Nací un día de febrero en África, en un caserío africano. El más grande de Maputo. Volví a nacer mestizo, marrón claro por fuera, pero oscuro por dentro, negro y africano.
Cuando el micro se fue acercando al lugar donde me bajaría, el horizonte me mostró un paisaje amarillento y terroso. Apenas descendí, entendí que ésa era la primera vez que entraba verdaderamente al África. Desde el ómnibus había corroborado las instrucciones. Antes de tirar del cordón, vi el lugar: ocupaba toda una mirada, una inmensidad agobiante de casas; sin un respiro.
Sentí cierta tensión, pero no dudé, Malaquíash me había dado el nombre de su abuela como referencia. Había corredores, me quedé parado delante de uno que supuse era el correcto; a los lados, lo precario se sostenía como suele hacerlo: para siempre. Éste podía ser mi camino. Hubo chanchos y gallinas, niños descalzos que corrían con un palito en la mano llevando la carcaza de una rueda de bicicleta. Mozambique vivía allí, ése era el Maputo al que nunca había accedido.
El lugar carecía de horizonte. Fui yendo unos quince minutos hasta que advertí que el camino se acababa en 10 metros. Una ventana. No había una puerta, era sólo una ventana. Lo primero que hice fue mirar adentro, pero me observaron y bajé la mirada: por vergüenza. ¿Cómo seguir? Vino a mí el nombre de la abuela, y regresé sobre mis pasos sin esta vez cruzar con nadie.
Había perdido una bifurcación, estaba seguro. Volví a recorrer todo y terminé de nuevo delante de una ventana; bajé la cabeza y descubrí un hilo de camino, era la huella de una bicicleta que rodeaba la casa y continuaba entre otras rodeándolas también. Nunca había andado en un sendero tan angosto. Lo seguí. De ahí en más anduve en un zig zag infinito rodeando las casas.
Lo que encontré más adelante era más profundo, vi hombres que me miraban absortos, esquivos… Vi jóvenes que comentaban algo mientras yo pasaba saludando. Escuché “Xicuembo” varias veces, sabiendo que hablando de mí, o de los blancos, o del diablo. Finalmente, una curva me dio la señal que tenía registrada. Un árbol. Supe muchísimos años más tarde, leyendo a Kapuściński, que un árbol es la señal más feliz que hay en África. En este camino fue ese árbol el que indicó mi destino. Llegué a la casa de Malaquíash, golpeé las manos. Hacía casi dos meses que estaba en Maputo; la incerteza de los primeros días, el desasosiego de no saber qué hacer, la posibilidad de contribuir a una revolución había quedado tan atrás como el hecho de demostrar mi cobardía.
Supe muchísimos años más tarde, leyendo a Kapuściński, que un árbol es la señal más feliz que hay en África. En este camino, fue ese árbol el que indicó mi destino.
La experiencia que tenía cumplía el sueño de Cora. En su sueño adolescente, un grupo de revolucionarios, entre los que estaba ella, mi amigo Dado y yo, habíamos sido encarcelados. Trataban de torcer nuestra gallardía, en cada celda. Yo estaba con el grupo más grande de detenidos y desde donde ella estaba, dijo, se escuchaban risas. Suponía en su sueño que yo me convertiría en un líder a fuerza de causar gracia.
Un año atrás, en una casa de clase media argentina, me habían dicho que Mozambique era la Cuba de África. La mejor expresión de revolución socialista en el continente negro. En los dos intensos meses que yo había pasado, no había encontrado ni un indicio, ni siquiera un gesto para suponer que quien me lo dijo no estaba delirando. Me había quedado en Maputo porque me gustaba. Me sentía cómodo, mi asunto ya había dejado de ser parte de una revolución africana. Estaba ahora en el lugar que los cooperantes y la escoria de los funcionarios de cualquiera de las organizaciones de las Naciones Unidas llamaban “el hormiguero”, en la ciudad periférica más grande de Mozambique, en el caserío que continuaba multiplicándose igual que antes de la partida de los portugueses.
Golpeé las manos frente a la puerta de tablas y los dientes blancos de Malaquíash vinieron. Abrazado: entré junto a su empujón y fui saludando a todos los miembros de la familia. Me sonreían. Me quedé un rato parado hasta que algo me condujo al patio donde el abuelo estaba dando de comer a unas gallinas. Ahí estaba el árbol. Sobre la tierra seca. Algo lo había hecho imponerse y saberse sombra.
El abuelo conocía el portugués tanto como yo. Fue imposible hacer otra cosa que sonreírnos y mirarnos. Me rescataron de la incertidumbre que produce la mirada infinita. Después se fue sucediendo la fiesta, que a diferencia de la otra que había vivido parecía la versión campesina. Había una sola mesa central, con un mantel de plástico floreado. Había gallina a la cacerola, arroz, mandioca y una bebida en una jarra de vidrio. No sé si probé algún bocado, no sé si bebí, sólo recuerdo el momento de las velas. Estaba ahí porque había aprendido a ser amigo de ese muchachito musculoso capaz de hacer piruetas en cualquier lado. Malaquíash era un muchacho con la sonrisa más bonita que he visto, alguien que parecía ser feliz, de unos modales suaves, muy ceremonioso en todos sus actos. Así volaba por el aire, con una gracia magnética.
Todo había empezado por un salto para atrás. Fue en una playa donde le enseñé a él y a Jorge a hacer mortal atrás sin movimiento previo. Ellos me llevaron al gimnasio Maputo. Al verme en su casa, pensé: ¿Cuántos blancos habrán sido invitados a un cumpleaños en el caserío, en los últimos tiempos? Me supe único. Fue como si la panorámica del mundo me viera. Supe que a 20 kilómetros a la redonda no podía haber otro blanco sin auto. Había llegado a su casa sin nada en las manos porque no sabía qué regalarle. Le pidió permiso a su abuela, después a su madre y todos hicieron silencio. Yo había levantado la voz para iniciar el canto de feliz cumpleaños cuando él mismo levantó el vaso de vidrio y me obligó a callarme. Lo que hizo me colocó en el lugar más lejos al que yo jamás pude haber llegado antes, y después, en toda mi vida.
Cuando Malaquíash levantó la copa, me miró a los ojos sin perder en ningún momento la sonrisa ni su mirada y dijo que su amigo Sergio estaba allí con ellos y había traído alegría a la casa. Dijo también que, como era costumbre siempre decir unas palabras en ese día, él prefería, ya que era su cumpleaños, que quien hablara fuera yo, ya que para él yo hablaba bonito y no quería perder la oportunidad de pedirme eso como regalo. Entonces sucedió un fenómeno que no puedo explicar. Estaba sonriente mirándolo, pero empecé a ponerme incómodo. Se me aceleró el corazón. A medida que él fue avanzando en su discurso cambié el rostro, comencé a advertir que todos empezaban a mirarme y poco a poco iba perdiendo la compostura, hasta que el silencio me demostró algo que yo había buscado durante toda mi vida. Era eso. Había llegado lo que verdaderamente buscaba. Yo creo que todos saben de lo que hablo. Uno cree buscar algo y el andar es quien lo trae. Cualquiera advierte cuando ha llegado su momento. Éste era el mío.
Nuestro momento llega sin avisar. Pero cuando lo hace es indudable. Yo había viajado a otro mundo para contribuir a una revolución que había terminado hacía tiempo. Estaba en África y, de no ser por haberme causado gracia mi estupidez, me hubiera resignado. La forma que toma la desilusión a veces se transforma en odio. En mi caso mi desilusión me causó gracia. Me gustaría aprender esto que escribo. Me gustaría que cada vez más rápido la desilusión me cause gracia. Ahora estaba ahí, en un caserío remoto del África, delante de unas seis o diez personas que me miraban, y dos niñitos que jugaban y también estaban mirándome. La abuela se movió y sostuvo el vaso entornando los ojos para esperar lo que yo iba a decir. Jorge, nuestro amigo del gimnasio, giró la cabeza hacia mí para tratar de captar lo que iba a expresar en ese momento. Me tomé las manos para comenzar, algo que alguien confundió con un posible rezo.
Yo había levantado la voz para iniciar el canto de feliz cumpleaños cuando Malaquíash levantó el vaso de vidrio y me obligó a callarme. Lo que hizo me colocó en el lugar más lejos al que yo jamás pude haber llegado antes, y después, en toda mi vida.
¿Qué dije?, ¿qué palabras usé?, ¿cuánto tiempo utilicé? y ¿qué sucedió?, son cosas que ignoro. Muchas veces, de distintas maneras, he tratado de dilucidar lo que pude haber dicho. He escrito este texto infinitas veces para ver si al escribirlo vuelven mis palabras. Pero no tengo ni una. Lo único que recuerdo claramente fue cuando Malaquíash detuvo el mundo para que yo suba.
Y sé que subí, y lo sé porque después que dejé África aquella tarde del 89, he subido a ciertos mundos, a ciertos podios, a muchos barcos, a ciertas empresas, escenarios, pero no hubo momento igual a aquel, y supongo que estoy aún vivo recordándolo con la esperanza de que otra vez suceda, que pueda subir al mundo, sentirme parte. Encontrarme.
Dolina se encuentra en el patio de la casa de sus abuelos cuando es un poco tarde; yo me encontré allí, de algún modo nací en un lugar inmensamente perdido, en una casa simple de África. Fue en una fiesta de cumpleaños donde mi amigo me regaló su cumpleaños. Lo recuerdo y siento que volver a perderme me puede dar sobrevida si apenas sonrío. Cuando terminé de hablar, todos rieron y me aplaudieron, como se aplaude a quien nace, por más que lo haga llorando.
Nací un día de febrero en África, en un caserío africano. El más grande de Maputo. Volví a nacer mestizo, marrón claro por fuera, pero oscuro por dentro, negro y africano.