana.
La última tarde que fui a compartir su oficio sufrí un sobresalto inusitado, algo que jamás pensé que viviría y que no he contado. Él me estaba explicando cómo poner aserrín y cola en las juntas, cuando yo le pregunté algo en el volumen que todos le hablábamos; entonces él me pidió que me le acercara y me dijo algo en el oído. Nos reímos casi una hora. Me acuerdo y me río.
No hay cómo recordar al Ronco sin alegrarse. Ese viejo pícaro. Todavía puedo sentirlo mientras muchas cosas han dejado de quedarse, se han ido, se perdieron, se deshicieron, murieron de otra manera, sin dejar rastros. Él, sin embargo, está aquí todavía.
El otro instante tiene que ver con las cosas que uno recuerda de su propia infancia; la mayoría son una construcción totalmente ficticia: a uno le han contado tantas veces algunos acontecimientos, que es inevitable dudar si uno recuerda o ha puesto imágenes a los recuerdos de los otros para hacerlos propios. A mí me pasa eso con la mayoría de las cosas. Salvo con una.
Tengo tal vez cinco años, hemos viajado a Ushuaia a visitar a la familia en el fin del mundo. Allá se fue el Sordo. Armó su casa y más arriba de la San Martín compró un terreno para armar su carpintería. Sale de mañana, vuelve para el almuerzo, y de tarde, lo mismo. El verano en Ushuaia es perfecto, es largo, es claro, el sol es rey. Por días, mi abuelo tiene prendida la sierra y está cortando listones y yo lo acompaño. Somos el uno para el otro, nadie necesita hablar de nada y sobrevivimos sin quejas. Igual sería imposible hablar con la sierra prendida. Ensordece. Los dos agradecemos a la sierra. Lo acompaño tomado de su mano ya reconstruida varias veces. Es fácil sentir las costuras.
He aprendido algo: si vivir es dejarse caer en una montaña de aserrín, quiero vivir más tiempo para que de nuevo suceda. Ese polvo recibe y abraza a quien sea, no importa el tamaño.
Al llegar a la carpintería me da los juguetes que cualquier niño necesita para construir el mundo: dos pedazos de madera inconexos. Me siento en el piso de tablas y olvido todo. El olor es imponente, esa memoria de árbol ensordece. En el verano de Ushuaia el sol tarda en el cenit y es al mediodía que Febo otea el horizonte. Esto que está pasando es la memoria más alegre de mi niñez: el sol entra por una ventana cuadrada de vidrio, el frío se ha ido y el sol atraviesa la carpintería dejando un claroscuro que es invadido por el polvo que vuela ante una sierra que chilla; mi abuelo trabaja, yo estoy sentado al borde de una pila de aserrín. Lo que voy a hacer lo haré muy despacio, nunca seré de acciones veloces, no seré lento tampoco, pero nunca seré veloz; demoro en tomar decisiones pero cuando las tomo voy a fondo: veinte años después me escribirá una carta que afirma eso. Es decir que el Sordo no escuchaba, pero veía. En el asunto que relato, primero me paro y lentamente me estoy inclinando hacia atrás mientras la luz del sol atraviesa trapezoidalmente la carpintería. Ha dividido el lugar dejando a mi abuelo en la oscuridad. Voy dejándome caer hacia atrás, tengo en las manos dos pedazos de madera que impedirán que mis manos absorban el golpe de la caída, estoy dejándome caer en una montaña de espuma de árbol. El olor invencible de la madera me penetra mientras cierro los ojos y me dejo. El aserrín me abraza. No sé si alguien me ha visto. Si el abuelo lo ha visto no va a decirlo jamás, nadie salvo yo mismo sabe lo que es vivir eso a los cinco años.
He aprendido algo: si vivir es dejarse caer en una montaña de aserrín, quiero vivir más tiempo para que de nuevo suceda. Ese polvo recibe y abraza a quien sea, no importa el tamaño. De pronto me despierto porque mi abuelo ha apagado la sierra. No tengo idea de cuánto tiempo ha pasado, pero me despierto en ese aroma. Abro los ojos y no digo absolutamente nada. Pero acabo de decidir algo: voy a continuar viviendo, aun sintiendo que este mundo al que me han traído es muy pero muy complejo. Este es el mundo de los hablan, de los que actúan, de los que deciden rápido y está lleno de gente que al parecer lo entiende todo, que sabe perfectamente cómo comportarse ante cada acontecimiento mientras yo observo perdido.
Yo pienso, pienso, pienso y no sé qué hacer, entonces no hago nada, lo que hace que cada día que pase me encuentre más lejos de ser parte de esto. Incluso lo confirmaré cuando nazca mi hermano, quien al parecer ha vuelto a este mundo porque anda muy relajado y desenvuelto. Pero hoy ha sido distinto, ha pasado algo. Hoy sentí algo que estoy contando por primera vez 47 años después. Sentí el placer de la vida. Lo siento y por momentos me prometo volver a hacerlo, pero tengo resquemor de no sentir lo mismo porque tal vez descubra que el elemento indispensable de esa felicidad no era el aserrín sino el carpintero que estaba en lo oscuro. Esa duda la sostendré todavía.
Epílogo
El día del patio, él, que me estaba enseñando carpintería, usó un montón de palabras que, sin embargo, no fueron tantas cuando me dijo: “Nieto, hábleme bajo, usted hábleme bajo: yo escucho”.