Itinerario desordenado
Si la zarzamora defiende ferozmente sus frutos, con agudos ataques de la armadura de espinas que forra sus hojas y tallos, el árbol de membrillo los ofrece con ingenua y natural impudicia.
Quien en zarzas y amores se metiere, entrará cuando quiera, mas no saldrá cuando quisiere. Hoy entendí esa frase atribuida a Plutarco y sufrí en carne propia la feroz defensa de la zarzamora. Bajo un sol de resplandor y arrullada por las voces secretas de los álamos recorrí, una a una, sus manos amarradas a la malla olímpica en el extraño abrazo que las une.
Cosechar con los sentidos
Mi primera aproximación fue visual. Las zarzamoras pregonan una máxima de la metafísica popular –¿por qué están rojas las frutas? – – Porque todavía están verdes-. Mis ojos recorrieron su esplendor púrpura, arracimado en uvas diminutas. Después me acerqué con el olfato. Desilusión, no huelen a nada llamativo. Entonces le tocó el turno a mi boca y mordí un pequeño racimo que, herido, se deshizo en un aguijonazo ácido. Cuando me acerqué con las manos, recibí una hiriente llamada de atención. La planta se defendió con agudos ataques de la armadura de espinas que forra sus hojas y tallos.
Había sido desafiada y ya no me era posible pasar de largo. Mi estrategia fue acercar sólo los dedos índice y pulgar; pasando por entre los pocos claros que había en la maraña de ramas, atenazaba los racimos y delicadamente los separaba de su pequeña cuna vegetal.
Mis dedos hicieron ese recorrido una y otra vez, incansablemente, ganándoles la batalla a los pájaros que a partir de ese momento tendrían menos comida en la cerca. Y cada vez depositaba mis presas en una fuente que comenzó a llenarse y derramar un aura de bodegón vivo sobre el que se precipitaban, confundidas, algunas abejas.
Regresé con mi botín a la casa como quien conquistó el mundo, descubrió una nueva galaxia o inventó fórmulas maravillosas. Tenía las manos arañadas, los dedos teñidos de rojo y una menuda y cómplice batalla ganada a la zarzamora, celosa guardiana, cerco vivo, formación bélica, soldadesca protección de la casa. Esa noche mi cosecha ardió en el fogón, soltando su vivo color de sangre, sus mieles y su aroma de campo.
Regresé con mi botín a la casa como quien conquistó el mundo, descubrió una nueva galaxia o inventó fórmulas maravillosas.
Una reina encubierta
Si la zarzamora defiende ferozmente sus frutos, el árbol de membrillo, en cambio, los ofrece con ingenua y natural impudicia. La misma impudicia con que ha cincelado esa fruta que parece humilde hasta que, habiendo pasado por el agua primero, y por el fuego después, suelta su condición de reina.
Los membrillos me hacen pensar en Casandra, hija de Príamo y Hécuba, los reyes de Troya. Fue raptada por uno de los tantos barcos piratas que merodeaban las murallas troyanas, y vendida a un comerciante, quien, cuando la vio, cubierta de oscuras y pobres vestiduras, mandó a que la servidumbre la bañara y acicalara. Cuando la presentaron ante el que suponía que estaba destinado a ser su amo por una jugarreta del destino, éste cayó de rodillas reconociendo en esa espléndida desnudez la condición de una princesa de estirpe. Recuperada para Troya volvió al palacio familiar, pero nunca más sería la misma, había nacido para ser otra: la pitonisa.
Así, los membrillos, cuando se quitan del árbol son uno, y luego, habiendo pasado por los procesos de agua y fuego, devienen en otro. En el árbol penden confiados de ramas frágiles, bebiéndole al sol la tonalidad dorada que, ya maduros y suculentos, los caracteriza. Una puede acercarse a ellos sin temor alguno, no hay espinas, ni trampas falaces entre sus hojas. Y basta un pequeño, tímido requerimiento, para que se abandonen a tus manos. Pero vienen cubiertos con una oscura, áspera y tupida pelusa, que a manera de falsa piel, no parece tener más intención que hacernos creer que aquello que con tanta facilidad obtuvimos es un humilde producto de la tierra. ¡Ah!, pero cuando los frutos han pasado por el agua y un diligente cepillo, su color resplandece y, habiendo desechado la membrana, encontramos su verdadero cutis, dorado y con calidad de seda.
Orgullo hermafrodita
Los membrillos tienen redondeces túrgidas, que los hacen hermanos de las lúcumas y primos de las manzanas. Sin embargo, no hay que equivocarse con su sexo, porque, lo que los hace únicos es que, cual equívocos hermafroditas, poseen también un pezón, un glande, una protuberancia ligeramente obscena que es la que, seguramente, hace que los nombramos en masculino, pese a su lujuriosa feminidad, y luego, ya procesados, usemos la denominación mujeril. Por eso se convierten en la jalea, la carne o la mermelada.
Desvestida de su primera capa, la fruta aparece en su esplendor andrógino y su aroma avanza incontenible. Pero aún debe pasar por el hechizo del fuego. En cualquier procedimiento que se elija, el secreto está en el tiempo. Los membrillos se entregan con facilidad, pero requieren de una lenta y morosa caricia de calor. La olla debe ser lamida en distintas etapas por las llamas para que la fruta produzca su propia transformación. Y así podemos ver cómo el dorado color primigenio se va convirtiendo, poco a poco, en rosa primero y finalmente en granate. De las diversas formas que finalmente adopta, la jalea es su esfuerzo supremo; se desliza por la boca con una cadenciosa dejadez escarlata, depositando en el paladar la pastosidad de una mezcla inconcebible de dulce, ácido y perfumado rubí.
Tiquipaya, otra vez, gracias.